El negacionismo es no es un fenómeno especialmente chileno sino que constituye una práctica utilizada internacionalmente por quienes pretenden « relativizar » los luctuosos hechos del pasado, sobre todo aquellos imputables a sus ideas políticas y a sus intereses económicos. Por esa razón no debemos extrañarnos que ese tipo de justificaciones y falacias resurjan en nuestro país al cumplirse cincuenta años del golpe civil-militar de 1973.
En las teorías negacionistas hay que distinguir diversas tendencias, vertientes ideológicas y métodos de desfigurar la verdad.
Entre ellos los que parecerían mejor intencionados son aquellos que en búsqueda de la paz postulan una especie de «amnistía general» capaz de «pasar la esponja» sobre el pasado y así reconstruir nuestra sociedad sobre nuevas bases. Sin negar la posible buena fe de quienes postulan ésto, no podemos negar su infinita ingenuidad y su falta de juicio crítico frente a la historia.
Hay también quienes pretenden relativizar la historia poniendo en una misma balanza las responsabilidades de los dos Chiles que aquel período enfrentó, el país de los asesinos y el país de las víctimas, como si eso contribuyera a un especie de empate que permitiera poner la pelota al centro y recomenzar el match como si aquí no hubiera pasado nada.
Sin duda los más dañinos y políticamente retorcidos son aquellos que declaran «que el golpe de Estado contaba con apoyo popular», dándole a este hecho bárbaro y brutal no solo explicación sino justificación, pues de alguna manera obedecería a una cierta voluntad ciudadana y por ende la representación de un sentir legítimo.
Sin duda que entre los «buscadores de paz» no hay ninguna de las madres que por casi cincuenta años ha esperado saber que pasó con su hijo, ningún hijo que después de casi medio siglo quiere saber donde está su padre, detenido por los agentes de la tiranía. La ausencia de respuesta constituye un atentado permanente contra la paz de las familias, contra la tranquilidad de vastos sectores sociales. Estos «pacificadores» deben saber que mientras no se tenga respuesta, las heridas inflingidas al núcleo familiar se transmitirán de padres a hijos y de abuelos a nietos conservando de generación en generación un sentimiento de ausencia de justicia reparadora y pacificadora.
La historia está llena de ejemplos en que las víctimas y sus descendientes han luchado durante décadas para que se reconozca y repare el daño genocidiario que verdugos inflingieron a sus padres, abuelos y antepasados. Tal es el caso de los sobrevivientes judíos y sus descendientes, víctimas de la Shoa: tal es el ejemplo de los armenios, nietos y bisnietos de las víctimas del genocidio turco de 1915. Esas comunidades, al igual que las víctimas de la dictadura civil-militar chilena, no han actuado por revancha ni venganza, solo las ha animado el profundo deseo de justicia, anhelo que aquellos que están lejos del drama no pueden entender.
Las buenas «almas pacificadoras» deben saber que bajo las vendas y esparadrapos con las que proponen cubrir las llagas de las víctimas, las heridas seguirán sangrando.
Aquellos que tratan de comparar los errores de UP y los horrores de la dictadura, metiéndolos en la misma balanza y así co-responsabilizar víctimas y victimarios proceden como aquellos que frente a los millones de víctimas del Holocausto decían «algo habrán hecho». No, definitivamente NO, la izquierda y el gobierno de Salvador Allende no asesinaron, torturaron ni hicieron desaparecer a ningún opositor. La izquierda y la Unidad Popular respetaron escrupulosamente al poder legislativo, la tiranía lo cerró durante diecisiete años. Allende y los partidos de la UP respetaron absolutamente al poder judicial, la tiranía lo manipuló e hizo uso de su vergonzosa complicidad. Las fuerzas progresistas que ganaron las elecciones de 1970 no cesaron de ganar adeptos en las dos elecciones que hubo en el período, las municipales de 1971 y las parlamentarias de 1973, actuando en el respeto irrestricto de la Constitución chilena, La tiranía la suprimió y gobernó el país sin otra regla que su poder arbitrario durante siete años. Pretender que ambos sectores, la izquierda y los golpistas, comparten responsabilidades comparables en el drama que vivió y vive nuestra nación constituye una infamia y una grosera falsificación histórica.
Hablemos ahora de quienes afirman que el golpe contó con un “apoyo popular" Definamos primero que entienden por «apoyo popular».
Efectivamente, producto de las diversas campañas publicitarias y de comunicación financiadas con fondos provenientes del gobierno de los EEUU, así como de grandes empresas estadounidenses (ITT, Anaconda, Coca y Pepsi Cola, etc), la oposición a la UP fue creando una atmósfera de desconfianza, de miedo y de tensión en los sectores acomodados de la población («de Providencia hacia arriba»). Sirviéndose de la escasez y el desabastecimiento provocados tanto por el severo boycott patronal como por ineficiencias y errores de la propia administración, esa presión sicológica se extendió a una parte de las clases medias y a hasta ciertos sectores socialmente marginales. Los sectores populares, las clases trabajadoras tanto urbanas como rurales siguieron apoyando de manera creciente al gobierno y a los partidos de la Unidad Popular, incluidos aquellos que seguían las políticas del MIR, lo que quedó probado democráticamente por el 44% de votos obtenidos por la UP en marzo de 1973.
Diversas razones impiden aceptar la idea de «apoyo popular» al golpe. La primera es que lo que suele llamarse popular esta relacionado con Pueblo, vale decir relativo a una composición sociológica determinada, los pobres, los de abajo y como hipócritamente se dice hoy, los «vulnerables». Siendo así es evidente que el apoyo popular lo tenía Allende y su gobierno y no los golpistas.
Otra cosa es hablar de una cierta «opinión pública». En efecto, las grandes campañas de comunicación de la oposición capitaneadas por El Mercurio crearon una corriente de opinión pública fanáticamente anti-UP y en algunos casos sensibles al putsch. Esas campañas que mezclaban cosas reales, historias inventadas y rumores falsos (lo que hoy se llama Fakes news) crearon en algunos sectores acomodados y en parte de clase media, un clima propicio a la sedición. Sin embargo, eso no tiene nada que ver con el «apoyo popular» declarado de manera tan falaz e irresponsable.
Una segunda razón, y sin duda la más importante, es el peso y la gravedad que tal declaración tiene en este momento en que que conmemoramos los cincuenta años del Golpe civil-militar y la muerte del Presidente Allende.
El respaldo de una masa de gente fanatizada con mentiras o medias verdades orquestadas con la intención de irrumpir brutalmente en la historia ya lo hemos conocido en otras latitudes y en toda época, Los Pogroms contra los judíos acusados de envenenar pozos, de raptar a niños o de propagar la peste, tenían el apoyo de una turba ignorante y manipulada. La marcha sobre Roma de 1922 que abrió el paso a Mussolini y al fascismo italiano, con la secuela de violencia que conocemos, también fue apoyada masivamente, como lo fueron los ataques contra ciudadanos alemanes de origen judío acusados de todos los males por el racismo hitleriano, etc. Todas aquellas barbaries tenían un vasto «apoyo popular» logrado con violencia, calumnias, infamias y montajes diversos.
Hay tantos otros ejemplos que muestran que cualquier barbarie puede vanagloriarse de tener «apoyo popular». Si de ese apoyo popular se trata, evidentemente que el golpe del 11 de septiembre de 1973 puede jactarse de ello.
Para terminar hay que decir que las afirmaciones sobre el apoyo popular al golpe revisten una extraordinaria gravedad, simplemente porque si un putsch militar obedece a un apoyo popular quiere decir que es representativo de un anhelo de la población y que por lo tanto quienes lo efectúan tienen la legitimidad de hacerlo. Afirmar tal cosa, en los locales de los ideólogos y responsables políticos del golpe de 1973 no es un error, es una traición.
Ricardo Parvex