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¿Ganó Jara? Por Francisco Suárez

La pregunta es obviamente una provocación. Pero, ante la ola de reacciones que produjo el triunfo de la candidata, y el sorprendente consenso que genera entre los analistas “el fenómeno Jara”, vale la pena hacer la pregunta: ¿Quién ganó las elecciones primarias? ¿Fue una candidata carismática y moderada, quien, a pesar de su partido, logró convencer a una gran mayoría del microcosmos oficialista? ¿O estamos hablando de un “fenómeno” más profundo?

Los políticos y analistas parecen no tener duda. Todas las voces —oficialistas y de oposición; analistas de izquierda y de derecha—, concordaban en que el aplastante triunfo de Jeannette Jara se debía fundamentalmente a dos factores: su impactante carisma y su increíble capacidad para generar acuerdos. Su capacidad de “conectar” con la gente, y su valentía para desmarcarse del PC, considerado demasiado radical, logró convencer al votante de izquierda.

Pero, si analizamos un poquito los resultados, se puede concluir que, dentro de la minoría que fue a votar, la contundente victoria de Jara se hizo a expensas del candidato del FA, Gonzalo Winter, quien obtuvo el 11,7 % de lo que obtuvo Gabriel Boric el 2021 (1.059.060 votos). El desfonde fue tanto por derecha como por izquierda, y responde a su estrategia de moderación. Por otra parte, en un gobierno que rondó el 30 % de aprobación en un padrón de 15 millones de votantes (es decir, 4,5 millones), el oficialismo logró movilizar a un 31,5 % de quienes dicen aprobarlo (1,42 millones), de los cuales poco menos de 124 mil (9,02 %) votaron por el FA.

Esto puede interpretarse de muchas formas (nosotros presentamos nuestro análisis “sobre las primarias” en el artículo anterior), pero a nuestro parecer esto ratifica una cosa: el 30 % no era ni es de apoyo al FA, sino un votante de izquierdas sin verdaderos representantes. Como la mayoría de los electores, dicho sea de paso, ya sea que se identifiquen con el oficialismo o la oposición. He ahí la mayor “ventaja comparativa” de Jara: el votante de clases populares, el Chile de a pie, es decir la gran mayoría.

¿Pero entonces cómo ganó Jara? Todos los analistas concuerdan en que se debe a su carisma, pero esta explicación no es, ni de lejos, concluyente. Es más, lo único que explica este consenso es la profunda connivencia que existe entre las clases dominantes, y las clases medias superiores, para salvaguardar sus intereses.

Desde aquí, la victoria de Jara se explica por la crisis del sistema de acumulación del capitalismo tardío. Y así como el establishment no se cansa de repetir que las únicas explicaciones posibles son aquellas que no suponen una amenaza para el sistema, nosotros tampoco nos cansamos de repetir que tanto la victoria de Jara como la caída de Matthei y el FA, así como el auge del fascismo, se deben a la crisis del régimen de acumulación capitalista. El modelo que tantos presentan, como la única visión posible de la economía. Aunque este sistema sea la causa de la crisis. Al punto que la situación hoy se presenta, retomando la alegoría de Frédéric Lordon, como un “punto de silla”: o te desfondas, o te vas para un lado o para el otro. Ejemplos hay muchos.

En pocas palabras, desde aquí concluimos lo siguiente: la candidata del PC se transformó en lo que el FA significó en las primarias del 2021, es decir, en la única válvula de escape de una crisis estructural que no encuentra mediadores políticos. En ese entonces, el FA se presentaba como la opción que ofrecía mayores garantías de transformación frente a un PC que se veía precisamente como parte de lo viejo. Cuatro años después, Jeannette Jara se convirtió en la opción más creíble de cambio después de un gobierno que cayó por el peso de sus propias contradicciones, contribuyendo con su renuncia, al auge de la extrema derecha. A continuación, expondremos brevemente las razones que nos invitan a pensar todo esto.

El auge del neoliberalismo…

Ya lo hemos explicado aquí anteriormente (marzo y abril de 2024), pero vale la pena recordarlo. El actual sistema económico sobre el cual se organiza la economía chilena (y global) remonta históricamente a fines del siglo XIX, pero su versión actual se impone políticamente durante los años 70 en Chile y 80 en el mundo, como una reacción frente a la crisis del paradigma keynesiano, que ya no satisfacía a los grandes capitales.

Las políticas keynesianas que guiaron la “edad de oro del capitalismo” (1945-1973) y el desarrollo de la socialdemocracia en los países desarrollados, se impusieron como consecuencia de un compromiso social obtenido luego de la catástrofe que significaron las dos guerras mundiales, el auge y la derrota del fascismo, así como de quienes lo apoyaron: el gran capital y el extremo centro (cf. Johann Chapoutot). Este compromiso se obtuvo gracias a que la resistencia ganó la guerra y el fascismo fue derrotado. Así, para garantizar una paz sostenible, el gran capital tuvo que aceptar un orden mundial y social basado en una repartición de la riqueza y el respeto a los derechos humanos.

Esto se tradujo en un modelo económico en donde el Estado era garante del compromiso social, entre trabajadores y empleadores, mediante un control sobre la demanda efectiva. Básicamente, mediante la ley y políticas públicas, el Estado garantizaba un aumento de la productividad para los empleadores (es decir, mayores ganancias y crecimiento económico) a través de una intensificación del trabajo; y, en contraparte, para volver esto soportable, aseguraba un aumento constante de los sueldos a través de una indexación sobre los índices de productividad.

Pero la repartición de la riqueza sobre la cual se sostenía este modelo nunca gustó del todo al gran capital, que veía en el modelo fordista una contención de sus márgenes de ganancia. Es ahí cuando un grupo de excéntricos economistas, como el monetarista Milton Friedman, propusieron un “modelo alternativo”, sin contenciones para el capital financiero. Así, el compromiso fordiano le dio paso a 40 años de neoliberalismo.

En fin, las políticas neoliberales son bien conocidas (financiarización de la economía, privatización de lo público, competitividad, cadenas de valor mundiales, etc.) y no vale la pena detallarlas. Basta con decir cuatro cosas: 1) Estas conforman una ideología en estrecha sintonía con los paradigmas de la economía neoclásica, lo que la llevó a ser el pensamiento político y académico dominante; 2) Sus ideas son culturalmente hegemónicas en la sociedad —palabras como “meritocracia”, o el reemplazo del valor trabajo por el “emprendimiento”, lo demuestran—; 3) Estas ideas se han instaurado formalmente en la sociedad mediante la ley (p. ej., la constitución) y por la acción (o la inacción) del Estado; 4) El modelo se agotó.

Y su caída

Al igual que en la época de la estanflación, los índices de productividad se encuentran estancados, lo que repercute en el crecimiento económico, aunque las causas y las condiciones sean distintas. Para nuestro propósito, cabe destacar tres cosas. La primera es que, por más que se presenten con aires de grandeza ante los medios, los Landerretche de este mundo no tienen un modelo alternativo (como lo neoliberalistas en su momento), puesto que se formaron según los preceptos de la misma teoría en crisis. Recordemos que ningún Mozart de la finanza vio venir la crisis hasta que explotó el 2007. Y que ya no tienen margen de crecimiento frente a las contradicciones del modelo.

Lo segundo es que el compromiso social que se rompió en los 70 encontraba al mundo occidental comprometido con la democracia, y al fascismo deslegitimado. En Chile era el caso hasta hace veinte años, pero el modelo neoliberal fue, con el pasar de los años, reduciendo a los mediadores políticos (partidos, sindicatos y el Estado) al rol de simples espectadores del desastre. Todo esto, por seguir las instrucciones de economistas que creen en la meritocracia, en la “teoría del chorreo” y el capitalismo verde.

Por último, está el hecho de que, frente al estancamiento y al no tener una teoría o modelo alternativo, el capital encontró en la extrema derecha un aliado para construir un nuevo orden basado en la ley del más fuerte. Su proyecto es sembrar el odio y deshacer todas las instituciones que garanticen la igualdad de derechos, para instaurar un mundo en donde “o te adaptas o te mueres”. Un mundo a lo Kaiser,a lo Kast o a lo Matthei, donde la democracia se acaba donde comienzan sus intereses. Un mundo en donde los derechos sociales y humanos no existen, o son vistos como mercancías, o como trabas para el mercado y el crecimiento económico.

Una cita con la historia

En conclusión, la ruptura del compromiso social generó una crisis estructural en donde los mediadores políticos, es decir, aquellos aparatos cuya función es canalizar los conflictos provocados por intereses contradictorios, están completamente deslegitimados. Hoy la situación se encuentra en un “punto de silla”. Ante la desesperanza, el miedo al empobrecimiento y el horizonte de un mundo donde rige la ley del más fuerte, el fascismo propone la seguridad de un orden basado en la exclusión y la violencia contra quienes representen algo distinto o una “amenaza” para el sistema.

¿Y la izquierda? Por ahora sigue creyendo en aguantar hasta que pase el temblor. En su ceguera por intentar ganar, no advierte que está cayendo la trampa del adversario, y no me refiero a los partidos, sino al capital. Ese que personas como Landerretche, sin ninguna legitimidad democrática y basándose en argumentos de autoridad, trazan mientras hacen política en los medios disfrazados de empresarios, académicos y/o expertos. Sin embargo, a la izquierda chilena le cayó una oportunidad del cielo: una candidata que cristaliza uno de los clivajes de esta crisis: la oposición entre pueblo y élite ¿Una última oportunidad para llevar a cabo un proyecto de transformación? ¿Sentar un nuevo compromiso social qué permita superar la crisis? El problema es que para esto no basta con ganar: hay que llevarlo a cabo. Y eso pasa por generar las condiciones de posibilidad para una transformación que no pasa por el centro.

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