Vivimos en la era del Homo digitalis. Sin pantallas, el mundo parece incomprensible. La inmediatez domina nuestras vidas: todo debe ser rápido, visible y disponible al instante. Pero esa velocidad tiene un costo invisible que, en medio de las crisis climática y socioecológica, se torna cada vez más palpable. Detrás de cada clic, de cada video en streaming, de cada consulta a la inteligencia artificial, hay un gigantesco metabolismo energético y material que sostiene esta aparente —pero imposible— inmaterialidad.
Se suele pensar que el mundo digital es “limpio”, “pulcro”, “eficiente”, casi etéreo. Sin embargo, nada en la economía —ni en la historia humana— ocurre sin energía ni materia. La vida digital necesita electricidad, servidores, satélites, redes de fibra óptica, chips y, sobre todo, minerales. En la práctica, la expansión digital ha incrementado la demanda global de energía eléctrica. De hecho, los centros de datos —las catedrales de la era digital— se perfilan como uno de los principales impulsores del aumento de la demanda eléctrica para la próxima década.
El Homo digitalis vive en la ilusión de que su conexión permanente lo emancipa del mundo físico, cuando en realidad lo ata más profundamente a él. Las sociedades digitales dependen de redes globales de extracción, producción y desecho que enlazan, por ejemplo, el litio del salar de Atacama con los servidores de California o los autos eléctricos en Shanghái. La aparente “transición verde” y la digitalización no están sustituyendo del todo al modelo fósil; más bien, se adosan a él, expandiendo la frontera extractiva del planeta.
Esa expansión no es neutra. Tiende a reproducir y amplificar las desigualdades entre Norte y Sur global. Mientras en el Norte se instalan los data centers y se acumulan las ganancias tecnológicas, en el Sur se concentran los costos ambientales. La minería del cobalto en el Congo es un claro ejemplo de cómo las desigualdades se intensifican —en lo ecológico, lo económico y lo social—. ¿Cuántos autos eléctricos hay en el Congo? ¿Cuál es el acceso real de sus habitantes a la tecnología que es producida con aquel cobalto?
Al mismo tiempo, el tablero geopolítico se reordena. Estados Unidos y China compiten ferozmente por el control de los minerales críticos y las tecnologías asociadas a la inteligencia artificial. Washington responde con aranceles y un intento de “autonomía estratégica”, mientras Pekín fortalece sus alianzas con el Sur Global a través, por ejemplo, de los BRICS, acuerdos bilaterales e infraestructura crítica. En el fondo, la disputa ya no es solo por el petróleo o el gas, sino por quién dominará los circuitos de datos, las cadenas tecnológicas y los minerales que alimentan la inteligencia artificial y las energías renovables. Chile, como otros países latinoamericanos, se encuentra en una encrucijada histórica. Nuestro territorio concentra parte fundamental de los minerales que impulsan el desarrollo tecnológico en la era digital. Sin embargo, seguimos atrapados en el viejo patrón extractivista: exportamos materias primas de bajo valor agregado, importamos tecnología y, al mismo tiempo, soportamos los impactos socioambientales. Mientras no logremos traducir nuestra riqueza material en autonomía tecnológica y bienestar colectivo, seguiremos siendo periferia, aunque el mundo se vuelva digital.
Quizás sea hora de mirar con cierta distancia crítica este momento de la Historia. La digitalización promete “desarrollo”, pero puede vaciar de sentido la reflexión, reemplazando el pensamiento crítico por el impulso. En este ritmo frenético, el Homo digitalis corre el riesgo de perder el vínculo con la Tierra que lo sostiene, creyendo que puede vivir en la nube mientras el planeta se calienta. Señales sobran, aunque algunos aún lo nieguen.
Si no repensamos el rumbo, la era digital podría —en lugar de contribuir a un mundo más sustentable— convertirse en parte del tiro de gracia. Para que el Homo digitalis no repita los errores del Homo industrialis, debemos poner la equidad y el cuidado en el centro del vínculo entre energía, tecnología y vida.
