La conmemoración de los 50 años del golpe de Estado ha dado lugar a una expertiz muy particular: la golpeología. Historiadores, politólogos, abogados, filósofos y periodistas en general son convocados a canales de televisión, radios y prensa en general para intentar “explicar” los contornos del golpe de Estado de 1973. Podríamos decir que la golpeología no es un “saber” en particular, sino un conjunto de saberes que se articulan entre sí configurando una singular expertiz dedicada a caracterizar los elementos, supuestamente más relevantes, que permitirían “explicar” el golpe. En esta escena, interesante resulta el proceso por el cual una determinada disciplina (derecho, filosofía, historia) deviene golpeología, tal y como los expertos de tal o cual disciplina se transforman inmediatamente en golpeólogos.
Hoy, estamos llenos de golpeólogos porque la golpeología inunda el campo académico, político y mediático. Pero, por supuesto, como en toda episteme existen diferencias internas al propio paradigma. También aquí existen, al menos dos: por un lado quienes sostienen la “inevitabilidad” del golpe de Estado de 1973 y quienes sostienen su “evitabilidad”. Ambas tesis se mezclan, se imbrican y no constituyen formas tan radicalmente opuestas.
Más bien, ocurre que ambas comparten el objeto de indagación siendo, por tanto, golpeologías. Una golpeología conservadora y otra progresista, pero ambas operando sobre el singular objeto “golpe” antes que sobre el proceso de la Unidad Popular. Podríamos decir que la golpeología es la episteme que sigue reproduciendo el golpe de Estado en la medida que, en contra de lo que se cree, al dejar el saber a los expertos, obtura antes que posibilita, al pensamiento. La golpeología es, en este sentido, el golpe al pensamiento.
Más precisamente es el golpe a la memoria, en la medida que todo golpe a la memoria es, ante todo, golpe a los cuerpos; golpe a lo que ésta tiene de díscola y singular. Si la memoria abraza la intensidad del testimonio que no se deja capturar en un simple programa de reparación, sino que, de manera radical, convoca a los pueblos contra sus asesinos, la golpeología funciona conjurando esa memoria para situar en su lugar al golpe como un “hecho”.
Con el golpe no se recuerda, sino se olvida. Y la golpeología opera trazando escenas en que, finalmente, nociones como “inestabilidad”, “falta de liderazgo” o “falta de mayorías” habrían hecho inviable el proyecto de la Unidad Popular.
Es en ese punto donde el discurso golpeológico se divide: o bien, esa inviabilidad habría terminado por producir el golpe o bien, tal inviabilidad podría haberse resuelto democráticamente. La primera tesis es la del conservadurismo, al segunda, la del progresismo, pero ambas operan conjurando al proyecto de la Unidad Popular, ambas constituyen su dispositivo de conjura para que jamás la izquierda vuelva sobre él relegando sus memorias, imágenes y signos a un esteticismo cultural. Nunca la izquierda debería volver a forjar un proyecto de transformación radical de la sociedad chilena pues sus sueños tendrán quedar encapsulados en la esfera estética y cultural, apartándose de todo proyecto político. Así, la golpeología resulta totalmente eficaz en su despliegue pues impide que la irredenta memoria de los pueblos de Chile devenga forma política, administrándola.
Pero existe otro presupuesto de la golpeología que es necesario problematizar: su apuesta “liberal” que reduce el golpe a los 17 años de dictadura sin establecer planteamientos críticos acerca de cómo el modelo económico y político instaurado en dictadura se profundizó en democracia.
No existen continuidades ni profundizaciones en democracia. Porque la democracia será algo diferente de la dictadura. Si bien, tal distinción es cierta, es necesario profundizar en torno a los mecanismos por los cuales, en el caso chileno, se produjo una continuidad estructural que terminó por consolidar el pacto oligárquico de 1980 en el marco de los 30 años.
Insisto: no se trata de sostener que la dictadura y la democracia chilenas son lo mismo, pero sí que, a pesar de sus diferencias (diferencias en sus técnicas de control), se anudan bajo el mismo pacto oligárquico de 1980. La dictadura se consuma en y como democracia, cuando el cuerpo físico de Pinochet se desmaterializa en y como el nuevo cuerpo institucional de la transición. La golpeología reduce el golpe a la dictadura al precio de dejar impune los 30 años de democracia. Así, lejos de invitarnos a pensar, la golpeología obtura la posibilidad de pensar cómo es que hemos llegado al actual estado de cosas pues no logra atender cómo el golpe mutó en lo que Willy Thayer denomina “sociedad del golpe”, esto es, el modo en que la propia sociedad chilena fue domesticada por su multiplicación intensiva cristalizada en la gubernamentalidad neoliberal operando en el entrenamiento subjetivante de los cuerpos.
Será precisamente en este punto donde la golpeología constituirá un dispositivo de carácter moral: nos enseña una lección acerca de la importancia que tendría la “estabilidad”, el “diálogo”, la necesidad de la “gradualidad”. En suma: la golpeología nos ofrece una política en la medida de lo posible, tal como lo hiciera Aylwin al principio de la transición. Podríamos decirlo al revés: la política en la medida de lo posible de Aylwin es el efecto inmediato de la golpeología, su régimen predilecto, su tono propiamente portaliano que confisca la fiesta de los pueblos bajo la liturgia del “saber”.
Si la golpeología es la episteme del orden y la lengua del momento ¿cómo abrir una distancia, grieta o brecha entre dicha episteme y los cuerpos? La cuestión que está en pugna en ese hiato, quizás, sea la memoria, esa potencia afectiva en la que abrazamos a nuestros muertos. Una memoria que no se define en su versión museística, sino en la monstruosa forma por la que ésta desbarata los dispositivos del saber-poder dispuestos elegantemente por la golpeología. Porque si cada vez que la golpeología funciona no hace más que reeditar el golpe –pues cercena a los cuerpos y obtura la posibilidad de pensar- entonces nuevamente nos encontramos en el problema que no podemos propinar un golpe a la golpeología porque de hacerlo simplemente reeditaríamos su máquina.
Se trataría en la puesta en escena de un poder que pueda suspender su ejercicio, que interrumpa su mítica reedición; en otros términos, necesitamos una filosofía de la resistencia o, si se quiere, de la defensa, en la medida que defendernos de él significa impedir su reproducción en nosotros mismos. Probablemente, preguntas tan aparentemente anodinas como “¿dónde están?” constituyan el umbral desde el cual la fiesta de los cuerpos pueda advenir otra vez. Umbral en el que habita la dimensión intempestiva de una memoria que no se cansa de exponer la injusticia inmanente al orden que heredamos.
Septiembre 2023