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Herencia y desobediencia. Por Paulina Morales

Polémica ha desatado la destitución de la socióloga Isabel Amor de la dirección regional del Servicio Nacional de la Mujer y la Equidad de Género (SernamEG) de Los Ríos, a solo dos días de haber iniciado su gestión en el cargo. Múltiples han sido las voces y opiniones que se han levantado al respecto, algunas de las cuales -de manera un tanto irreflexiva y apresurada- han tomado rápidamente posición a favor o en contra como si se tratase de un asunto de bandos en pugna. Frente a esto, el objetivo de estas líneas es justamente precisar algunas ideas y añadir ciertos elementos a la discusión que permitan profundizar en ella y ponderar de manera reflexiva y crítica los hechos.

 

En primer término, han surgido aparentes dilemas que es necesario derribar dado su carácter artificial. Por ejemplo, entre responsabilizar o exonerar de responsabilidad a los hijos respecto de las conductas de sus padres, cuestión que sí estaría ocurriendo en este caso. O entre permitir o impedir el derecho al trabajo de una persona en razón de los actos de su progenitor. Se ha hablado, incluso, de una posible discriminación por orientación sexual, la cual -todo indica- no es en absoluto la causal del despido.

 

En segundo lugar, sin duda ninguna persona debe ser estigmatizada ni menos aún responsabilizada por las conductas de su padre u otro familiar cercano, por reprobables que sean aquellas, como aquí ocurre, tratándose de una condena por violación a derechos humanos del padre de Amor. Aceptando como correcta esta aseveración en el marco de una sociedad postconvencional en materia moral, a decir de Habermas, el punto no es ya de quién se es hija o hijo sino de la posición en términos morales y políticos que se asume frente a tales conductas. Mas, ¿debiese entonces Isabel Amor repudiar pública y taxativamente los atropellos a derechos humanos cometidos por su padre, Manuel Amor Lillo? Depende…

 

Y ese punto suspensivo permite engarzar con un tercer elemento de contexto que es preciso tener a la vista. Se trata de la naturaleza y la relevancia del cargo para el cual había sido seleccionada la profesional: la dirección regional de un servicio ministerial -SernamEG- cuyo objetivo fundamental es trabajar por la autonomía y ejercicio pleno de derechos de las mujeres, con un enfoque territorial y de interseccionalidad; un cargo de alta visibilidad e importancia cuya cabeza regional es y/o debe ser la cara del Estado para la ciudadanía. Ante esto, no es baladí la posición que manifieste la destituida directora sobre la situación judicial de su padre, puesto que aun comprendiendo humanamente la complejidad y lo sensible de los hechos, debiese traducirse en una condena irrestricta e inequívoca de las violaciones a los derechos humanos. Esto, inclusive, si se ha llegado a dicha jefatura por vía de Alta Dirección Pública, como es el caso. No estamos hablando de cumplir una función de relevancia en una empresa privada, en un holding o en una multinacional, sino que de trabajar para el Estado y más aún en materias relativas a derechos humanos, respecto de los cuales es precisamente ese Estado el sujeto de obligación y garante, de acuerdo con el derecho internacional de los derechos humanos.

 

Unido a ello, la figura de la pérdida de confianza de una jefatura respecto de un subordinado que requiere tal fiabilidad -razón aludida por la dirección nacional de SernamEG para pedir la renuncia a Isabel Amor- está contemplada en la ley y no se trata por tanto de una decisión arbitraria per se sino de una determinación respecto de la cual, analizados ciertos antecedentes, se ha estimado que la conducta del subalterno o subalterna ha redundado en que su jefatura pierda la confianza que necesariamente requiere para el ejercicio de su cargo. Lo que cabe en este caso, por tanto, es ir a los fundamentos de dicha pérdida a fin de descartar que se trate de una resolución discriminatoria e injusta.

 

Ciertamente, esta reflexión de los hechos no puede excluir la necesaria autocrítica por parte del gobierno en torno a la forma en que se ha conducido, dado, entre otros, un antecedente que no se puede soslayar. Ocurre que con anterioridad a esta polémica, Isabel Amor se desempeñó como directora regional en Ñuble del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), durante el periodo comprendido entre febrero de 2023 y julio de 2024. Cabe preguntarse si dicha entidad conoció en aquel entonces la información relativa al padre de la directora y cuál fue su postura. Teniendo en cuenta que Amor se mantuvo en esa dirección regional hasta hace muy poco y que presentó su renuncia para asumir en SernamEG de Los Ríos, todo indica que el Consejo del INDH o desconocía su filiación paterna e implicancias, o bien que, conociéndola, no estimó que generara una pérdida de confianza o inhabilidad para ejercer su cargo. Sin embargo, quienes sí consideraron la situación como incompatible fueron otros actores involucrados: las asociaciones de funcionarios del Instituto, por una parte, junto con las agrupaciones de derechos humanos de la zona, por otra, en razón de lo cual comenzaron a exigir su remoción del cargo. Esto último es algo que posiblemente podría haber vuelto a ocurrir de mantenerse Amor en su nueva jefatura, más todavía considerando el enfoque territorial con que opera SernamEG, cuyo trabajo requiere de un estrecho vínculo de colaboración y confianza con la sociedad civil y sus organismos zonales.

 

Finalmente, y desde una perspectiva retrospectiva, lo sucedido estos días es en buena medida reflejo del sentir de la sociedad chilena ante los avances, retrocesos, contradicciones, complejidades y deudas pendientes en materia de verdad, justicia y reparación frente a los atropellos a los derechos humanos acaecidos durante la pasada dictadura cívico-militar. En efecto, cuando aún se mantienen los pactos de silencio entre los perpetradores, junto con las enormes parcelas de impunidad o el amparo de los 50 años de secreto establecido por la comisión Valech, las cuentas parecen quedar en números rojos, especialmente para las víctimas. El horizonte de una cultura de los derechos humanos en donde el Nunca Más deje de ser una mera utopía se avizora justamente como una quimera.

 

A la luz de este caso en desarrollo no he podido dejar de recordar la experiencia del Colectivo Historias Desobedientes, que reúne a hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia. Esta agrupación nació en Buenos Aires en 2017 en respuesta a las políticas de olvido y retroceso en materia de derechos humanos impulsadas por la administración macrista y, más específicamente, frente al fallo de la Corte Suprema de Justicia argentina conocido como ‘el 2x1’, que permitió la rebaja o la modificación de condenas a ex represores. Mediados por las facilidades de las redes sociales e internet, algunos de sus integrantes fueron poniéndose en contacto y dando vida a este grupo cuyo Manifiesto estremece desde sus inicios: “Somos las hijas, hijos, nietas, nietos y familiares de los genocidas que protagonizaron la feroz dictadura de la historia argentina. De allí venimos. Nacimos en el seno de esas familias. Fueron esos genocidas los que nos llevaron a la escuela, nos enseñaron lo que estaba bien y lo que estaba mal. Nos dijeron lo que debíamos pensar acerca del mundo y de lo que ocurría en él. Crecimos en esos hogares en los que alguien nos enseñó a rezar y a creer” (http://www.historiasdesobedientes.com/).

 

En el libro que publicaron en 2018, Escritos Desobedientes. Historias de hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia (editorial Marea), la palabra que resuena una y mil veces es ‘desobediencia’, y sus sentidos son múltiples. Se desobedece -entre otros- a los mandatos del padre, porque “Tener un padre o un ser querido involucrado en delitos de lesa humanidad no es un asunto sencillo. Lo más probable es que el aparato psíquico se resista al dolor que esto implica y utilice la negación como mecanismo de defensa. Tendrá uno entonces que poder advertir -en el mejor de los casos- este fenómeno y decidir qué camino tomar”.

 

Frente al carácter casi implacable de la transmisión filial, tal desobediencia es una luz de esperanza para las generaciones ‘que heredaron la tragedia’[i] y para las que vendrán. Cierro estas líneas con un extracto de dicho libro, escrito por un niño argentino de diez años, nieto de un perpetrador:

 

“Mi mamá y yo somos de Historias Desobedientes, que es un lugar donde se reúnen familiares de genocidas. Yo ya había ido con mi familia a la Plaza los 24 de marzo[ii], pero esta vez fuimos por primera vez con la bandera de Historias Desobedientes. Le pregunté por qué se acercaba tanta gente a sacar fotos a la bandera de Historias, y no como otras banderas, y por qué lloraban las personas que veían la bandera”.

 


[i] Esta frase remite al libro Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny (Buenos Aires, ed. Sudamericana, 2016).

[ii] Fecha en que se conmemora a las víctimas de la última dictadura argentina iniciada con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.

 

 

Paulina Morales

Académica Universidad Diego Portales

 

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