“Héroe de la clase obrera” (Working class hero) es un canción del primer disco como solista de John Lennon titulado John Lennon/Plastic Ono Band de 1970. El tema es musicalmente simple, no tiene más de tres o cuatro notas, pero la guitarra es intensa y la letra una feroz querella a la luz de los que están, al parecer, preconcebidos a la derrota. Ya en la primera estrofa se lee:
Tan pronto como naces, te hacen sentir pequeño
Al no darte tiempo en lugar de todo
Hasta que el dolor es tan grande que no sientes nada en absoluto
La poética refleja una decepción original, natal. Se trataría de que pertenecer a la clase obrera lleva, desde que se aterriza en el mundo, una marca; un sello que se imprime en la errancia biopolítica de sujetos que no reciben nada, que son vaciados de proyectos en el origen de sus vidas, desde su primer respiro. Para ellos no hay paisaje, ni horizontes o fronteras por cruzar porque no hay nada a la vista. No hay posibilidad de adherir a una existencia que tartamudea desde el inicio.
“Los dados estarían cargados y los naipes marcados”, por parafrasear al poeta Rodrigo Lira, dejando al héroe de la clase obrera inane, desactivado, sin trama ni guion, solo como una suerte de personaje terciario en una historia que nada tiene de fantástica sino que es hiperreal, consumadamente cierta y deshabitada de esperanzas al punto que, y como lo dice Lennon, “no sientes nada en absoluto”. Es decir se asume, se calla y te vuelven tan “jodidamente loco” (so fucking crazy), que quedas atrapado, sin referente, sin situación ni comunidad; determinado a no seguir la ley o la norma porque te volvieron loco invisibilizándote, porque nunca hubo institución o por ausencia de todo lo que en una vida se espera pueda ser aliento y turbina para creer, en lo que sea, pero creer en algo; sin hacer suya esa precipitación hacia la nada en la que lo envuelve –al héroe de la clase trabajadora– el sistema-capital y que no solo lo degrada sin piedad sino que, aun más, desde que nace, lo tacha.
Hay una condena preconcebida, un porvenir que no es ciego ni indeterminado sino al revés, una predestinación y la sutura del futuro que se autoasume como el orden de las cosas. Pensemos en la escritura de Frantz Fanon en su libro Piel negra, máscaras blancas de 1952: “Soy negro, no por una maldición, sino porque mi piel ha podido captar todos los efluvios cósmicos. Soy verdaderamente una gota de sol sobre la tierra”. Los condenados de la tierra o “el héroe de la clase trabajadora” no nacen malditos; no son la expresión de una cierta metafísica del margen, más bien, y lo leemos en la escritura y espiritualidad ínsita en el grito de Fanon, porque así se entiende nada más la jerarquía del todo. O solo por ir aquí, más cerca, Jorge González también lo advertía en la mitad de los 80 cuando el país seguía desangrándose: “El futuro no es ninguno”.
Pero alerta a los miles de corruptos que piden licencias médicas truchas, que no trabajan en casi todo el año y se van al cuerno del África en el Índico, y ganan millones a propósito de su parasitar del Estado, porque Lennon, en el estribillo que se repite varias veces, remarca que “un Héroe de la clase trabajadora es algo para ser” (A working class hero is something to be).
Más allá de su tachadura, crea o no en la posibilidad de un destino, es “algo para ser”. Y de cara a aquellos que no son héroes sino demiurgos de la putrefacción del modelo, los que se filtran con la lógica del “vivo” (tan nuestra) por los recovecos del sistema hasta que encuentran la escotilla por donde huir de la regla y entonces auto proveerse de bienestar, a él o ella y sus familias, de tener derecho al ocio o “tiempo para sí mismo”, en fin; una merecida –y no tan grave– torsión a la legalidad porque, considera, su humanidad es tan importante y ha sido a tal nivel heroica su pasión por Chile que, dice: “tengo todo el mérito y me licencio”. Entonces el resto, los verdaderos héroes de la clase trabajadora, que sigan con sus vidas llenas de pesantez, de horas de micro para ir y volver del trabajo, de la peor educación para sus hijos, de una vejez incierta, de una vida endeudada y en deuda consigo mismos, de experimentar día a día una vida sin existencia; un vacío naturalizado por el puntazo neoliberal.
Tal vez, lo que es más indignante, no sea necesariamente el hecho de que parasiten del Estado, se burlen del verdadero héroe o que se aprovechen del sistema sin tener que dar mayores explicaciones. Lo que es escandaloso y denigrante a toda escala, pienso, es que en toda esta corruptela y amalgama de favores y murmullos, lo que vibra es la negación de lo alterno, del otro que está muy lejos de corromper y sacar rédito del Estado. Para estos/as personajes sin ley no hay más rostro que el suyo y sus más cercanos; funcionan sobre la erosión de lo humano y el tiempo y el espacio de alguien más no existe, lo borran y, en simple, fagocitan sus placeres sin mirar, obviando lo lateral, afinando sin complejos la morbosidad que repleta su huida.
¿Qué tan representativos, aún más, de la decadencia de la democracia son estos lobos sueltos pletóricos de sí mismos e indolentes a la alteridad? ¿cuánto la democracia se ha habituado a esta suerte de fábrica de corruptos que, en nombre de lo representativo mismo, se consumen en un hacia sí tan cruel como repulsivo?
Así lo plantea Jacques Rancière “[…] el sistema de representación se sostiene y encuentra un modo de reconciliarse con las anomalías y los monstruos que secreta" (Quel temps vivons-nous ?, 2017). La democracia se autoinmuniza y como en la obra del dramaturgo sueco August Strindberg “El Pelícano”, ésta se alimentaría de sus propias crías. En este caso de los monstruos, parásitos, abusadores, pirañas que no dudan en deslizarse por cualquier estría de la máquina que les permita su propia satisfacción.
Pero, insistimos, atención, que “un Héroe de la clase trabajadora es algo para ser” y por encima de su predestinación a la pérdida, en algún momento, como lo acentúa la gran canción de John, puede llegar a ser en una contingencia sublevada a la luz de tanta, pero tanta, alucinación sibilina de quienes no viendo lo alterno se regocijan en su viveza “nítida”, para broncearse mientras a la ley se la morfan sin vergüenza; alarma nuevamente, porque como lo apunta Étienne Balibar “[…] la desobediencia (es) condición de la democracia” (“Impolítica de los derechos humanos. Arendt, el ‘derecho a tener derechos’ y la desobediencia cívica”, Erytheis, 2007), y ésta, la desobediencia, emerge ahí donde la maquinaria ya no se avergüenza de su sinuosa y embelesada corrupción.
El héroe de la clase obrera quiere ser algo, y ese algo no va, al margen de toda la cultura del abuso fosilizada en Chile, sin fuerza destituyente.
Que lo sepan “los licenciados".