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¿Hijos de Guzmán? El sublime monárquico. Por Mauro Salazar J.

A pesar de los cambios implementados bajo la “modernización pinochetista”, el conservadurismo chileno no responde a una contigüidad con las premisas que inspiraron el programa encabezado por los “Chicagos Boys” (1976). No existe una relación evidente entre pensamiento conservador y partidos de derechas. En cambio, si encontramos “conservadurismo libidinal”, centrista o de izquierdas. No es posible hablar de una “ontología unitaria” en el entramado liberal-conservador.

Carlos Ruiz y Renato Cristi han consagrado algunos análisis a la “singular transición ideológica” de Jaime Guzmán (El pensamiento conservador en Chile, 1992). Tal nudo se extiende desde Jaime Eyzaguirre (un devoto hispanista), Osvaldo Lira (tomista hispánico), Encina (anti hispanismo), Michael Novak (la teología americana de la vía media), hasta el propio Hayek (aceleración de los mercados). De suyo, las tesis prevalentes de Mario Góngora (planificaciones globales), que concedió el voto a Salvador Allende, quedan excluidas de facto del itinerario modernizador.

El “momento conservador” no es un universal genérico, invariante, o una identidad cristalizada, como se suele sostener en el campo de las izquierdas, y su pereza cognitiva, sino un concepto trenzado que goza de “porosidades”, efectos de contaminación y trayectorias inestables. El árbol “genealógico” como un concepto mixto, más allá del sujeto de fe, dota al término de una sistematicidad, perdiendo univocidad en sus hermenéuticas políticas.

Y así, aumenta la heterogeneidad discursiva, la demografía oscila bajo un campo de fuerzas que invocará diversos rostros y acentos. Si bien el núcleo gravitacional de “lo conservador” –como raíz o incluso formación discursiva– se suele oponer a reformismo, progresismo, marxismo y democracia, tal cuestión fue capturada por la fuerza fáctico-discursiva de la dictadura chilena. Pero ello no agota sus posibilidades de sentido. Al punto de asimilar las fracturas críticas que asisten a toda tradición, donde la discursividad de Hugo Eduardo Herrera normaliza la discusión desde una racionalidad homogénea cuando publicita al mundo Chicago-hacendal como un bloque monolítico (sin fisuras, ni disputas de sentido), donde se torna recursiva –reiterativa– la economización del “campo político”.

Más allá de las insalvables diferencias ideológicas, no es que Jaime Guzmán pueda ser reducido sin más al binomio economía más moral. Quizá el ideólogo del régimen realizó la más intensa “revolución conservadora” con una líbido liberalizante -no menos pragmática- orientada a los servicios. Y sí, ante un mundo de paganos y mercados virulentos, huelga la máxima guzmaniana, “Cristo expulsó a los mercaderes del templo”.

Ello nos permite identificar al conservadurismo como un sistema de creencias que –parafraseando a Alberto Edwards– apela a la figura de un Estado soberano e impersonal (que el propio historiador reconocía en la figura de Carlos Ibáñez del Campo). Tal pasaje fue hostil con aquellas posiciones utilitaristas que están en la base del paradigma aplicado en los años 80 (privatizaciones del shock antifiscal). Esto último comprende la herencia interrumpida del “Estado en forma” como sucesión colonial de la monarquía y ausencia de revolución democrático-burguesa. En suma, la vigencia reinante del mito portaliano como figura monarcal (Homus nationalis).

Cabe agregar que el paradigma managerial –en tanto política neoliberal– expulsó cualquier lastre ético-normativo proveniente de las “épicas militantes”. Toda significación que pretenda abrumar la nueva “asepsia económica” debe ser erradicada de facto, por cuanto el emergente plan económico-social de fines de los años 70 se debe al orden qua orden. Entonces, el giro obligatorio del conservadurismo relacional/agonístico –un término que contra todo cultiva la equivocidad– es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de adaptarse al factum de las desregulaciones ya activadas desde la segunda mitad de los años 70 por los halcones de Chicago. Y provenientes de un mismo tronco, liberales y conservadores fueron interpelados por una vocación antiestatista y abrazaron el “principio de subsidiariedad”, inaugurando otro “momento conservador”, cuál es la modernización postestatal.

Contra el sentido común, una concepción conservadora de la política económica quedó “parcialmente” excluida en los primeros años de la modernización pinochetista (1976-1981). En aquel contexto se apelaba a las leyes infalibles del monetarismo científico, a una conducción “no” ideológica del proceso social que años más secuestró la imaginación política de las izquierdas. Entonces, se asume, dadas las circunstancias históricas, un “juicio de factibilidad” y una tecnificación del proceso social. Aquí se impone un conjunto de procedimientos técnicos basados en la experticia que evitarían –según este paradigma– la regresión populista (“decisión colectiva”) al periodo nacional-desarrollista que experimentó América Latina.

El discurso conservador guarda otras implicancias conceptuales respecto al plan económico-social impulsado por economistas e ingenieros de Chicago. Se trata de una distinción incómoda, pero muy necesaria, por cuanto es evidente una distancia constitutiva con los supuestos de Adam Smith y los típicos mecanismos de autorregulación del mercado, a saber, la conocida mano invisible y su preponderancia bajo el periodo de la libre concurrencia –periclitada en la década de los 30–.

En este sentido, el conservadurismo clásico busca defender poder y orden contra el mercado y no con el mercado. Esencialmente desde su univocidad en asuntos valóricos asociados a una ontología religiosa. En un mundo librado a la babelización, el relato conservador se ha ganado una demonología en el lenguaje político de los progresismos. La comunión moral intenta compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y las patologías del liberalismo occidental, cuyo paradero fue el Jueves Negro de 1929. A pesar de esta tremenda lección histórica, a comienzos de los años 80, el trabajo de Mario Góngora denunciaba las crisis de tradiciones cívicas en su célebre Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile (1981). Sin embargo, las implicancias públicas de su obra fueron incapaces de frenar la travesía neoconservadora que Guzmán ya había iniciado.

Hasta aquí, podemos constatar una diferencia conceptual que nos obliga a discernir entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado –expuesta en la conocida obra de Góngora, respecto de las premisas del paradigma managerial–. Si bien es posible trazar una primera “fricción” entre las tesis de Chicago y el discurso conservador, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización.

Si bien la década de los 70’, marca una inflexión colosal en la gramática del mundo conservador, por cuanto la modernización tiene un carácter vinculante con un conjunto de tecnopols, ello viene a representar un potencial riesgo “identitario” y “programático”, por cuanto los partidos de derechas quedan capturados bajo el viraje liberal hacia el paradigma subsidiario. Quizás este momento del conservadurismo, proveniente de ramificaciones más genuinas, se entroncó con los aspectos utilitarios-atomistas más sombríos de la propia modernización –representados crudamente en la figura de los “Chicagos Boys”–.

A partir de lo anterior el discurso neoconservador se consagró a “anudar” dos campos ontológicos que derivan en posiciones antagónicas fusionadas por la vía de la modernización postestatal, contribuyendo a reducir el margen de acciones que anteriormente eran gestionadas desde la autoridad estatal (ideario monacal). De tal suerte, no podemos obrar de soslayo respecto de esta “peculiar” mutación entre mixturas argumentales que obedecen a diversos sistemas de significación y que dieron lugar al tronco liberal-conservador y su actual cisma.

Podemos arriesgar una explicación tentativa para abordar esta paradoja que acompaña el mentado eje liberal-conservador. Existe una abundante literatura que demuestra con rigor inapelable que el inicio de las políticas de externalización, privatización, desindustrialización y transformación del Estado chileno, tienen lugar a partir del año 1976 bajo un expediente antifiscal que buscaba dejar atrás los desbordes inflacionarios del periodo populista. Tenemos la impresión de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de blindar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70 por la Escuela de Chicago; esta vez, liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista y suscriben al principio de subsidiariedad.

Hasta aquí, podemos constatar una diferencia político-conceptual entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado –expuesta en la conocida obra de Mario Góngora– respecto de las premisas del paradigma gestional de los servicios. Por lo tanto, si bien es posible trazar una primera “fricción” entre la Escuela de Chicago y el discurso conservador a fines de los 70, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización –que años más tarde dio lugar a un pastiche neoconservador–.

Esta mutación a procedimientos, axiomas y definiciones técnicas, da cuenta de un pragmatismo que explica algunas de las tensiones coyunturales que actualmente tienen lugar entre conservadores y liberales dentro de la propia Unión Demócrata Independiente y Republicanos. Pero debemos ser claros, a pesar de que su impulso inicial no era una sociedad de mercado, dada su creencia en una Monarquía Divina -por la gracia de Dios- Guzmán giró hacia un “cesarismo liberalizante”.

Por fin, Guzmán Errazuriz, fundó una biblioteca neutralizante y un lenguaje fugaz para la despolitización en tierras post-comunistas. Los "somníferos verbales" del ideólogo se expresaron en contratos de lenguajes con tintes post-monárquicos -en ningún caso republicanos- y una semántica que marcó el tiempo de la post-dictadura. En suma, el negacionismo verbal fue a dar a la biblioteca binominal y tuvo como colofón una intensidad de acuerdos. La erradicación de las disidencias agravó los estados de impunidad y consumó un mapa de subjetividades dóciles. En suma, la prudencia como lo Grottesco absoluto. Entonces, abundan retóricas sin cuestión social -pacificación- para validar la modernización de Pinochet. Un imperio de la risa y el exceso, que justifica una moderación oblicua sin glotonerías ideológicas.

Amén de su inaudita complejidad, poco asimilada por las “izquierdas”, debe ser recordado como el arquitecto de la más radical fusión del “neoliberalismo constitucional” que aún rige nuestros modos de vida.

Mauro Salazar J.
Doctorado en Comunicación-La Sapienza.
Universidad de la Frontera.

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