El término de cultura de cancelación surgió en la última década, para hacer referencia a la acción de “anular” o “bloquear” a personas que emitieron una opinión que se considera repudiable. Los defensores del concepto argumentan que la cancelación alimenta el sesgo de confirmación, provocando que se imponga un pensamiento único, junto con evitar que la persona afectada pueda ejercer una opinión o defensa. Por su parte, los críticos de este afirman que su utilización termina sirviendo para victimizar a personas que reproducen discursos de odio y que poseen una amplia visibilidad social, lo que termina provocando que se confunda la libertad de expresión con el “derecho de ofender”.
La presente columna pretende esbozar una respuesta desde la historia a esta discusión. En este sentido, se debe señalar que la incapacidad de muchas sociedades para hacer frente a los discursos de odio de manera efectiva, junto con la masificación de las redes sociales ha provocado que las personas busquen enfrentar diferentes narrativas discriminatorias a través de estos medios. Esto termina siendo representativo de lo que vivimos como país, puesto que vivimos una lucha por la hegemonía y, por tanto, por el “sentido común”. Muchas veces se nos olvida que nuestra sociedad fue construida en relación a narrativas racistas, machistas y homofóbicas que aún están latentes, lo cual genera conflicto.
Esto para nada está exento de problemas, las redes sociales terminan siendo un espacio en donde operan sesgos cognitivos. En otras palabras, muchas veces en dicho lugar buscamos lo que queremos escuchar y seguimos mayormente a personas que están acorde con nuestro planteamiento ideológico, lo que limita todo debate racional. Asimismo, el malestar que se presentan ante las narrativas racistas, machistas, homofóbicas y xenofobias termina siendo expresado entre individuos, lo que muchas veces desvía la atención de la violencia estructural que ha estado presente históricamente en nuestra sociedad y que es responsable de estos discursos.
A fin de ejemplificar, esta es una sociedad donde la institucionalidad y diferentes medios de comunicación hegemónicos históricamente terminaron construyendo representaciones en torno a las mujeres, los indígenas, los extranjeros, entre otros grupos. Representaciones que en las últimas décadas han sido cuestionadas por múltiples sectores de nuestra sociedad. Entre las expresiones de estos discursos de odio podemos encontrar: la quema de pertenencias de migrantes en Iquique el año 2021, el cuestionamiento académico a Elisa Loncon por su forma de hablar y vestir, el ataque a una marcha feminista el 2018, entre otros. Estos casos desarrollaron un amplio conflicto/debate en redes sociales, dando cuenta de una lucha por el “sentido común” y por estándares éticos de vida que aún no se logran plenamente en nuestra sociedad.
Sin ir muy lejos, en un estudio del año 2021 de la Universidad Alberto Hurtado, la Fundación Interpreta y el Servicio de Jesuitas a Migrantes, analizaron casi medio millón de tweets en torno a migraciones, en donde más de 200.000 fueron categorizados como discriminatorios. El perfil de los autores era de ideología nacionalista, clasista y colonial/racista. Por otro lado, según cifras del INDH de un total de más 2400 encuestados un 78% presenció menosprecio hacia el migrante y un 76% intimidaciones. En esta misma línea, un 23% de los consultados señaló que los chilenos “somos mejores porque migramos menos”.
Todo esto no es nuevo, es producto de procesos históricos que construyeron una identidad nacionalista, la cual propicia la discriminación. Por ejemplo, en Chile se ha construido el mito de la excepcionalidad, el cual posiciona a nuestro país como mejor o superior a las otras naciones del continente por su desarrollo, lo que genera claramente una relación con el otro asimétrica que termina provocando discriminación. Lo mismo sucede con el indígena, la marginación que se ha desarrollado con los pueblos originarios es histórica y hoy se pone en evidencia al debatir sobre los derechos de estos.
En resumen, lo que se denomina socialmente como “cultura de la cancelación”, responde a un proceso social e histórico mucho más complejo. El malestar y rabia ante discursos discriminatorios, termina expresándose en redes sociales, en donde básicamente se realiza una disputa por nuevos sentidos comunes y estándares éticos de vida. Esto muchas veces termina en enfrentamiento entre individuos, no obstante, esto centra el problema en el individuo y no en la violencia estructural latente.
En esta misma línea, los discursos no son “neutros” producen prácticas sociales y claramente debemos preguntarnos cómo la institucionalidad y los medios de comunicación crearon representaciones en torno a diferentes sujetos. Es necesario interrogarse, por ejemplo, ¿Cómo en nuestra educación se plasmaba la mujer, los homosexuales, los afrodescendientes, los pueblos originarios? ¿Se estudianban considerando su marginación histórica y constante discriminación? Esto ha cambiado paulatinamente gracias a múltiples luchas sociales, pero todavía quedan muchas cosas por corregir para que en esta sociedad la definición de dignidad humana se cumpla de manera cabal.
Sebastián Rubio Salazar
Licenciado en Historia de la Universidad Diego Portales