La segunda semana de marzo, se inicia con una conmemoración de carácter internacional que cumple más de un siglo, y que, como todo aquello que se conmemora, tiene una historia.
Este hito civilizatorio tiene, como primer antecedente, un 8 de marzo de 1857.
En aquel aciago día, la memoria del movimiento obrero recuerda la Primera Manifestación Pública de obreras textiles de la industria algodonera de New York, una demanda de justicia social que dejó como trágica evidencia del desprecio de los sectores empresariales que influían en el gobierno, ciento veintinueve mujeres asesinadas.
Siendo los variados sectores inmigrantes, la fuente proveedora de la fuerza laboral peor pagada, las manifestaciones conmemorativas de aquel hecho, así como las iniciativas en pro de mejoras laborales continuaron, impulsadas por movimientos de orientación anarco-sindicalista y socialista que, perseguidas en su Europa original, fructificaron en estas jóvenes repúblicas. Entre estas actividades destacan las de los Woman’s Days, que el 1° de marzo de 1908, desde Chicago, exigían además de una legislación protectora del trabajo en general y regulatoria del trabajo infantil, el reconocimiento constitucional para el sufragio femenino.
En 1909 las obreras de la Compañía de Blusas Triangle, de New York, lograron convocar a una multitudinaria marcha calificada como “la sublevación de las 20.000”, mediante un petitorio que no obtuvo una satisfactoria acogida de parte de las autoridades legislativas, dado que, además de las demandas ya históricas, exigía en particular la prohibición de puertas cerradas durante los turnos de trabajo, salidas de emergencia en caso de siniestros o accidentes y escaleras de seguridad; demandas todas que, además de no ser atendidas, ratificaron de manera trágica su legitimidad, al ocurrir, el 25 de marzo de 1911, el incendio de Triangle, que dejó entre sus escombros a ciento cuarenta y seis obreras calcinadas y numerosas heridas, inmoladas en el incendio de la fábrica estadounidense, ante la imposibilidad de abandonar sus espacios de trabajo. La productividad exigía que el personal de las secciones permaneciera bajo llave durante los turnos.
La sacrificada y heroica lucha sostenida por las trabajadoras norteamericanas en pos de obtener reconocimiento legal a sus legítimas aspiraciones laborales y protección contra tratos discriminatorios en un país de inmigrantes, así como los luctuosos sucesos que jalonaron dicho proceso a lo largo de medio siglo, posibilitaron que una vez expuesta por las delegadas estadounidenses al interior de la Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas de Copenhague, la gran dirigente alemana Clara Zetkin apoyara en 1910, la idea de instaurar el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer, inmortalizando el mismo escenario nacional que veintiún años antes, en el Congreso Fundacional de la Segunda Internacional (1889), diera origen al 1° de mayo como el Día Internacional de los Trabajadores; ambas fechas como un reconocimiento histórico del proletariado mundial a quienes, buscando obtener un reconocimiento legal a sus legítimas aspiraciones laborales y buscando erradicar tratos discriminatorios, iniciaron jornadas huelguísticas en favor del cumplimiento de una ley que, ya aprobada, reducía la jornada laboral a ocho horas diarias, las que culminaron con la ejecución de los mártires de Chicago en 1886; todos sucesos acontecidos en la primera república de la era contemporánea.
Tengamos presente también, que un 23 de febrero de 1917, equivalente en el antiguo calendario ruso al 8 de marzo, una multitudinaria manifestación de mujeres de Petrogrado (hoy San Petersburgo), durante el decurso de la Gran Guerra y aprovechando la conmemoración del séptimo aniversario del día internacional de la Mujer, denunciando las angustias que trajo la guerra imperialista obtuvo, a pocos días de esta convocatoria, la legalización del derecho a sufragio femenino y una prolongación de la masiva movilización popular que llevó a la abdicación del autocrático régimen zarista, iniciándose con “la revolución de febrero” el proceso que culminó en la revolución bolchevique de octubre de 1917.
Mujeres fueron las que, transversalmente a las diferentes clases, sociales se movilizaron desde la liberal Inglaterra, hasta el último confín de la periferia americana, para exigir respeto e igualdad ciudadana, obteniendo no sin persecuciones, mofas y todo tipo de maltratos, el derecho a sufragio y, con ello, la paridad ciudadana.
En Chile, Clotilde Ibaceta, líder y Presidenta de la Federación Cosmopolita de Obreras en Resistencia, fundada en Valparaíso el año 1902, declara en la década de 1920: “Perseguimos que la mujer salga de la esfera estrecha del hogar y que pase a ocupar, mediante su inteligencia, el puesto que verdaderamente le corresponde en la sociedad”. En la década siguiente, Elena Caffarena, destacada dirigente del Movimiento por la emancipación de la mujer chilena MEMCH y líder de las sufragistas, convocará a la primera conmemoración del Día Internacional de la Mujer en 1936.
Desde aquella década de renovación de la política chilena, muchas mujeres dirigentes jalonan la conquista de derechos políticos y económicos, teniendo como pioneras en la ocupación de espacios culturales a Isidora Zegers, patrona de la creación musical chilena en el oligárquico siglo XIX, al igual que la médico Eloísa Díaz, que abrió un espacio no imaginado en el campo de las profesiones universitarias, siendo seguida en ese esfuerzo dignificante por Amanda Labarca y Olga Poblete, o Gabriela Mistral y Gladys Marín en el ámbito educativo. o por Rosita Renard, que abre espacio internacional para futuras generaciones de pianistas; por la gran escultora Rebeca Matte y en pintura, a las hermanas Magdalena y Aurora Mira.
Especial reconocimiento latinoamericano tuvo el impulso educativo llevado adelante por Gabriela Mistral y la recopilación y autorías de Violeta Parra, mujeres que, como Tolstoy, contaron los dolores y sueños de su aldea, de su país y su continente hablándole de ello al mundo.
Son éstos algunos de los nombres que perfumaron un destino compartido, conquistando creativamente un espacio, que como género les era negado. Y es que en nuestra América morena, la rebeldía tempranamente vistió faldas: con Micaela Bastidas, animando la rebelión comunera de Nueva Granada en 1781, y treinta años después con Juana Azurduy –“flor del Alto Perú”–, la gloriosa coronela de la guerra gaucha en los albores de la independencia continental; aportando al proceso libertario tan como hicieran Manuelita Sáenz, la compañera de Bolívar, o nuestra Javiera Carrera: integrantes de esta luminosa e interminable marcha que se prolonga hasta nuestros días en la figura de Rigoberta Menchú, la maya quiché guatemalteca, sobreviviente de una familia de dirigentes campesinos asesinados y que, a los veinte años de edad aprendió el idioma del opresor para denunciar el genocidio de los desheredados, hasta ser galardonada con el Nobel de la Paz en 1992, y con el premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional en 1998. Larga resulta entonces, esta ininterrumpida y compartida resistencia contra los abusos, representada en nuestro país en las personas de Ana González, Sola Sierra, Carmen Gloria Quintana durante la dictadura, o recientemente por nuestra Fabiola Campillay, víctima de la represión del sistema empleando al lumpen uniformado; mujeres aguerridas y generosas; todas protagonizando la larga marcha de la humanidad hacia un anhelado derecho a la felicidad.
Fue Rosa Luxemburgo, la más brillante intelectual del mundo revolucionario internacional de comienzos del siglo XX, la “rosa roja, sangre obrera rendida en holocausto al triunfo de los parias”, víctima del militarismo oligárquico y de la traición socialdemócrata, que ofreciendo su vida al servicio de la liberación de los trabajadores, nos enseñó además, que la venganza es un placer mezquino que dura poco, al revés de la generosidad, que es un sentimiento que puede darnos una satisfacción eterna, parecida a la felicidad.