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Iglesias en ruina. Duelo y creación. Por Francisca Márquez

Entre noviembre del 2019 y el octubre del 2020, a un año del estallido social ocurrido en Chile, dos iglesias del centro histórico de Santiago fueron incendiadas: Iglesia de La Veracruz (1852, 1857,) e Iglesia de San Francisco de Borja (1960, 1969). A cinco años de estos hechos, ambas iglesias guardan aun los rastros del fuego sobre su fachada, sus muros y techos. Sin embargo, lentamente, ellas comienzan a ser re-ocupadas, re- pensadas y re-imaginadas.

Mientras en la Iglesia de La Veracruz, su párroco Osvaldo Fernández de Castro, abre las puertas para que allí se realicen actividades culturales y artísticas; en la ex iglesia San Francisco de Borja, la XXIII Bienal de Arquitectura se instala en su interior para preguntarse ¿cómo la arquitectura puede (re)programar lo existente, activar nuevos usos y proyectar futuros posibles a partir de las huellas que conforman nuestra ciudad? A partir de estos ejercicios de reocupar y repensar ambas ruinas, quisiera sumar a este debate algunos ejes conceptuales. Ruina como dispositivo de memoria y conflicto: Quiero partir recordando que, en Latinoamérica, la ruina como amalgama de materialidades derruidas y de formas ambivalentes, se ubica en el principio y en el centro de nues¬tra historia.

Nuestras ruinas no son las ruinas del romanticismo europeo, ellas son la expresión material de complejos y a veces violentos hechos sociales que se encuban al interior de nuestra historia política. De allí que más que asimilar la ruina al patrimonio único y monumental, o al fetiche del romanticismo, nuestras ruinas se constituyan como expresiones residuales de la siempre conflictiva historia social. En nuestras ciudades latinoamericanas, las arquitecturas derruidas, más que ruinas, son materialidades fisuradas, fragmentadas que operan y exigen ser leídas como expresión y metáfora de la fractura social que caracteriza nuestra historia latinoamericana, colonial y desigual. Así lo recordaba José Martí en “Ruinas indias”, en 1889, para recordarnos que nuestras ciudades hispanas nacen y se hacen desde la ruina y destrucción. En Latinoamérica, la ruina no es un mero vestigio arqueológico, es un fenómeno cargado de memoria, conflicto e historicidad, que opera como un palimpsesto a lo largo del tiempo. Así ocurrirá también a lo largo del siglo XX, tiempo de grandes proyectos de desarrollo, de explotación y extactivismo, de urbanización e industrialización fallida, y donde las ruinas no cesarán de propagarse por nuestro territorio. Las ruinas modernas y latinoamericanas operan como testigos dolientes de la vertiginosidad y violencia del desarrollo y la desigualdad social que se impuso e impone en nuestras ciudades y campos.

Obsolescencia y ruinación: Lo interesante, para avanzar en algunas claves de respuesta a la pregunta que nos convoca, es que, en Latinoamérica, estos edificios fracturados difícilmente se rinden frente a la obsolescencia. Basta ver lo que sucede en estas iglesias quemadas, porque ellas, como muchas otras ruinas urbanas y rurales, “todavía se usan” (Opazo, Errázuriz y Greene, 2023). Si comprendemos la obsolescencia como un proceso de transformación de valor, habría que decir que ello no implica necesariamente un colapso definitivo de la materialidad y sus sentidos. Algo puede “dejar de ser lo que era” sin perder toda su valía, adquiriendo un aura y un valor nuevo.

Más aún, el peligro para nuestras ruinas no reside tanto en la obsolescencia, sino en la tentación de ser clausuradas en una noción de totalidad – monumental, patrimonial –. Y con ello, borrar esas incómodas fisuras, donde reside su potencial de resignificación, ese interregno productivo y creativo. La ruina, señala Tim Edensor (2005), no es simplemente un residuo del pasado, sino una forma de presencia activa, de agencia material que irrumpe en la cotidianeidad de la ciudad desajustando sus lógicas y sus estéticas. Como si las paredes fisuradas, descascaradas y ennegrecidas hubiesen liberado su inmanencia creativa y sacra provocando la imposibilidad de la lectura única y excluyente para crear una nueva atmósfera que nos interroga a todos y todas, creyentes y no creyentes. Es aquí donde reside el inconmensurable poder de estos templos situados en el centro histórico de la ciudad de Santiago. Es en este espacio o este interregno de suspensión donde radica el potencial de dar nuevos usos o significados a lo existente. Cuidar estas ruinas equivale a honrar el pasado sin clausurarlo; pero también, cuidar que la obsolescencia de la materia termine por ser una obsolescencia de la memoria y las voces disonantes.

Duelo y dilemas de la patrimonialización: La historia de las ruinas recientes de nuestras ciudades en América Latina nos enseñan que el daño irradia un dolor, una pérdida, pero también abre camino a un duelo que reconoce la tensión colectiva por lo perdido. Tal como advierte Sara Ahmed (2012), el propósito del duelo no es soltar sino “negociar el significado de la pérdida” con el tiempo. En la ciudad, esto implica decidir si dejamos vivir la memoria en las ruinas o en cambio las transformamos en ruinas limpias, estériles. De allí que los procesos de patrimonialización debiesen ser siempre ejercicios críticos. La conversión de una ruina en patrimonio o monumento oficial puede pacificar o estetizar el dolor, sustituyendo así el “valor de culto” por un “valor de exhibición” y atracción turística. Es el riesgo de la “fetichización sin aura” que subraya la belleza fragmentaria, pero oculta el sufrimiento y las contradicciones que generaron esos fragmentos. El dilema que instala entonces toda decisión de patrimonialización es ético: ¿Deberíamos proteger la ruina como testigo abierto del pasado? ¿O tal vez restaurarla para eliminar la afrenta visual? En Latinoamérica abundan los debates públicos donde algunos defienden la “memoria activa” de la ruina, mantener intactos los daños, como forma de justicia histórica; mientras otros abogan por reconstrucciones simbólicas, a veces rayando en el falso histórico. Estas opciones definen cómo la sociedad enfrenta su propio trauma y lo integra a los procesos de duelo histórico.

Las ruinas testifican y revelan historias de violencia y trauma. Son vestigios fantasmagóricos que denuncian conflictos no resueltos, dictaduras, revoluciones, protestas. Y entonces, ¿Borrar o recordar? Mientras que algunas ciudades, optan por exhibir su herida histórica, otras buscan la amnesia. La pregunta sigue abierta: ¿esconde o revela nuestras memorias y nuestros traumas el modo en que tratemos esas huellas? Ejemplos paradigmáticos son las ruinas de La Iglesia de la Veracruz, la Iglesia San Francisco de Borja. Cada una de ellas nos confronta con un pasado doloroso que sigue marcando el presente; el desafío es como transformarlas en dispositivos para conjurar ese pasado de conflicto reciente.

Reprogramación arquitectónica y agencia colectiva. (Re)programar lo existente frente a la destrucción, es de alguna manera imaginar nuevos usos en las ruinas. La arquitectura puede activar futuros posibles a partir del diálogo con la grieta abierta en la ciudad. De allí la relevancia de las iniciativas vecinales y artísticas que son los llamados a crear derivas en esta re-programación. José Argüedas se refería al “trapero” urbano como aquella figura que hurgando entre los escombros descubre los valores ocultos. Tal como hacen historiadores, artistas, etnógrafos, arquitectos y vecinos sumidos en esta tarea de escarbar en los escombros para reconstruir estas capas o estratigrafías de memoria como un eco y un vínculo social. Así vimos que hoy ocurre en barrios obreros de la ciudad de Quito, Bogotá o Ciudad de México, donde grupos vecinos reinterpretan plazas y paredes derruidas, recuperan huellas de un pasado silenciado y las integran en proyectos colectivos y urbanos. Es allí donde reside la potencial social de estos actos de reprogramación y reactivación que entregan significado nuevo al espacio: una iglesia destruida puede devenir centro cultural, una sala de conciertos, un sitio de memoria comunitaria, un espacio de reflexión y oración, un lugar de encuentro y creación. En este proceso las ruinas dejan de ser escombros inertes y se convierten en núcleos de agencia política y social. Cuidar las ruinas es entonces honrar el pasado sin clausurarlo. La arquitectura crítica se vuelve así catalizadora de acción ciudadana.

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Iglesia San Francisco de Borja. Pabellón sede de la XXIII Bienal de Arquitectura, Santiago, 2025. Fotografía de Jerónimo De Munter Coppia

La poética de la ruina. Finalmente, una lección importante refiere a la potencia de la belleza fragmentaria en estos procesos de reprogramación e imaginación. Junto a la historia social y sacra, en la ruina coexiste una dimensión estética y poética. En palabras de George Simmel (1902), en la estratigrafía y el fragmento emerge un paisaje “singular, único”. Sus paredes resquebrajadas, en tiempos de incertidumbres y desdibujamiento de las certezas, puede ser un umbral a la imaginación y a las narrativas disruptivas, a las que debemos aprender a perderle el miedo. Poéticamente, desde la penumbra, la ruina interrumpe e ilumina historias oficiales y sacras. Pero no solo confronta la forma establecida, sino que la completa con nuevas narrativas e imaginarios. Las ruinas de estas iglesias se nos ofrecen entonces como un interregno donde lo posible toma su lugar. Y es que la "penumbra", nos advierte la filósofa María Zambrano, no es simplemente oscuridad, sino un espacio necesario para la revelación y la comprensión. La penumbra, como zona intermedia entre la luz y la oscuridad, es el lugar donde la razón poética puede operar, permitiendo una conversación profunda entre la realidad y uno mismo. La suerte que corran las ruinas dependerá de nuestra capacidad de comprender su lenguaje. La propuesta es entonces, a acoger ese tiempo y esas fisuras que nos develan las ruinas, para sentirnos partícipes de la ciudad que aún estamos por construir.

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Iglesia de la Veracruz, “Palio. Sitio Específico” de la artista Victoria Jolly, 2025.

Fotografía de Benjamín Santander, 2025.

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