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Imagina un mundo educativo sin SIMCE. Por Humberto Palma Orellana

En su arte, el escritor semeja a un escultor de las palabras: quita lo que sobra, una y otra vez, hasta que emerge la belleza diáfana y rutilante de la obra terminada. De manera análoga, y gracias a la pandemia, la Educación tiene hoy la oportunidad de redescubrirse como el arte que es. En otras palabras, la posibilidad de quitar de sí misma todo aquello que pervierte su imagen y deforma su naturaleza simbólica. Por primera vez en muchos años, haremos la experiencia de transitar el territorio educativo sin la obligatoriedad del SIMCE. Atrévete a soñar esa Educación, hasta ahora prohibida por el «dataísmo» y la ideología de la mejora (productiva) continua.

A causa de la categorización de escuelas y liceos, y de los incentivos asociados a los resultados obtenidos, el SIMCE nos obliga a producir, a compararnos y a competir. Nada más lejos y perverso del objetivo de una evaluación. La Agencia de la calidad lo sabe muy bien, y así fue refrendado en el actual Decreto de evaluación Nº67. Por eso publicita el lado bondadoso de la evaluación estandarizada, que es levantar información para la toma de decisiones en las políticas públicas. Sin embargo, ni ella, ni el Ministerio, se hacen cargo de las consecuencias negativas que denuncian distintos investigadores y líderes educativos. Al contrario, mantienen incólume la relación causa efecto con los resultados obtenidos en la medición. Los efectos son premios (incentivos económicos por la vía de bonos de «excelencia académica», y publicidad gratuita asociada a reconocimiento social) o castigos (negación de los bonos, amenaza de cierre y el estigma social de «escuela mala»).

De esta forma, solo en apariencia inocente y sutil, el SIMCE provoca que la escuela pierda su naturaleza simbólica, es decir, aquella riqueza de encontrarnos para aprender juntos de manera lúdica, en espacios comunitarios donde tiene lugar la sorpresa, el ensayo, el error. Dicho de otro modo, se le niega su belleza ritual, porque no hay tiempo para ello: debemos producir aprendizajes y capital humano. Parafraseando a Byung-Chul Han en su último ensayo (La desaparición de los rituales. Herder: 2020), diremos que la escuela se ha convertido en una empresa que no necesita rituales, pues el trabajo y la producción no se avienen con ellos, y donde se los introduce resultan meramente decorativos y decadentes. «No son más que una nueva ocasión para hacerse selfies o para ver confirmado el propio rendimiento».

El culto a los datos, a las mediciones predictivas y a la ostentación de rankings, convierte al SIMCE en un instrumento que deshumaniza la Educación, y hace de ella algo narcisista y pornográfico: importa mostrarse cada uno, exhibir logros en un bucle publicitario sin fin, como si fuese carnada para eventuales clientes. Así, las escuelas y liceos, privados o públicos, ya no son comunidades en donde el ocio se pone al servicio del aprendizaje, sino sistemas productivos al servicio del poder.

Imagina un mundo educativo sin SIMCE, imagina la Educación como una obra de arte que urge por ver la luz. Esa belleza hoy está prohibida, deformada. Y sin embargo, late en medio la pandemia

Humberto Palma Orellana. Presidente de Fide Sexta Región

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