La idea de plasticidad desarrollada por la filósofa francesa Catherine Malabou, a modo muy general, apunta a que la plasticidad misma es lo sin forma determinada pero que, no obstante, puede tomar cualquiera, en la medida que resignifica sin patrón, sin canon, sin ser nunca un estado definitivo de las cosas. Como lo escribe la misma filósofa: “La plasticidad designa la capacidad de recibir como de dar la forma” (Malabou, 2014).
Y en esta línea es posible, se piensa, intentar una explicación del porqué del triunfo tan contundente y excepcional de Jannette Jara en las primarias oficialistas; excepcional en el entendido que hablamos de una candidata comunista que en el mismo momento en que se invoca esta palabra –“comunista”– se abren las compuertas para que se liberan todos los demonios de la historia flameando banderas y enarbolando discursos de destrucción masiva, caos, represión, muerte, hambrunas, persecuciones y policías secretas, en fin. Un sinnúmero de escenas, coreografías y relatos que transforman al comunismo en el anticristo, el verdugo trascendental del liberalismo occidental.
Es cierto que el nombre o la palabra recuerda sin vacilar a psicópatas históricos, algunos vivos, pero que están muy lejos –la verdad es que nunca estuvieron cerca– de la ruptura del tiempo hegemónico por el que se deslizaban las condiciones de explotación sin límites evidenciadas por Marx, así como de los principios de igualdad y emancipación que estaban a la base de su pensamiento.
Pero Jannette no es Stalin, ni Mao, ni Kim Jong-un; menos la caricatura chavista de baja resolución, autoritaria y despótica de Maduro. Ella es, justo, una figura política de alta intensidad que ha sabido ser “plástica” en el sentido que Malabou le da a esta idea, es decir, vaciar al comunismo chileno (que pese a sus errores históricos de apoyo a criminales, hasta donde yo sé, vivido y leído, jamás ha perpetrado ningún genocidio o masacre, por el contrario, las/os masacrados han sido ellas/os) de su rigidez, por lo general vertical y patriarcal –es un partido extendidamente jerárquico que ha exigido, hasta ahora, un respeto religioso por su burocracia y por los preceptos inalterables de su politburó– y abrirlo hacia nuevas figuraciones que permitan avizorar la esperanza, que no es lejana ni cercana, sino solo eso, espera; la esperanza no se mueve en el plano de lo posible, sino de la extensión de horizontes que podrán o no ser realizables.
Esperanza entonces, Jannette, ella, la que “viene a ofrecer su corazón de mujer” como lo dijo de manera conmovedora en su discurso, de que se podrá derrotar a la derecha fascista en cualquiera de sus manifestaciones.
Y este es igualmente un punto. Se nos ha hecho creer y ha sido abundante la retórica venida de todas las latitudes de que en Chile hay un plural: “derechas”, ahí donde lo que representa Matthei y Kast, en el origen o en su ethos más elemental si se quiere, es una suerte de esencia compartida por su adoración más o menos solapada al pinochetismo; y esta última palabra no implica en anda a la derecha como jugador del naipe democrático, sino que la lanza de inmediato al margen de lo irrepresentable y la impugna como una prédica que adhiere a la barbarie. Incluso ahí donde Kast ha callado (obviamente por estrategia, él es un desenfadado militante de la dictadura que ha sabido morderse la lengua para avanzar en la secuela electoral), Matthei por su parte no ha podido contener su pulsión militarista y ha legitimado crímenes atribuyéndoles validez según sea el tramo histórico en que se llevaron a cabo.
En este caso, en este Chile, no hay plurales, hay un gran singular represivo, racista, misógino y supremacista; el imaginario pluralista que se nos ha pretendido inseminar no es tal, no es, no va, solo existe su singular: “Derecha”. Y esta no es siquiera “cavernaria”, por parafrasear a un premio nobel recientemente fallecido, sino destituyente de todo rastro o raspado de solidaridad y colectividad que pueda quedar en este país tan irremediablemente trizado por la espuela neoliberal.
Y esto no es solo con Kast y Matthei, nada más recordar que en las últimas elecciones presidenciales de diciembre de 2021, la tan mentada nueva derecha de Evópolis (ese bizarro grupúsculo de jóvenes liberales con “nuevas ideas” que pretendían alejarse de Pinochet y su círculo civil proclive) en su papiro declarativo hiper liberal y lejano a toda forma de exclusión, no tardó un segundo en cuadrarse con Kast y su programa que de plano apuntaba a borrar cualquier forma de alteridad o diferencia, reivindicando el racismo, la postergación de la mujer, el paradigma securitario a lo Bukele o el autoritarismo a ultranza de Trump, en fin.
Es cierto que el padrón de ayer fue muy bajo y no llegó al millón 400 mil votos (aunque aun así Jannette sacó 150 mil más que Jadue en la primarias de 2021). También es cierto que por primera vez una mujer comunista liderará una coalición de centro-izquierda –veremos en lo que viene qué quiere decir esto–, y que “el comunismo” como “el” partido quedará subordinado al no menos morboso número de negociaciones y transas que deberá soportar si quiere que su candidata tenga una posibilidad; y es triste, pero también verdad, que ganarle a la derecha parece al día de hoy una misión más que imposible.
Sin embargo, esto es justo lo que Jannette en su simpleza y extraordinaria habilidad política habilita y deja traslucir: la posibilidad de lo imposible. El significante ya lo invirtió en el momento justo en que le gana al elitismo concertacionista y a la tribu urbana del Verbo divino con vocación por “los pobres” que, aunque tragándose a la fuerza el amargo licor de tener que apoyar a quien denostó por origen y por militancia, no le quedará otra (aunque habrá fugaz considerables, seguro) que dar y testimoniar lo último que le va quedando: la palabra.
Lo increíble, es que en este lapso histórico el momento le indica a la candidata que es “su” momento; que va de ella, Jannette, en toda su figura y potencia de mujer comunista, poniendo el rostro y el pecho a una batalla que se viene feroz. El enemigo es, y esto no es metafórico, persecutorio y mortal. El anticomunismo se volverá delirante y entrará en éxtasis no solamente enarbolado por la derecha, sino que también por la DC –partido que al comunismo le ha tenido tirria histórica y cada vez que ha tenido que colisionar con él lo ha hecho obligado por una contingencia de extrema instrumentalidad– y el “landerretechismo”, que representa desde el “socialismo” una bala pasada, ya anunciada como amenaza, a una potencial candidatura comunista. Con todo, Jannette Jara, la candidata “plástica” en el mejor de los sentidos de la palabra, es un fantasma intenso, llano y hábil que fue liberado por las fuerzas imponderables de la contingencia y lo aleatorio de la historia. Ella vació y llenó de imaginario a un nuevo tramo de la política chilena que verá ahora, y en el tráfago siempre inclemente de los navajazos que vendrán de todos los puntos cardinales, una espera-esperanza-pura que es todo lo que tenemos (y esto es mucho, ella es mucho), para ponerle freno al fascismo que viene con la hoja afilada y la pulsión pinochetista recargada. Habrá más que decir, claro, pero esta es una saga; una que comienza con el incalculable acontecimiento de una mujer que no debe abandonar su partido, sino, de nuevo, desplazarlo al devenir de la plasticidad; hacerlo hablar y estetizarse de otra forma, dar paso a lo nuevo y asumir su vaciamiento porque la plasticidad es inevitable, una suerte de motor de la historia que no requiere necesariamente de revueltas o revoluciones, sino que resiste desde la intimidad de las estructuras dominantes.
Ahora yo, ciudadano, estoy seguro de que ella, Jannette, tiene la fuerza para hacerlo, ya lo hizo de algún modo, ya ganó porque vació y dio forma a un nuevo contexto en lo político. Pero cuidado con las traiciones que no son nunca desvíos normativos en política, sino la norma misma.
No es un rojo amanecer, esto hay que superarlo, es un caleidoscopio que nos activa, otra vez, de cara a sueños rotos y revueltas capturadas por restauraciones del folclore oligárquico típico. Quizás se trate de otro sueño etéreo y de una batalla perdida de antemano pero qué más da, siempre han sido los sueños y epopeyas sin destino las que han hecho de este país imposible un umbral para la espera en la esperanza.