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Jeannette Jara: una fisura posible en la repetición. Por Gonzalo Núñez Erices

Hasta el contundente triunfo de Jeannette Jara en la primaria del oficialismo, la carrera presidencial en Chile parecía dominada por una suerte de inercia: un desplazamiento sin resistencia hacia el arribo en la Moneda de una ultraderecha que no solo se ha fortalecido con el tiempo, sino que sigue eclipsando la posibilidad de una derecha liberal comprometida con la democracia.

Las candidaturas de Kast, Kaiser y Matthei ―la imparable triada germánica― aprovechaban la trayectoria de un péndulo cultural y político inclinado hacia una cierta “derechización” de la sociedad chilena después del fracaso del doble proceso constitucional. Sus discursos enfocados fundamentalmente en las crisis de seguridad, inmigración y economía lograron capturar una empatía social que han encausado hacia una instalación exitosa de sus ideales y proyectos políticos, los que, por lo demás, se enmarcan en un reposicionamiento mundial de liderazgos de extrema derecha. Con la negativa de Michelle Bachelet a participar en la elección presidencial, habría que agregar una pobreza de figuras competitivas en el oficialismo; o bien, una incapacidad para levantar candidaturas capaces de estimular el ánimo ciudadano y, sobre todo, de desafiar la energía ideológica dominante sin terminar, al mismo tiempo, cediendo a la efectividad de tales consignas.

La escena política y mediática se encontraba en una constante repetición. Las ideas de ultraderecha, cada vez más encapsuladas en el imaginario social del país, componían ―y continúan haciéndolo― un tipo de subjetividad que no cesa de retornar sobre sí misma. Un bucle discursivo articulado en diversos ejes ya conocidos: la exaltación del nacionalismo frente a la amenaza del inmigrante; la polarización de las posiciones entre un “nosotros” (los defensores de la patria) y un “ellos” (los traidores a la patria); la admiración excesiva por el orden, la fuerza y o figuras autoritarias frente a las crisis sociales y políticas; el diseño de arengas populistas que buscan la desintegración de las instituciones democráticas percibidas como débiles o incapaces; la agudización de los discursos de odio contra minorías y diversidades; el uso sistemático de la posverdad para diseminar información falsa o engañosa. En definitiva, la repetición viralizada de una identidad construida a partir de una alteridad cuya única función es la activación de una necesidad primitiva de protección y autoidentificación frente a un peligro siempre inminente.

Ahora bien, la emergencia de Jeannette Jara en la palestra política, ¿cambia en algo el estado actual de repetición de las cosas? No. Incluso aunque ella lograra ser electa como presidenta de Chile, su eventual triunfo no modificaría un proceso todavía más profundo: el hecho de que la progresiva instauración de discursos de ultraderecha―y con el apellido libertario en las últimas décadas―no responde a una coyuntura local, sino que constituye la definición cultural de una época. Por consiguiente, la irrupción de Jara no resulta interesante porque sea capaz―y, menos aún, tenga la obligación―de revertir la inercia de un momento histórico que no encuentra una resistencia clara que pueda hasta ahora alterar significativamente su avance cultural. Más bien, lo realmente atractivo de su candidatura es la posibilidad de fisurar la repetición y la sensación de inercia; es decir, crear una inesperada discontinuidad que pueda generar un acontecimiento no solo en el orden social y político de una carrera presidencial, sino, sobre todo, en su orden simbólico y emocional.

Desde esta perspectiva, ni Gonzalo Winter ni Carolina Tohá tenían la energía suficiente para abrir la posibilidad de una fisura. En el caso del candidato del Frente Amplio, su llegada desde la Cámara de Diputados no fue más que la urgencia de llenar un vacío ante a la dificultad del partido del Presidente Boric para instalar figuras competitivas desde sus propias filas. En el caso de la candidata del Socialismo Democrático ―quien, por sentido común, parecía ser la opción más competitiva frente a la ultraderecha― no solo no logró desvincularse de las trabas de una cartera en el gobierno responsable de la seguridad del país, sino que su propio discurso cayó rápidamente en la tentación de adherirse a la repetición de la monserga del anticomunismo en Chile.

Para las diversas sensibilidades progresistas―pero también para quienes, sin tener una identificación con ese mundo, visualizan el peligro de un gobierno de ultraderecha―la arremetida de Jara y su capacidad competitiva en una presidencial no deja de ser una incógnita. No cabe duda de que su capacidad, demostrada en el Ministerio del Trabajo, para construir acuerdos sobre proyectos emblemáticos para el gobierno jugó un rol relevante en su posicionamiento como candidata. No obstante, también es evidente que esto por sí solo es insuficiente para desafiar la inercia antes dicha. Que Jeannette Jara pueda convertirse en un acontecimiento que fisure la repetición se fragua en que ella no solo es una mujer profesional e intelectualmente muy preparada, sino que es dueña de una biografía honesta y una personalidad espontánea que puede conectar y hacer sentido en gran parte del pueblo chileno. Cualidades que en el presente pueden definir el rumbo de las democracias sin previo aviso.

Si bien la lógica dictaba que―frente al evidente imaginario del anticomunismo en el país―la candidata Tohá parecía ser la más adecuada para convocar mayorías más amplias apelando al peligro de la ultraderecha, lo cierto es que esa opción solo reafirmaba una apuesta destinada al fracaso. De hecho, en las encuestas previas al resultado de las primarias, los tres candidatos oficialistas perdían en todos los escenarios posibles frente a la (ultra)derecha: la inercia de la repetición continuaba, por tanto, sin perturbación alguna. En este sentido, Jara está lejos de asegurar, en la situación actual, una victoria presidencial; por el contrario, lo más probable es que efectivamente pierda ya sea contra Kast o Matthei tal como cualquiera de sus contendores en las primarias.

Sin embargo, lo que hace de Jara un acontecimiento electoral es que introduce un elemento de impredecibilidad que ni Winter ni Tohá traen consigo. La candidata del Partido Comunista de Chile ―a pesar de esa carga espectral―. tiene una posibilidad de crecimiento popular difícil de pronosticar. No solo hacia la enorme masa de electores aun indecisos, sino que es capaz de llegar―en el marco de una votación obligatoria―a ese elector transversal que estaría incluso inclinado―mas no sobreideologizado―a votar por el propio Kast o Matthei. La impredecibilidad de Jara reside en que la construcción de su figura política consigue disputar un espacio de afectividad de un electorado que parecía hasta ahora solo disponer de la repetición discursiva de ultraderecha.

En el marco de las democracias occidentales contemporáneas, la política ha dejado de ser la antigua confrontación dialéctica de ideas para transformarse en una competencia performativa por el control de las emociones que movilizan a las personas. Actualmente, resulta indudable que el miedo es la emoción más efectiva para agitar y convocar la voluntad colectiva. Con el miedo no solo se remueven otras afecciones como el odio, el orgullo, la ofuscación o el resentimiento, sino que primordialmente un sentido de supervivencia de una identidad común frente a la posibilidad de su extinción. Las emociones no deben ser moralizadas; no son buenas ni malas, correctas o incorrectas. Lo que podamos juzgar, sin embargo, es la instrumentalización del otro a través de ellas― espacio donde se juega gran parte de la política de hoy.

Jara tiene que lidiar con el miedo al comunismo cuya historia en Chile, representada en su Partido, refleja un compromiso permanente con la institucionalidad y la democracia que la derecha chilena tradicional no podría exhibir. No obstante, su candidatura también debe gestionar el miedo ante la amenaza de una ultraderecha cuyas ideas están lejos de ser un fantasma invisible que recorre el mundo. Quizás la ventaja que Jeannette Jara puede simbólicamente materializar―frente a las limitaciones de la ultraderecha―no es solo una manera diferente de administrar la emoción del miedo, sino la expectación que ella misma ha despertado.

La expectativa es el puente hacia otra emoción que también resulta efectiva en la política: la esperanza. No deberíamos entender el miedo y la esperanza como afecciones opuestas entre sí. Por el contrario, ambas son anticipadores de algo que no ocurre o estaría por ocurrir; pues, solo tenemos miedo de algo o esperamos algo cuando aquello todavía no es. Con una sociedad chilena que no ha resuelto aun sus propias contradicciones, derrotas e injusticias, aquí se abre una posibilidad de fisura dentro de la repetición que puede estimular lo inesperado como una forma paradójica de esperanza que se complementa al miedo como el tono afectivo del mundo contemporáneo. Lo novedoso de Jeannette Jara no es esperanzador solo por ser una primicia mediática. Tampoco la esperanza en sí misma representa una fuerza emocional más eficiente o apropiada que el miedo, ya que ambos convergen hacia un futuro latente. Por consiguiente, su novedad está en que su interrupción ha generado una energía emocional que se escapa de lo que efectivamente ocurre y se extiende a lo que podría ocurrir: una ruptura en la repetición con la posibilidad de transformarse en un acontecimiento o simplemente en nada.

Gonzalo Núñez Erices
Académico Departamento de Filosofía
Universidad Católica del Maule

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