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Jorge Majfud: Un laberinto llamado América Latina. Por Carlos Manuel Salomón

En 2017 la editorial británica Routledge, especializada en temas académicos, publicará el libro The Routledge History of Latin American Culture editado por el activista y profesor latinoamericanista de la Universidad Estatal de California Dr. Carlos Salomón.

El libro cubre temas fundamentales en la exploración de un conocimiento profundo de la realidad latinoamericana que van desde los lejanos momentos en que dos formas de ver y entender el mundo se encuentran y colapsan a principios del siglo XVI hasta la problemática de las últimas olas migratorias y sus consecuentes reacciones pasando por la formación de las clases sociales en la colonia, los conflictos raciales, de género, sus expresiones artísticas, culturales y políticas. Diversos especialistas de diferentes procedencias analizan y reflexionan sobre una de las realidades más heterogéneas, complejas y contradictorias del mundo: América Latina a través de su historia, de su conciencia y de su inconsciente colectivo, a través de las diferentes regiones geográficas y simbólicas, en relación con el otro y consigo misma.

Como forma de reflexiones finales, el profesor Salomón conversa con uno de sus autores, Jorge Majfud, acerca de las percepciones y problemáticas de la identidad latinoamericana en las Américas.

CS: Emigrar, aprender otras costumbres y otra lengua, cambia muchas cosas. ¿Ha cambiado su comprensión de América Latina desde su traslado a los Estados Unidos?

JM: Para comenzar habría que considerar una dimensión existencial que normalmente omitimos al responder este tipo de preguntas: yo ya no soy exactamente el mismo, soy doce años más viejo y casi todo se ve distinto desde esta altura de los cuarenta y siete. También eso que imprecisamente llamamos América Latina ha cambiado, casi tanto como el resto del mundo. Luego sí podemos reflexionar sobre la dinámica cultural. Ver la cultura propia desde la inmersión de otra ajena es siempre revelador. Uno tiene con qué comparar y contrastar la visión interior y la exterior. Lo mismo ocurre con el lenguaje: a medida que aprendemos una segunda lengua nos volvemos más conscientes de la naturaleza de la primera. América Latina es una región vasta y extremadamente diversa, por lo cual hablar de “nuestra cultura” es producto de otra trampa del lenguaje: probablemente un mexicano de Chihuahua y otro de Arizona o de California tienen más en común que cualquiera de esos dos grupos y un argentino, por ejemplo. Pero a las culturas latinoamericanas nos une el idioma, la conciencia de la existencia del otro y la forma cómo el Gran Hermano del norte nos ha tratado en más de un siglo. Es su mirada y, a veces, es la intimidación de su musculatura lo que ha formado parte de nuestra identidad común. Por ejemplo, la idea del otro, la negación de la hispanidad dentro de las propias fronteras de Estados Unidos y la clasificación étnica, típica de este país, que todavía define odios y elecciones. Cuando venía en el avión en el año 2003 me dieron un formulario donde, entre otros datos, se debía marcar “raza”. Me pareció algo muy exótico y escribí arriba: “no race”. Nunca me sentí ni latino ni hispano hasta vivir unos años aquí. Esa clasificación, de hecho, es un invento estadounidense, el cual ahora se ha transformado en una bandera de reivindicación, porque nosotros (los otros) hemos entrado en un juego que no inventamos y hemos aprendido a jugar para no sufrir las consecuencias de la derrota absoluta.

CS: Ha sido una historia compleja, marcada por conflictos reales y simbólicos.

JM: Si. Desde un punto de vista académico, es imposible profundizar en la historia de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina sin encontrarse con una larga lista de crímenes presentados como salvaciones, de dictaduras en nombre de la libertad y la democracia. Tal vez esas cosas marcan tanto o más que una guerra, porque se trata de una lucha por el rescate de verdad secuestrada, más allá del mero triunfo de la fuerza bruta. Afortunadamente la arrogancia y desdén con la que se ha mirado a América Latina desde el norte (basada en la ignorancia de los crímenes propios como intervenciones, complots, imposición de sangrientas dictaduras a lo largo del subcontinente, etc.) ha sido limitada y mitigada por los mejores estadounidenses, que tampoco han sido pocos, gente con un gran coraje intelectual que no se ha dejado amedrentar por la propaganda ni las reacciones tribales de sus propios pueblos. Por supuesto que nuestros pueblos también tienen muchos pecados que confesar. Nuestros pecados han sido siempre fratricidas, abusos ilimitados de las tradicionales clases gobernantes, de los propietarios de esos países, sobre millones de despojados o marginados, sin tierra, sin capitales, sin educación y sin derechos. Las dictaduras (el terno Plan B de las democracias oligárquicas) violaron, torturaron y asesinaron en masa a sus propios pueblos. Ninguno de esos pecados consistió en invadir con tanques, barcos de guerra, propaganda para destruir gobiernos e imponer otros en Estados Unidos o en algún país Europeo, africano, asiático o lo que sea.

CS: ¿Qué ha cambiado de todo eso?

JM: Hoy América Latina no es aquella región del realismo mágico poblada de dictadores guardianes del sistema de monocultivos. Pero todavía vive sus propios conflictos, como la vieja tendencia de sus gobernantes a perpetuarse en el poder. La corrupción latinoamericana sirvió a todos, en diferentes proporciones: sirvió a las potencias mundiales para explotar sus recursos con mano de obra barata; sirvió a las oligarquías criollas para enriquecerse con la sangre de la chusma y del indiaje; y sirvió a los más pobres para sobrevivir. Todavía existe mucho de eso, sobre todo en grandes países como Argentina, México y Brasil y unos cuantos pequeños como en América Central.

CS: ¿Es la corrupción un problema típicamente latinoamericano?

JM: En su forma sí. En Estados Unidos la corrupción es diferente. Normalmente es legal, como cuando poderosos lobbies presionan a sus representantes en el congreso (más de la mitad son millonarios y proceden el uno por ciento de la población) para aprobar leyes que los beneficia. Luego esos grupos son los menos interesados en violar sus propias leyes, obviamente.

CS: Es curioso cómo se comenzó a sentir latinoamericano cuando vino a los Estados Unidos. A mí me sucedió lo contrario. Fue cuando viajé y estudié en México e, irónicamente, cuando leí la obra de su amigo y compatriota, Eduardo Galeano. Esto podría tener algo que ver con la forma en que los latinos se asimilan en las escuelas públicas. Para mí, estudiar, vivir y aprender en América Latina fue una revelación. El trabajo de Galeano realmente me dio un sentido de lucha contra el colonialismo en América Latina.

JM: Ahí es necesaria una precisión. Debemos diferenciar la identidad latinoamericana de la hispana. La primera fue una invención de los franceses en el siglo XIX para incluirse en el proceso de las nuevas repúblicas; la segunda fue resultado de los gobiernos estadounidense, sobre todo en los años ochenta. Es lo que terminó por oficializar la clasificación del hispano como “el otro” por parte de la cultura angloamericana que se siente orgullosa de su “melting pot” (that never melts), que más bien es un archipiélago que se agrupa conflictivamente en casilleros étnicos y raciales que, en el mejor de los casos, se tolera. Luego, estas fracturas sociales deben ser resueltas con un fuerte discurso patriótico, con la insistente idea de unión. Cuando uno ve que los discursos oficiales y populares insisten en algo es porque la realidad es precisamente la contraria. La primera identidad, la latinoamericana, fue y todavía es básicamente regional y cultural, cuando no regional y política; la segunda, la idea, la percepción y la identidad de ser “hispano” es, como es propio de la historia y la cultura estadounidense, un fenómeno étnico, a pesar de la enorme diversidad étnica del grupo aludido.

CS: Con diferencias que van desde México hasta Argentina y que incluyen herencias tan dispares como la indígena, la africana y la europea.

JM: Así es. Históricamente el Cono Sur, sobre todo Argentina y Uruguay, se consideraban los “europeos del sur”, aquellos que no descendían de ninguna tribu ni civilización prehispánica sino de los barcos. Fue a mediados del siglo XX que comenzamos a dejar de mirar tanto a Francia con admiración, a Italia con nostalgia y a España con dolor para mirar a nuestros hermanos del continente. Es exactamente lo que le ocurre al joven argentino Ernesto Guevara cuando recorre el continente: descubre la América latina (o, mejor dicho, la América indígena) y se descubre como latinoamericano. Los intelectuales ya lo habían intentado mucho antes, de una forma algo forzada (José Martí, José Rodó, Rubén Darío, José Vasconcelos, etc.), pero será la conciencia política del siglo XX lo que la convertirá en una realidad, es decir, en un sentimiento más que una idea. La Revolución cubana fue un punto de inflexión en ese sentido. Los rioplatenses, los que éramos civilizados porque habíamos matado a todos los salvajes, los que teníamos los mejores sistemas de educación, las mejores economías, el más alto desarrollo del continente, con un alto ingreso per cápita y con avanzados programas sociales que habían equilibrado bastante las clases sociales, nos encontramos de repente con nuestro propio declive y luego con nuestro sentimiento de culpa por no haber pertenecido del todo a América latina. Especialmente escritores como Neruda, Benedetti y Galeano crearon o consolidaron esa conciencia continental por la cual comenzamos a sentirnos latinoamericanos. Sin embargo, sentirse “hispano” o “latino” no es exactamente lo mismo y hay que vivir en Estados Unidos para apreciar la diferencia, porque es una identidad básicamente norteamericana.

CS: ¿De qué forma te sientes conectado con las historias de los aztecas, de los incas y del mestizaje espiritual? ¿Hay algo en ellos que define el espíritu de América Latina?

JM: Intenté responder a esa pregunta en el libro El eterno retorno de Quetzalcóatl y en algún que otro artículo. Por ejemplo: la misma idea del Cono Sur como una región cultural construida por europeos y criollos blancos en la casi ausencia de la herencia indígena sobrevive hoy, al extremo de que el ex-presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti escribió que no recibimos nada de los charrúas, ni una palabra. Claro, los robamos y los matamos porque eran tan salvajes que no aceptaban nuestra cultura a cambio de sus tierras y su libertad. Pero a mí siempre me sorprendió descubrir como en el lenguaje castellano sobrevivían expresiones, ideas de pueblos tan lejanos como los guaraníes, los incas e, incluso, los mayas. El lenguaje callejero de mis amigos de la primera adolescencia estaba lleno de indigenismos que nadie advertía como tal. ¿Qué se puede esperar, entonces, de países con una fuerte tradición indígena como Bolivia, Perú, Guatemala o México? No me refiero a lo más visible, como las formas de vestir, de cocinar o de organizar sus fiestas. De ahí surge la pregunta de si es posible borrar completamente una cultura en un proceso de colonización violenta. Mi hipótesis de partida fue simplemente no: la represión de una memoria no significa eliminación sino todo lo contrario: el elemento reprimido se transmuta, se trasviste para sobrevivir en las sombras, igual que en la psicología individual. Entonces hay que rastrearlo, sobre todo en un formato que le fue ajeno: el formato escrito, los documentos del colonizador, los libros de los ilustrados europeístas donde se podría detectar la tradición oral, reprimida por la ley y la vergüenza de lo propio, tan típica del colonizado, etc.

CS: ¿Dónde podríamos sospechar esa herencia profunda?

JM: Por ejemplo, en la misma evolución histórica y luego mitológica de un argentino como Ernesto Che Guevara. El Che tiene mucho de un dios mexicano como Quetzalcóatl y mucho de la forma indígena (ya no solo prehispánica) de ver el mundo, como la relación sangre/oro, vida/muerte. Lo mismo las utopías de los intelectuales de izquierda. La utopía en Eduardo Galeano, un uruguayo marcado por la sensibilidad indígena o, al menos, antimaterialista de Noroccidente, no tenía nada de marxista, ni era materialista ni estaba en el futuro (el progreso industrial) sino en el paradigma cósmico/ecologista de la mentalidad indígena, de la vuelta al origen, del pasado perdido como aquello que está hacia delante, más allá del futuro.

Carlos Manuel Salomón, PhD, University of California

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