«El consumidor no quería a Jimi Hendrix, pero lo tuvo; el consumidor no quería el Sargent Pepper’s, pero lo tuvo; y no querían a Sex Pistols, pero los tuvieron, y todo eso cambió al mundo. Que se joda el consumidor, el consumidor no sabe lo que quiere, hasta que se lo dan.»
–Noel Gallagher, guitarrista y compositor de Oasis, o como él mismo, sin necesidad de una banda.
La cita del músico inglés no se desvía por vericueto alguno. Parece un golpe de genialidad dado con tal seguridad, que a primera lectura filtra objeciones y acepta el acuerdo. Otros como Steve Jobs y el novelista gráfico Alan Moore, han despachado una frase similar. Y cada quien destilando purezas lo reafirma: el público, el consumidor, o la gente, no sabe lo que quiere; vive desorientada y es labor del creador, mostrarle el camino a sus necesidades.
Me temo que frases como estas si bien son claves para dar con algo de beatería cultural, transitan más bien por un camino resbaladizo. Porque al decir «la gente», se nos remite de inmediato a una pluralidad abstracta e inubicable, pero encarnada de algún modo. Noel Gallagher, por ejemplo, manipula tramos de la historia musical y el «consumidor» escurriendo en la diatriba, es más que nada el contrapeso de lo que valora de sí mismo: «en cambio quienes prefieren a Oasis, sí saben lo que quieren», agregaría. En otro tiempo, recuerdo a mis editores en clara despersonificación, suprimiendo textos bajo excusa que la gente prefiere esto o aquello y a más de uno, le daba lo mismo, «porque la gente no lee», decían. Es inevitable no concluirlo: cada vez que alguien menciona a «la gente», prosigue la historia de un cuerpo social imaginario e incompleto. Puede incluso no existir y sin embargo, en las redes redes sociales la pluralidad avala su existencia: se advierten «sujetos», o cuentas, cuya acción apreciable es el despunte de reclamos y aprobaciones. Son individualidades desprogramadas aspirando a entrar en razón aunque en determinadas situaciones, lo consiguen, alcanzando notoriedad.
A comienzos de 2012 un total de doce cuentas de la red social Twitter (X), se unieron bajo una misma premisa: «Tamaya Brut 2009, es el mejor vino espumante de Chile». La mayoría de esas cuentas en común, pertenecían a fanáticos o ‘prosumers’ del vino chileno. La bodega responsable era Tamaya, ubicada en el valle del Limarí, propiedad por aquel entonces del doctor René Merino, y como autor de la auspiciosa maravilla, figuraba el enólogo José Pablo Martin. Y en preciso momento que debía responder a mi curiosidad, René Merino envía una botella a mi departamento. Al día de probarla, me sumé a los comentarios de las redes sociales: era el mejor espumante chileno creado a la fecha. Hasta escribí una columna justificando la gracia.
Los redsocialistas insistían en la idea del mejor espumante chileno. Aguardaron por reacciones, las que no asomaron de inmediato. No fue hasta un par de meses, que un grupo de especialistas entregó los primeros comentarios: «muy buena acidez, pero no deslumbra». Con el mismo sopor, el segundo diría que era un «buen chardonnay, pero tiene demasiada burbuja». Como derrotados, se preguntaron por qué nadie entendía que Tamaya Brut era una brillante excepción. Incluso algunos se retractaron de sus elogios, como temiendo que haberlos dicho, les valdría un desfile por la vergüenza. De igual forma, las primeras doce cuentas que lo proclamaron como el mejor espumante de Chile aumentaron a un poco más de treinta. Hasta una figura radial y televisiva lo decretó como el mejor en su tipo, lo que no sirvió de nada. La virtualidad y la crítica personificada eran quienes no coincidían en sus apreciaciones, distancia que se vio acentuada en un segundo agravante: a Tamaya Brut, se le otorgaron apenas 90 puntos. Un par de amigos enólogos diría que los vinos evaluados entre 90 a 92 puntos, pertenecen a un segmento donde orgullo y consuelo negocian desde abajo. Similar a esas ‘menciones honrosas’ que diploman a genios y lerdos por igual. Aunque esto se dice amortiguando el chiste, porque de todas formas, compensa el trabajo. Por otra parte, sommeliers consultados para la selección de espumantes de El Mercurio, ni siquiera lo mencionaron. Los redsocialistas ofuscados, las arremetieron, desmenuzando el panel, acusando que uno de ellos recomendó una etiqueta de la viña en la cual prestaba servicios y algunos, ni siquiera trabajaban en torno al vino. Lo cual era cierto, en ese momento. Aunque a veces, vuelve a repetirse.
De Gran Bretaña, una isla que parece no temer a nada y menos al ridículo (el eterno cuco del chileno, como diría Joaquín Edwards), vino un comentario a descomprimir tensiones. La cuenta de viña Tamaya anunciaba que el célebre escritor de vinos Steve Spurrier, se vio sorprendido al probar Tamaya Brut, comprometiéndose a publicar una reseña para revista Decanter. Su argumento, fue que «jamás había probado algo así de Chile». Los fanáticos celebraron la mención. Les pareció justicia fresca y bien servida y la idea del mejor espumante chileno, enseñaba musculatura.
Spurrier brindó la seguridad suficiente para que los redsocialistas confesaran porqué era el mejor espumante chileno. La mayoría tenía conocimiento –al parecer acabado– de lo que por entonces se bebía en Europa, encontrando algunas similitudes con vinos espumantes de corta maduración (tres a cuatro años entre proceso y guarda), originales de la zona de Champagne, en Francia. Descubrieron similar acidez, austeridad en aromas –lo que se traduce en elegancia–, burbujas bien integradas, más un gustillo metalizado que les era familiar de aquella región –nota mineral, le llaman–. Agregando que Tamaya Brut añada 2009 «se convertirá con tres o cinco años de guarda, en uno de los grandes espumantes chilenos», diría por esos años Cristian Villegas, el redsocialista más destacado y aún activo, quien hoy comercializa vinos europeos en Vigneron (@Vigneron__).
José Pablo Martin, el creador, a cuentagotas iría revelando los secretos del espumante Tamaya Brut. Viajando por Europa, Martin habría conocido a Mathieu Kauffmann, quien por doce años fue jefe de bodega de Champagne Bollinger, en Francia. Casado con una chilena, Kauffmann accedió a cooperar con Martin bajo condición de no aparecer en las referencias, debido a un estricto contrato que le prohibía asesorar a bodegas externas. A su vez, Kauffmann recomendó la ayuda de un chileno que habría conocido en Champagne, Juan Aurelio Muñoz, hoy enólogo en La Roncierre. Cerraba el círculo Rodolphe Bordeau, boca y nariz que ha participado en la mezcla de un mítico vino chileno, Domus Aurea, en Peñalolén. Lo que no era tan secreto, Martin lo declaró desde un comienzo. En gran parte, la calidad del espumante se debía a los suelos del Limarí, ricos en carbonato de calcio, materia que a saber, es la base de los mejores vinos espumantes de Champagne y de otras denominaciones de origen. Los redsocialistas dieron a milímetros del blanco pero lo importante, fue que en ausencia total de información, sólo el gusto les daba a entender algo superlativo, superando las visiones de la crítica.
De esta forma Tamaya Brut ganaría el estatus de vino mítico, aunque para serlo y consumar la idea, dependería de cómo se remuele en el tiempo. Hace un par de años conversando con la sommelier Camila Mosca, recordó cómo una de las grandes tiendas de vino en Santiago, limitó su venta a una botella por cliente. El motivo: llegaban a comprarlo por cajas, lo que generó sospechas (es algo insólito), y porque agotaría ‘stock’. Se convertiría en un fenómeno discreto durante la pandemia en 2021. Para el 15 de junio, un usuario de Instagram bajo seudónimo «Ambra1314_», comenzó a liquidar una serie licores y vinos de un restaurante en quiebra (fue imposible corroborar su versión), y dentro del listado, doce botellas de Tamaya Brut añada 2011, a 60 mil pesos cada una. Vale decir, 42 mil pesos por sobre el valor original ($18.000). Se agotaron en seis días. Semana siguiente, la cuenta lanzó un nuevo lote de once botellas, pero esta vez de la añada 2009, la misma que comenzó el movimiento redsocial en 2012. Se vendieron en apenas dos días a 90 mil pesos cada unidad. La cuenta cerraría tres semanas de finalizada la venta.
Viña Tamaya también cerraría sus puertas, pero José Pablo Martin, ya se había construido una figura mítica a la par del espumante. Esto se explica por algo que rara vez puede observarse en un vino chileno: el trabajo del enólogo, pudo detener el tiempo ante el objeto, y como todo elemento clásico –sea cual sea la cultura de origen–, se mantuvo en puntos suspensivos, conducido por un misterio sin intenciones épicas. Cualquier vino de hoy es lo contrario: se erigen con detallismo innecesario, a lo que suman promesas de experiencias, más una atmósfera trucada llena de cachibaches comunicacionales que por el contrario, adelantan su obsolescencia. En cambio –y de forma sencilla– el trabajo de Martin fue siempre la primera voz y el gusto, la resonancia. Quizá por lo mismo «los vinos de Tamaya fueron incomprendidos en su tiempo», diría Claudia Maluenda, diseñadora para el vino chileno.
José Pablo Martin hoy es dueño de su propia marca, Vinos J.P. Martin (@vinosjpmartin), y la propuesta son vinos del Limarí con mínima intervención y fertilización orgánica de campos, desde los cuales se asoman garnacha, pinot noir, chadonnay, y tres visiones de la variedad Pedro Jiménez, las que parecen un jugoso mordisco a la tierra; la analogía es consciente y no exagerada, porque algo más ocurre fuera del lenguaje descriptivo. Mientras la industria –en crisis– reclama bebedores y se esfuerza por reinventar la funcionalidad de beber, ha olvidado que tras la pluralidad existen individualidades estables. En contradicción, todavía se advierten explicaciones a granel de cómo el vino se convierte en vino en aras de multiplicar su presencia y completar objetivos. Por el contrario, José Pablo Martin –desde un comienzo– ha profundizado en surcos y detalles, perfilando una huella que al repasarla, puede palparse un espíritu modélico que pocas veces se ve latiendo en el vino chileno.
