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jóvenes, muerte y resiliencia. Por Arturo Castro Martínez[1]

Un análisis acotado a la germinación de la figura del mártir durante la dictadura militar chilena.

          En los inicios de la década de los 80´, la pobreza en Chile era más que evidente. La cesantía rondaba el 25% a nivel país, profundizando la marginalidad y precariedad en los sectores más olvidados de la sociedad. Las calles de las poblaciones eran tomadas por jóvenes desocupados, las esquinas se convertían en su centro de reunión. Ahí soñaban con su futuro, bastante lejano a la realidad que les tocaba vivir a diario, violentados y golpeados por el Estado criminal. En esos lugares nacieron las primeras fogatas, barricadas donde la población se organizó en las penumbras de una ciudad en silencio, como parte del mutismo propio de quienes viven en medio de la violencia, drama transmitido a las generaciones posteriores, entre el barro, el polvo, la muerte y el olvido, en sitios caracterizados hasta el presente por su pobreza. Por ahí, en las noches se hacía notoria la presencia del silbido metálico de las balas, rebotando en el piso, atravesando la carne y el alma de quienes ahí se encontraban, jóvenes principalmente. En más de alguna ocasión la pólvora se cobijó en un cuerpo anónimo, quitando la vida de forma miserable a quien sólo pedía justicia y un futuro mejor, dando origen a un mártir, parte de una memoria que no se permite olvidar. Este escrito pretende abordar esta temática bajo dos dimensiones, de forma acotada: A) el origen de una juventud marginal en rebeldía y B) la consecuencia, la generación de una memoria desde la muerte, en respuesta al deceso de quien sólo buscaba saciar su hambre de justicia para los suyos.

1.  Juventud, divino tesoro: ser joven en la dictadura militar.

“Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”. Era el dos de diciembre de 1972 y esta frase de Salvador Allende en la Universidad de Guadalajara quedaría en la historia, transformándose en un símbolo para la juventud latinoamericana. Claro, los jóvenes siempre han sido motor de cambio, puesto que desde su interior emana el futuro, los sueños y la rebeldía. Eran tiempos complejos en el continente: la Guerra Fría había comenzado a posicionarse en estos territorios, en base al terror en la población, la que perdería sus libertades, siendo perseguida, llegando a perecer en manos militares y policiacas. No es de extrañarse que la sistematización de la violencia fuera especialmente agresiva con los jóvenes de la época, quienes desde algunas décadas habían iniciado un proceso de retrospección, el que había culminado con la articulación de un movimiento juvenil altamente participativo en materias políticas y sociales. Estamos describiendo un proceso que marcó un claro cambio de mentalidad en determinados segmentos de la sociedad. En el caso chileno, se hizo visible desde la década del 50´en adelante, en lo que se reconoce como una “pluralización identitaria juvenil”, proceso que culminó drásticamente el 11 de septiembre de 1973.[2] Como era de esperarse, tras la instalación de la dictadura en el país, la participación de los jóvenes decreció. Esto no ocurrirá del todo, debido a que desde el interior de las poblaciones emblemáticas surgirán diversos focos de resistencia antidictatorial, donde la juventud será participante activa. Debemos tener en cuenta que por aquel entonces los partidos políticos de izquierda sobrevivían en la clandestinidad, tras su persecución y desarticulación. Su carácter ilegal y víctima constante de la violencia sistemática estatal hizo que la juventud de la época no se sintiera cómoda participando en sus filas. Esto también fue parte del trabajo de la dictadura, la que buscaba la despolitización y desmovilización de la sociedad, retrayendo de esta manera las diferentes formas de acción y participación social, produciendo un aislamiento de los focos de resistencia popular, acotándolos muchas veces a distintas formas de manifestación barrial. Ya en la década de los 80’ esto será mucho más evidente con la aparición de pequeños grupos organizados, principalmente por jóvenes habitantes de los barrios pobres de las periferias de las principales ciudades del país. Adquirirán una radicalidad bastante más notoria al interior de las poblaciones emblemáticas, como Villa Francia, La Bandera o La Victoria.

         El activismo juvenil, alejado de partidos políticos dio origen a una generación que pondrá en jaque el desarrollo de la dictadura militar. Es este el motivo de la existencia de una persecución tan acuciosa hacia los jóvenes, adquiriendo una mayor agresividad durante los últimos años de la década de los 70´ e inicios de los 80´. Esto queda en evidencia al revisar los números que describen el rango etario de los detenidos a lo largo del proceso dictatorial: “el 44,2% (12.060) tenía entre 21 y 30 años al momento de la detención, es decir, se ubicaban en el segmento que hoy día se denomina adulto joven. Un 25,4% (6.913) tenía entre 31 y 40 años; un 12,5 % (3.397) tenía entre 41 Y 50 años. Los jóvenes entre 18 y 21 años de edad a la época alcanzan al 9,7% (2.639) Y los menores de 18 años representan el 4% (1.080). Los mayores de 50 son el 4,3% (1.174).”[3]

          Es evidente que la persecución sistemática no fue dirigida exclusivamente hacia los dirigentes políticos, sociales y sindicales. Los jóvenes también fueron víctimas de la violencia, la que terminó socavando a perpetuidad gran parte de sus formas de participación. Las condiciones de marginalidad y de terror en la que vivía gran parte de la sociedad chilena fueron especialmente agresivas con la población juvenil. “Entre el 11 de septiembre de 1973 y el 31 de diciembre de ese mismo año, fueron detenidos 661 niños y niñas menores de 18 años, los que corresponden al 61,2% del total de niños detenidos. En el período de 1974 a 1977 la cifra de niños detenidos es 236, que equivale al 21,8%; y entre 1978 y 1990, los menores de edad detenidos ascienden a 183, que corresponde casi al 17%”[4].

         Son varios los casos documentados donde hay niños víctimas de la dictadura, menores de edad que de forma brutal fueron asesinados o hechos desaparecer, mayormente provenientes de sectores pobres o marginales. Así es la historia de Carlos Fariña, de 13 años, quien fue secuestrado el 13 de septiembre de 1973 por agentes del Estado en su domicilio ubicado en la población La Pincoya. Según se señala en el informe Rettig, el menor fue conducido a una cancha de fútbol ubicada en las inmediaciones de su hogar, para luego ser trasladado al Regimiento de Infantería N°3 de San Felipe. Desde ese día se le perdió el rastro, siendo buscado intensamente por sus familiares, sin resultados[5]. La niñez era castigada, el doble si se era pobre, habitante de los barrios marginales. La infancia se vio seriamente afectada por el miedo, muy ligado al contexto de la violencia. Los habitantes de las poblaciones vivían en esa amenaza constante, en medio de situaciones traumáticas, como lo fueron los allanamientos, interrogatorios y detenciones a algunos miembros de sus grupos familiares. Es de esperarse que los niños vivieran este calvario desde el desconsuelo, producto del trauma producido por el temor de presenciar o ser víctimas de este tipo de actos.

Se hace incomprensible el nivel de agresividad, la existencia de este tipo de actos alevosos y cruentos. Lo que se buscaba era crear el germen del miedo, la idea de la existencia de una bestia que andaba suelta, capaz de asesinar sin recibir castigo. Paradójicamente – para quienes lo planearon así –, el temor se convirtió en ira, la que se fue acumulando a través del tiempo, explotando un poco más tarde en la historia que acá se relata, cuando la niñez se convirtió en adolescencia. Es en ese escenario donde crecieron y aprendieron a reconocerse como parte de un segmento de sociedad olvidado. Se identificaron como víctimas de un Estado indolente, un monstruo invisible que amenazaba con hacer desaparecer a quien se manifestara en su contra. Una quimera con olor a pólvora, vestida de uniforme y largas botas negras.

 

Los jóvenes en los sectores marginales del país lo pasaban mal. Eran víctimas constantes de la violencia, no sólo de aquella que golpea y asesina. El olvido era otro padecimiento, que hacía de sus vidas situaciones complejas. En la década de los 80’ se hacía cada vez más común ver en las poblaciones jóvenes perdidos en el alcohol y las drogas, motivados por la búsqueda de una realidad que no les correspondía por ser pobres. “Hacia 1982 existían en la capital chilena alrededor de 150 mil niños —cuyo rango de edad se situaba entre los 6 y los 16 años— en situación de extrema indigencia: estas parecían ser las cifras que reflejaban los costos del crecimiento y desarrollo de la sociedad chilena bajo el modelo económico neoliberal implantado por los militares en el poder, costos que traían consigo el lanzamiento de miles de niños a vivir en las calles y dormir en ellas, pedir limosnas y aspirar neoprén como práctica multivalente, en que parecían mezclarse la diversión, la necesidad de evasión de la realidad sufrida y la posibilidad de capear momentáneamente necesidades básicas”[6]. Se forjaba así la cultura del desarraigo social y cultural, en un contexto donde los tejidos de la sociedad chilena se diluían en las calles sin asfalto, entre posas de aguas oscuras y de colores sanguinolentos.

La realidad imperante, en base a situaciones de violencia perpetradas por agentes estatales también calaron hondo en la población chilena, especialmente en los niños y jóvenes. Las experiencias de ser agredidos o presenciar actos con altos niveles de violencia afectaron a perpetuidad en la sociedad, la que se vio mermada a tal punto que varias formas de organización social se retrajeron, debido al miedo y a las circunstancias de precariedad en la que se encontraban sus habitantes. De igual manera, hubo personas que reaccionaron frente a esta realidad de forma distinta, confirmando convicciones y decisiones de carácter político y social, despertando para no dormir jamás.

2.  La memoria de la muerte.

La muerte es un fenómeno cuya significancia no necesita mayores análisis. Para las personas siempre ha traído tras de sí múltiples cuestionamientos, respecto a sus consecuencias en quien llegó al final de su existencia, pudiendo inclusive adquirir cierto grado de esteticidad, debido a que su comprensión obtiene los más diversos ribetes según el lugar y situación donde ocurre. Es así como la temporalidad y espacialidad donde se origina el deceso es fundamental en la construcción de lo que denominaremos como la “memoria de la muerte”, término asociado a la construcción de una memoria emotiva, al recuerdo de alguien que no está físicamente y aun así persiste en la memoria de ambientes soterrados por la historia y el presente violento, lugar en que habitan los sobrevivientes a su fallecimiento. Son estos quienes recuerdan, reproducen relatos y crean mártires, algo muy asociado a las memorias colectivas. Maurice Halbwachs señaló que estas se originan dentro de una espacialidad específica y que los espacios donde ocurren estos eventos poseen la cualidad de ser perdurables, debido a que el espacio físico posee los elementos que hacen posible su trascendencia.[7] En más de un sentido, la memoria deja de ser inerte, pasa a ser cuerpo, carne, como si el difunto pudiera hacerse presente. Es así como estas personas logran traspasar tiempo y espacio, en este caso jóvenes marginales, ahora recordados, en alguna medida para frenar el dolor que provocó su partida inesperada. Es ahí donde los recuerdos aminoran los sentimientos negativos producidos por su partida, por alcanzar la inmortalidad. Tzvetan Todorov es enfático en señalar como ocurren estos eventos:

“Mientras estaban siendo reprimidos, los recuerdos permanecían activos (obstaculizaban la vida del sujeto); ahora que han sido recuperados, no pueden ser olvidados pero sí dejados de lado. Otra forma de marginación de los recuerdos se produce en el duelo: en un primer momento, nos negamos a admitir la pérdida que acabamos de sufrir, pero progresivamente, y sin dejar de añorar a la persona fallecida, modificamos el estatuto de las imágenes, y cierto distanciamiento contribuye a atenuar el dolor.”[8]

      En alguna medida, quienes sufren la partida de alguien que alcanza la figura de mártir lo hacen con miedo a olvidar a quien ha partido. Se hace necesario rememorar su deceso, construyendo una cierta continuidad desde donde esta persona partió. “Hay, entonces, un olvido que no es destructor, sino que preserva y conserva, en latencia, y que es la condición y el fundamento que en verdad hace posible la rememoración. El concepto freudiano de la memoria y el trauma, entonces, ofrece una vía para pensar una función positiva del olvido: lo reprimido es, en un sentido, inaccesible, y sólo emerge por los síntomas y las formaciones sustitutivas, pero es, a la vez, el núcleo de lo que perdura y puede retornar bajo diversas formas”.[9] Una de estas es justamente la aparición de fechas emblemáticas, como el 11 de septiembre o el 29 de marzo, como ocurre con el Día del Joven Combatiente.

         Estos actos a favor de la construcción de una memoria son necesarios, porque en algún punto conecta el presente con el pasado, en este caso doloroso. Hace perseverar los recuerdos, algunas veces mudos, porque los testigos también han sido vulnerados, asesinados o hechos desaparecer.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial se inició un proceso de cuestionamiento serio hacia quienes somos y cómo hemos sido, el daño causado y hasta donde somos capaces de llegar. Fue por lo que se comenzó a hacer hincapié en la búsqueda de esa fuente, la persona superviviente que logró vencer todos los tipos de violencia. Comienza la era del testigo, consigo la búsqueda de una verdad, a veces oculta. Esto comenzó a intensificarse con la existencia de los procesos dictatoriales en América Latina, con llamamientos a la “vigilancia” y nuestro “deber de guardar la memoria”, convirtiéndonos en militantes de esta.[10]

         Lo sucedido durante la dictadura militar nos invita a realizar una reflexión respecto a nuestro presente, el que se encuentra por cuestiones lógicas ligado al pasado, al igual que las fechas y los momentos. Los muertos y desaparecidos existen, también una sociedad que terminó por disgregarse, al punto de perder parte importante de sus formas de expresión. Las políticas del terror impuestas con violencia cumplieron gran parte de su cometido, pero no contaron con la existencia de la memoria rebelde e insistente, que aparece cada cierta cantidad de tiempo, desde las penumbras de los barrios olvidados, tal como sucedió en su momento con una generación completa de jóvenes que lograron tumbar el proceso dictatorial.

 

         

 


[1] Profesor en Historia y Ciencias Sociales. Especialista en Historia Contemporánea y Mundo Actual de la Universidad de Barcelona, miembro de la ONG Pueblos Originarios, Memorias & Sociedad.

[2] González, Yanko, El “Golpe Generacional” y la Secretaría Nacional de la Juventud: Purga, disciplinamiento y resocialización de las identidades juveniles bajo Pinochet (1973 – 1980), en Revista Atenea, Universidad de Concepción – Chile, N°512, diciembre del 2015, pág. 87.

[3] Datos obtenidos desde el Informe Comisión Nacional sobre Prisión política y Tortura, Ministerio del Interior, 2005, pág. 471 – 472. Disponible en los archivos del Instituto Nacional de Derechos Humanos: https://www.indh.cl/bb/wp-content/uploads/2017/01/informe.pdf

[4] Ibid. pág. 488.

[5] Datos obtenidos desde el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, Tomo I, 1996. Disponible en: https://bibliotecadigital.indh.cl/bitstream/handle/123456789/170/tomo1.pdf?sequence=1&isAllowed=y

[6] OSSES Y HENRÍQUEZ, “Poblaciones marginales y pasta base de cocaína: La irrupción de drogas duras en los sectores populares urbanos de Santiago. 1983 – 1993” Tesis para optar al grado académico de Licenciado en Historia y Ciencias sociales, Universidad de Santiago de Chile (USACH), 2005, Pág. 161 – 162

[7] Halbwachs, Maurice, Espacio y memoria colectiva, en Revista Estudios sobre las Culturas Contemporáneas, Universidad de Colima – México, Vol. III, Núm. 9, 1990, pág. 23.

[8] Todorov, Tzvetan, Los abusos de la memoria, Editorial Paidós, Barcelona – España, 2017, Pág. 18.

[9] Vezzeti, Hugo, Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires – Argentina, 2009, Pág.30.

[10] Todorov, Tzvetan, Los abusos de la memoria, Editorial Paidós, Barcelona – España, 2017, Pág. 53.

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