En este mismo momento me encuentro mirando un cuadro del “Mono” González en el que están pintadas las manos de Víctor Jara (conocido por muchas/os, seguramente). Una de ellas es la de un labrador, atravesada por surcos, hendiduras, líneas que se cruzan en todos los puntos cardinales pero que, al final, y según me llega, construyen un intenso caleidoscopio que remonta a ese campesinado de los 50, 60 y 70 en Chile que no dudó un segundo en cuadrarse con Salvador Allende. Es la mano de un campesino de la Unidad Popular. La otra es una mano mutilada, con los dedos cortados y en la que se evidencia un castigo, uno feroz; uno venido de la infamia que identificó en el arte algo aún más peligroso que cualquier grupo armado o discurso incendiario; son las manos de un artista popular al que, para entonces, la incipiente barbarie no solo buscó asesinar, sino dejarnos como herencia una amenaza y un mensaje. Se trataba de que quien se atreviera a imitar las manos de Víctor Jara –con las que tocaba la guitarra, acariciaba a sus hijos, escribía y, seguro, se deslizaban delicadas por el cuerpo de Joan– serán siempre rotas, quebradas, molidas y, después de todo, echadas a la intemperie para que un animal (no peor que ellos) pudiera saciar su hambre con cuerpos muertos. Son las manos de un asesinado que estuvo desde siempre con Allende y que murió por creer en su intenso deseo de una sociedad nueva.
Y arranco desde aquí, primero, pensando que hay dos momentos en la historia de estos 50 años que pueden entenderse desde las manos de Víctor; uno en el que se levantó un sueño y otro en el que ese mismo sueño fue despedazado a punta de metralla, campos de concentración, muertes, descuartizamientos, en fin, el largo etcétera de horrores que sabemos. Son más de 50 años, es una historia entera, vidas completas. Puede haber dos momentos, pero una sola historia, una que no resiste a ser revisada, re-visitada ni puesta en clave moderada o amplitud modulada apuntando a gestionarla monitoreando potenciales futuros donde emerjan los “mínimos comunes” (como si dentro de los “mínimos” –que más parece una operación conmutativa– la víctima debiera desarrollar así, porque toca, la vocación de perdonar y abrazar a su torturador o al asesino de un ser querido): la nuestra fue la historia de una masacre a mansalva, cobarde y en la que la humillación y la integridad humana no solo fue violada, sino que negada en su alteridad más radical. No se trataba únicamente de matar, torturar o desaparecer a este o esta militante de un partido o movimiento político (demasiado sencillo), la idea era exterminar al otro en su ser político, en el sentido más extensivo que puede alcanzar una expresión como ésta.
Y es aquí, justo aquí, que la memoria tiene que defenderse no solo de quienes quieren negarla, tacharla y decir que aún los detenidos desaparecidos andan de vacaciones o que todo fue una fábula creada en las oficinas centrales del Kremlin, sino que reivindicarse una y otra vez contra la oficialidad que busca cercarla y refundarla en la partitura de opereta bufa en la que, algún día, todos y todas nos habremos resarcido las heridas y, tomados de la mano habiendo superado todos los rencores y desplegado todos los perdones, caminemos juntos hacia un horizonte pletórico de paz iluminado por la luz por fin brillante y emancipadora de la reconciliación. Todo esto es falso.
Y es aquí donde entra la figura de Patricio Fernández.
Fernández fue parte de esa generación sintética, Rock & pop-The Clinic-Liguria que en los 90 nos enseñó a retobarnos de la risa mientras, lo cierto, es que debíamos permanecer en el lamento, en la búsqueda, en la insistencia del impulso por la verdadera memoria, “la justa memoria”, como diría Paul Ricoeur. Era fácil darle manija de modo recalcitrante, majadero y en espiral diario al “humor irreverente” mientras la historia, una historia, esa que fue tabulada y filtrada por la Concertación, no hacía más que hundirse en lo más profundo de un océano de muy bajo fondo donde reinaba la impunidad, la falta de respuesta y la indolencia. Todo esto orbitado y vigilado por los “grandes acuerdos”.
Dicho lo anterior, no creo que Fernández sea un negacionista, eso sería mucho. Tampoco diría que es una persona de derecha infiltrada cuya única misión en este mundo sea justificar el Golpe –aunque pareciera, según se le ha escuchado, que al menos ha relativizado “razones” para que ocurriera–; puede, a lo más, ser una suerte del típico sociotipo culto, de variante socialdemócrata, con acceso a todos los espacios de poder –y digo “todos”– y que se valida, sobre todo, en su condición de clase. No es un negacionista, su problema es otro: se alucinó y quiso pasar a la historia.
Dentro de la viralizada conversación con Manuel Antonio Garretón y más allá de todo lo que dijo, hubo una frase que me quedó rebotando, señaló: “no es el qué se conmemora, sino el cómo”. ¿Cómo no va a ser el “qué”? ¿en qué delirante aventura “publicitaria/estratégica” alguien le dijo que este era un asunto puramente estético, del “cómo”? ¿de fiestecillas en el parque forestal, tocatas intergeneracionales, uno que otro monolito en un pueblo perdido de Chile o galardones entregados a las víctimas por haber seguido vivas y no sucumbir al dolor estos 50 años?
Siempre se ha tratado del “qué”. Es decir, del “qué” pasó, “qué” justicia, “qué” me devuelve el amor perdido o “qué” me recupera de este dolor que ya no vive sino en la memoria de los muertos y los fantasmas.
Y pasa que, con esto, Patricio Fernández revela algo que es imposible de lograr. Él quiso pasar a la historia como el agente político/generacional/emancipado que reconcilió definitivamente a Chile; el que, mirando al futuro y quitándole densidad al pasado pudo, al fin, dar vuelta la página y hacer mirar esperanzados un porvenir sin heridas. Su “gestión” respondió a las exigencias propias de un programa de gobierno y no a la historia; respondió a los instrumentos y no a la memoria quitándole protagonismo a quienes son los únicos/as que tienen el derecho a pronunciarse sobre este tiempo, los que perdieron pedazos de vida, resisten y aun lamentan a lo largo y ancho de este “país cementerio” como diría Zurita.
No se puede re-reconciliar. Sin el primer “re” menos puedes entrarle al segundo y Fernández no calculó su mano, no pesó su naipe y no supo que nunca fue él quien nos llevaría a suturar los dolores. Este país debe vivir con la herida abierta; lo siento, pero no pueden cerrarse mientras no haya justicia, castigo, prisión a los asesinos militares o civiles (aunque muchos ya estén muertos). Quien diga o piense lo contrario es porque, simplemente, nunca sufrió las enajenaciones de una dictadura brutal, o jamás se conmovió, o derechamente negó.
Termino esta columna (algo desordenada, seguro), escuchando “Plegaria a un labrador” al mismo tiempo que miro las manos de Víctor pintadas por el “Mono” y pienso que, después de todo, no son 50 años, sino un “para siempre” que requiere todos los días de “un nunca más”.