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La crisis migratoria: cuando “el otro” paga los platos rotos. Por Gustavo Gac-Artigas

América Latina, y quizás otros países (pero es más fácil mirar la paja en ojo ajeno que la viga en el propio), se ve confrontada a una ola de violencia.

Encerronas en las autopistas y portonazos en Chile, violencia contra líderes ambientalistas en Colombia, violencia y aumento de la delincuencia en Perú, violencia indiscriminada en México, violencia tanto de las pandillas como institucional en El Salvador, etc., etc.

Baste leer las noticias diarias en los periódicos latinoamericanos: asalto a casas particulares en..., quema de maquinarias en..., destrucción de buses de locomoción colectiva en..., robo organizado con irrupción de bandas en los supermercados en..., feminicidios en..., ajuste de cuentas por control de territorios de venta de drogas en..., lucha por corredores para sacar droga en..., muertos por balas locas en..., asesinatos por racismo en..., filmación de golpizas a estudiantes en..., golpizas a trans en..., titulares alarmistas sobre la situación en determinadas ciudades en…, en determinados barrios en..., inseguridad en..., destrucción de la propiedad privada en..., ...en..., usted llene los espacios vacíos.

No haremos mención a masacres masivas, a la tenencia de armamento de guerra puesto al alcance de particulares, particulares y delincuentes, lo haremos cuando otra masacre nos golpee y elevemos nuestras voces para decir “nunca más”.

Por el momento limitémonos a la violencia contra unos o unas, contra una casa determinada: su casa, contra un supermercado: aquel en que usted hace sus compras en una calle: aquella en la que usted camina al caer la noche; la violencia en alguna escuela: aquella en que discriminan o golpean a su hija, a su hijo, aquella que le hace exclamar “¡en qué país vivimos!” Vivo con temor, tengo miedo del otro, ese desconocido que me puede hacer daño.

Los gobiernos en Latinoamérica, puesto que es más fácil mirar la paja en ojo ajeno que la viga en el propio, denuncian el aumento de la violencia y responden con mayor presencia policial, aumentando las penas contra los infractores, aplicando la conocida y fracasada fórmula del garrote y cárcel. A mayor represión mayor popularidad de los gobernantes, lo que no quiere decir menor violencia.

Para evitar hablar de las causas se culpa a la inmigración. Sí, hay una masa de infelices que se mueven por el mundo en busca de una mejor vida, esos que llegan a nuestros barrios, a nuestras calles, y ponen en peligro nuestra seguridad, alteran nuestras vidas; esos que al verlos nos hacen que cambiemos de vereda, no sea que nos asalten, esos que hacen que lleve la mano al bolsillo para proteger mi billetera o abrace con fuerza mi cartera entre mis brazos, esos niños, niñas, futuras o futuros delincuentes a los que jamás abriré las puertas de mi casa para que jueguen con mis querubines pues pertenecen a otra clase, a otro mundo, son “diferentes”.

El aumento de la delincuencia está ligado al aumento de la inmigración: “un grupo de jóvenes venezolanos matan a una carabinera en Chile”, “un grupo de colombianos maneja unos puntos de distribución de droga”, “conocida banda de rateros chilenos detenidos en Europa”, “violaciones en un parque por parte de extranjeros”; el cuadro del horror se pinta pincelada a pincelada y siempre apunta al “otro”.

No cerremos los ojos. Cierto, hay grupos de traficantes humanos o de droga, que se aprovechan de la migración, pandillas que se desplazan junto a ellos, que reclutan desesperados entre ellos, que ofrecen rápido acceso a una mejor vida, que ofrecen una única salida frente al desempleo, que hacen resplandecer el oro fácil en medio de la oscuridad reinante en aquellos que creen o, que en realidad, no tienen futuro.

¿Son la mayoría o una minoría?

La minoría ocupa las noticias. De vez en cuando, la mayoría se abre paso al marchar, cuando la marcha contra la injusticia, la marcha del hambre hiere los ojos y la conciencia.

¡Ay cuándo! ¡Ay cuándo será ese día!, en que en vez de cambiar de acera y desviar la mirada miremos al “otro” y nos preguntemos ¿qué he hecho yo para ayudarlo, para ayudarla?, ¿qué he hecho yo para reconocer en él, en ella, a ese otro ser humano como yo?

La violencia recorre las calles, los barrios, las casas, los autos, me repito temblando, sin darme cuenta de que la violencia recorre y se apodera de mi mente y de mi forma de aproximarme a mi prójimo.

Quizás mi actitud cambiaría si me pusiera en la piel del otro, si pensara un solo momento en lo que significa vivir en el miedo de no pertenecer, en la tierra de nadie, esa que no es mía, en la espera insoportable de ese momento en que pueda dar un paso en mi nuevo mundo sin temor de que me devuelvan a los caminos de la desesperanza. La incertidumbre es una terrible forma de violencia.

No es el garrote y la cárcel la solución; ese es un buen negocio para algunos, pero no la solución.

Quizás, y solamente quizás, habría menos gente caminando con desesperación por los áridos senderos de la esperanza si hubiera mejores condiciones de vida en sus países, si se pensara en el desarrollo de esos países y que el capital extranjero no los viera como la oportunidad de sacar mejores ganancias.

Quizás, y solamente quizás, si en lugar de invertir en garrotes y cárceles se invirtiera en programas sociales que ayuden a vivir al ser humano como ser humano.

Quizás, y solamente quizás, habría menos tentaciones de delinquir si los salarios permitieran vivir e incluso darse un gusto, sentir que se es parte, que se pertenece, que más allá de un techo o de un plato de comida se puede tener un momento de esparcimiento, se puede comprar un libro, o ir al cine, o comer en un restaurante, tal vez lo mismo que se come en casa, pero en sociedad, y poder decir “yo también existo, no soy ‘otro’, soy humano”.

Y quizás, solamente quizás, tendremos menos violencia en este mundo.

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Gustavo Gac-Artigas es escritor, poeta, dramaturgo y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Reside en los EE. UU.

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