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La cuestión de las humanidades. Para una democratización de la Investigación en Chile Alejandra Bottinelli y Rodrigo Karmy [1]

PRIMERA PARTE [2]

I.- Empresarialización de la Universidad y la Investigación

En diferentes partes del planeta, en sus centros de estudios, sus universidades, sus escuelas, se experimenta una sola cosa: el retroceso de las humanidades. Los presupuestos se reducen y en los diferentes planes de estudio las humanidades quedan relegadas sino a un anecdótico adorno de las mallas curriculares, a electivos o cursos básicos cuyos contenidos serán enteramente olvidados por los futuros profesionales. Las humanidades parecen no tener nada que ver con la “vida real”, práctica, con las capacidades que todo profesional –si acaso la vida universitaria forma sólo “profesionales”- debiera ostentar. Las humanidades se han reducido a un verdadero “trabajo muerto” (Marx) pues no sólo han visto disminuidos sus presupuestos, sino que la propia naturaleza de su definición –el pensar, el reflexionar sobre la existencia y discutir críticamente nuestros modos de ser en y con el mundo- ha sido, sino traicionada, al menos obliterada. Es por ello que la menor cantidad de recursos disponibles, incluida su mermada participación en los fondos institucionales de las universidades no es el problema, sino apenas el síntoma de la crisis.

El problema fundamental pasa por los modos de producción del conocimiento actuales, que operan bajo un régimen de temporalidad “tecnocrático” que impone a las humanidades un ritmo ajeno a su propia definición. De hecho, las humanidades jamás funcionaron en un campo acotado de tiempo. Más bien, fueron formas en las que la “pérdida de tiempo” fue crucial para su desarrollo. En tal pérdida, los pueblos podían imaginar una historia común que les era constitutiva. En este marco, las humanidades no “perdían el tiempo” simplemente como disciplinas o un conjunto de saberes, sino que expresaban la temporalidad común a toda actividad humana, que las formas de explotación del trabajo capitalista cuantificaron en la forma del valor de cambio, ajustadas a la abstracción de un equivalente general. La racionalidad liberal clásica mantuvo la división social del trabajo que había permanecido intacta por milenios: el trabajo intelectual y el trabajo manual. Con ello permitió la conservación del principio verticalista de mando entre el pensamiento y la técnica, entre lo inmaterial y lo material, cuestión que sostuvo parte del dispositivo de la Universidad moderna y sus modos de producción del conocimiento, constitutivos de la formación del Estado-nación.

Pero la nueva racionalidad neoliberal no quiere saber más de tal Universidad ni de sus viejos modos de producción. Prefiere penetrar en ellos alterándoles de tal modo que pueda envolver tanto a la diferencia entre trabajo intelectual como al manual, en base al paradigma empresarial: el trabajador “intelectual” se vuelve tan empresario como el “manual”, en una miríada de nuevas divisiones del trabajo que generan nuevas especializaciones aún dentro de las ya especializadas disciplinas clásicas. Véase el caso del profesor universitario que, en el actual modo de producción neoliberal del conocimiento, tiende a dividirse entre el profesor que investiga y el que imparte docencia, reproduciendo la antigua división en el seno de las nuevas formas de especialización.

En una suerte de “mala democratización”, el impulso neoliberal hace de la vieja diferencia entre trabajo intelectual y manual el pivote para nuevos fraccionamientos, que se profundizan y reproducen infinitamente. Por cierto, una democratización de la investigación en Chile no debería tender a restituir esa vieja división del trabajo, sino a denunciar que la nueva no sólo no ha solucionado los problemas asociados a aquella, sino que los ha profundizado renovando la tendencia hacia la oligarquización de los modos de producción del conocimiento al privar a las humanidades de la posibilidad de restituir el mundo cultural, hoy capturado por el discurso neoliberal.

Sólo en la medida que podían hacer mundo en virtud de la “pérdida de tiempo” o, lo que es lo mismo, de la expansión del espacio-tiempo de la vacilación, de la perplejidad como aquel que permite desatar la potencia del proceso creativo y comprensivo, las humanidades pudieron abrir nuevas escenas de diálogo societal, crear nuevos y antes impensados marcos de legibilidad, romper los horizontes de expectativas, crear nuevos lenguajes para observar y explicar el mundo. El pensamiento abría una temporalidad distinta pues daba lugar a otros procesos absolutamente inesperados e inexplorados. La “lógica tecnocrática” clausura ese tipo de temporalidad, asentándose en la inmediatez y la predecibilidad, en remedos de diálogos rutinizados, al interior de una temporalidad cronológica en la que se juega el dispositivo de acumulación del capital financiero y su infinita calculabilidad.

Las humanidades han sido confiscadas por la tecnocracia. Han adoptado su régimen de producción y perpetuado cada vez más su propia exclusión.[3] Han aceptado el juego que se les impuso, al precio de perder la voz y el carácter intempestivo del pensamiento. En este registro cobra sentido la inscripción de las humanidades al interior de la noción de “capital humano avanzado”: “capital humano” –dirá Milton Friedmann- es la producción total de la vida de una persona humana”, siempre individual, siempre cuantificable. “Capital humano”, por tanto, imprime una lógica de la acumulación individual al interior del proceso cognitivo, orientado a la valorización de sus resultados –el conocimiento, ¿la reflexión?- como mercancías. En otras palabras, “capital humano” no es un simple término, sino un verdadero dispositivo de poder orientado a la docilización de los cuerpos a favor de su empresarialización.

“Capital humano” es el dispositivo orientado a confiscar los cuerpos bajo la lógica del emprendimiento, haciendo de las y los académicos –así como de todos los y las trabajadores en general- pequeños empresarios que realizan sus investigaciones como parte de la “innovación” (la creatividad sometida a los ritmos del capital financiero) para un mercado por el que puntúa más o menos al interior de los rankings mundiales; y al que le tiene sin cuidado, o en mucho menos cuidado, el proceso de producción del conocimiento o su transferencia en la formación, a las y los estudiantes, y menos aún el de su difusión crítica a la sociedad.

En este sentido, los modos de producción de la investigación en Chile, sometida a las modalidades impuestas por FONDECYT (instituidas en los años 90 del siglo XX y que han permanecido sin revisión deliberante por la comunidad académica durante ya casi 30 años) han expropiado al país de las humanidades, sintomatizando la destrucción del campo cultural desplomado inicialmente en la dictadura. Porque, vale preguntarse: ¿nos encontramos hoy, a casi treinta años del fin de la dictadura, en un estadio correspondientemente superior, más alto de la cultura chilena?, ¿con una investigación en humanidades incidente en la cultura, con un campo intelectual activo, deliberante, crítico, que muestre grupos filosóficos, crítica literaria, diversidad de revistas creativas y críticas incidentes, movimientos artísticos fortalecidos, polémicas literarias y culturales relevantes sobre la cultura actual?

Nos parece evidente, por el contrario, que estamos muy lejos de ello; eso que fue, incluso en dictadura, en las peores condiciones de circulación, un sello que hizo del campo cultural chileno uno relevante a nivel mundial, con dos premios Nobel de literatura, que generó movimientos intelectuales tan incidentes como la poesía vanguardista, el movimiento docente que forjó una educación pública republicana, la expresión diversa del canto poético, y lecturas críticas tan incidentes como la teoría de la dependencia, el movimiento por una filosofía latinoamericana, o la neo-vanguardia artística y política, entre muchos otros movimientos intelectuales, se nos aparece hoy como un tiempo arrinconado en las memorias de un Chile que perdemos.

Una oligarquía tecnocrática ha devenido hoy expresión de un modo de producción del conocimiento que orienta sus formas a estandarizar pero no a democratizar dicho conocimiento. “Estandarización” ha ido significando, en los hechos, cada vez menos los “mínimos” necesarios de una educación al servicio de la sociedad, que un rasero homogéneo para justificar la entrega de fondos a instituciones privadas o instituciones públicas tratadas como si así lo fueran (el caso de las Universidades estatales)[4].

La Universidad ya no se tiene a sí misma. Múltiples agencias calificadoras, think tanks e institutos de diversa y cuestionable índole pero también agencias del Estado[5], vienen a sustituirla diseminando, de este modo, su lugar de agencia del saber-poder. Será en este proceso donde en algún momento dejamos de hablar de “ciudadanía” para introducir el término “calidad”, que va a acompañado de instancias reguladoras, normalizadoras, calificadoras –como suelen llamarse- o, si se quiere, instituciones “acreditadoras” –curioso título para una sociedad supuestamente secularizada- que, en virtud de su propio léxico, explicitan que la verdadera trama de las nuevas formas de saber-poder pasa por la profundización de las formas crediticias de una “deuda” sin fin.

Se trata de una “bancarización” de la educación –realizada, vale la pena insistir, con recursos públicos– que implica la construcción de una “teología de la deuda”, en la que las y los estudiantes dejan de inscribir seminarios o cursos con profesores(as) que les convocan por sus visiones o su trayectoria de aporte al conocimiento, para comenzar a transitar al infierno financiero de los créditos; y donde los(as) profesores, cada vez más resignadamente, asumen la simple tarea de “servicio” al cliente, en medio de una continua precarización de sus derechos y el aumento de una serie de nuevos trabajos de índole burocrática que consumen enteramente su quehacer en diversas tareas de “acreditación” de programas y currículums: los y las profesores ven divididas sus funciones: algunos(as) se dedican a labores exclusivamente docentes y otros(as), investigativas.

El lugar educativo comienza, así, a escindirse enteramente del trabajo investigativo y este último deja de tener una presencia en el diálogo que podía acontecer en el aula como campo de reflexión común y de aprendizajes no previstos, originales, incluso no codificados, de creación colectiva. La educación queda reducida a un simple trabajo de servicios, a la promoción de trayectorias cada vez más predecibles y procesos estandarizados, que están además exentos del lazo con el trabajo de creación desde el que se proyecta toda investigación. Todo sea por la “calidad”: un significante vacío que no es relevante por lo que dice, sino por lo que promueve hacer: invita a cumplir una meta, realizar una obra que no significa más que una forma de estandarización tecnocrática permanente y sin fin. “Calidad” –tal como lo planteó Readings respecto del término “excelencia”- funciona como el equivalente general del modo de producción del conocimiento neoliberal. Es su medida que nada mide, su dispositivo estandarizador[6].

Porque, ¿qué significa “calidad” educativa?, ¿significa acaso tener más profesores e investigadores con contratos y seguridad de salud para ejercer sus labores científicas y/o reflexivas en condiciones de tranquilidad mínimas para proyectar su creatividad también a las aulas, con estrategias docentes atentas a los procesos de sus estudiantes?, ¿implica una preocupación por esos procesos, por su carácter participativo, por la formación de las y los estudiantes como ciudadanos reflexivos, críticos, solidarios y responsables por lo común?

Hasta ahora “calidad” ha designado un significante impreciso y vacío: una notación indefinida pero instrumental, que jamás se alcanza (precisamente la verdad del modelo de “calidad” es que no hay modelo) y que funciona más bien como un ideal que no tiene lugar y que, por eso, solo acrecienta la producción de la deuda de las instituciones, los programas y los profesores, que nunca pueden sentirse plenamente satisfechos de su desempeño, pues todos los días surgen, arbitrariamente y sin diálogo con las universidades, las y los académicos, estudiantes, ni menos con el personal de colaboración, nuevos indicadores, referencias y exigencias de las agencias acreditadoras, con la consecuencia de que el capitalismo de la deuda no deja de profundizarse (siempre se impulsa mas trabajo que tiempo, más administración que vida, más burocracia que pensamiento).

La circularidad del proceso (que muestra su talante puramente ideológico) se advierte precisamente aquí: es de “calidad” el programa que cumpla con ciertos requisitos exigidos por las agencias acreditadoras, y tales requisitos son de “calidad” porque esas mismas agencias lo exigen.[7] Soberano es quien decide qué es de calidad. Y, a la inversa: es de calidad aquello que es decidido por el Soberano. La circularidad entre “agencias acreditadoras” y “calidad” expone al modo de producción del conocimiento neoliberal como un proceso enteramente ideológico que no tiene mas sustancia que su propia operación. Si “calidad” no es más que el dictum de la agencia acreditadora y ésta última el lugar de enunciación del dispositivo “calidad”, es porque la racionalidad del modo de producción del conocimiento aquí desarrollado se ajusta a la eficacia del dispositivo “calidad” convertido en equivalente general. No hay nada “detrás” (ni sustancia, ni principio) mas que la confiscación de los cuerpos proveída por el dispositivo “calidad” y su circularidad.

El paisaje cartografiado por la “calidad” se traduce en universidades cautivas de agencias estatales y privadas conformadas por opacos procesos de fichaje de quienes conforman los grupos que determinan indicadores y estándares que, a su vez, manejan los procesos de selección curricular y de adjudicación de fondos públicos en las disciplinas y programas; todo ello en base a criterios siempre cambiantes y que funcionan alineados con las premisas del modo de producción del conocimiento neoliberal: estrictamente cuantitativos, homogéneos, concebidos como emprendimiento, donde las formas de producción de conocimiento que no pasen por revistas indexadas –en índices noratlánticos- juegan siempre, invariablemente, papeles subordinados; y donde se promueve, sin ninguna justificación clara, la publicación en revistas con indexaciones sin acceso abierto; en un régimen y unos indicadores que –como han visto investigadores holandeses– sostenidamente “ignoran y destruyen la variedad de las formas del conocimiento y sus prácticas en diferentes campos de estudio” (Halffman y Radder, 2017). Finalmente, para el mercado académico, los papers han devenido lo que en la sociedad neoliberal es el dinero (crédito).

SEGUNDA PARTE

II.- El exilio de las humanidades y su impacto en la democracia

En una decisiva problematización de la gobernanza neoliberal, la filósofa Wendy Brown ha mostrado cómo esta sustituye al otrora homo politicus por el homo economicus, poniendo en crisis al discurso de la democracia liberal sostenido por la soberanía popular que deliberaba, en favor de un nuevo régimen en la que toda deliberación popular resulta ser sustituida por la decisión managerial (Brown, 2016).

La tesis de Brown coincide aquí con la de la filósofa Marta Nussbaum: la implosión de la democracia se expresa en una crisis radical del “hombre” sobre el cual se erigieron las humanidades (Nussbaum, 2014). Es tal crisis la que parece clausurar al horizonte moderno, en la que la Universidad experimenta una profunda y radical “crisis no moderna” (Thayer, 2009) y el otrora “hombre” al que Foucault dio fecha de vencimiento, parece experimentar una resurrección en la forma del “capital humano” (Foucault, 1996).

Humanidades, democracia liberal y Universidad estatal-nacional (República) eran tres términos anudados en una antropología: “el hombre”. Como muestran las reflexiones de Kant, en él pervivía una convergencia entre academia, república y opinión pública sobre la cual, como ha visto el filósofo chileno Andrés Claro, se articulaba una esfera que se dio en llamar “cultura” y que hoy parece atenazada entre la farándula y la tecnocracia (Claro, 2018). Pero una vez que el “hombre” es desplazado por el “capital humano”, las humanidades pierden su cometido, y se transforman en “servicios” prestados a clientes exigentes, que poco y nada se ocupan de la democracia y mucho menos de la llamada “opinión pública” –cuya diversificación era tanto el horizonte como la condición de existencia de aquélla-, a no ser bajo la tenaza de la farándula y la tecnocracia, dos formas del capitalismo semiótico o corporativo-financiero característicos de la escena neoliberal (Lazzarato, 2017).

Como ha visto el chileno raúl rodríguez freire, la “condición intelectual” parece asumir hoy cada vez más la forma del espectáculo, en un clima anti-intelectual y anti-teórico (rodríguez, 2018: 41): ya en la modalidad de la gestión de “celebridades” -la convocatoria, al Sur, de estrellas intelectuales del Norte-, ya en la de la obsesión por el “automarketing académico” basado en la metrología del paper (rodríguez, 2018) y su “impacto”. Un “impacto” éste, que en su dimensión intelectual, como han mostrado varios estudios, llega a ser relativo o nulo[8], produciendo, así, una “ilusión de la excelencia tácticamente bien pensada e inteligentemente ostentada” (Halffman y Radder), que asienta, sin embargo, al mismo tiempo, la creciente desconexión de docentes más preocupados de los rankings y de dicha “representación” de excelencia, que de la formación de sus estudiantes o de la reflexión de profundidad que exige a veces largos períodos de anonimato y de trabajo colectivo e individual “en la sombra” antes de dar a la luz apresuradamente conocimientos hoy, muchas veces, débilmente fundados. Ello ocurre, mientras las Universidades concretas, sus aulas, sus facultades, experimentan una implosión que se reproduce en formas de agobio laboral y estudiantil y la sensación de fragmentación de las comunidades, en unas dinámicas donde campea el individualismo o el “sálvese quién pueda”. Y todo ello, al tiempo que las políticas y las instituciones, en vez de poner el foco en fortalecer sus disciplinas principales ocupadas de la “cuestión humana”, reproducen su exilio, desincentivando el cultivo dedicado de sus disciplinas.

A esta luz, resulta clave entender que el proyecto general de la “lógica tecnocrática” consiste en sustituir a las Universidades –aquellas instituciones medievales y republicanas a la vez- por diversas agencias diseminadas globalmente que no sólo producen un conocimiento desechable expresado hegemónicamente en los papers (equivalente al dinero –crédito- en la actual sociedad capitalista), sino que se basan en un modo de producción cuyo horizonte consiste en la generación de conocimiento rentable para la financiarización provista por el Banco Mundial.

El problema de las humanidades no es sólo un asunto de naturaleza política porque implique una forma de deliberación pública que compromete al Estado, sino porque también entiende que las humanidades no constituyen una simple disciplina dentro de otras, sino un modo de habitar el mundo: es por ello que la educación siempre ha sido parte de las humanidades y las humanidades han encontrado en la educación una de sus principales formas de realización. Las humanidades habitan el mundo desde el compromiso con el saber sobre y con ese mundo, y la multiplicación de dicho saber. He allí su sentido. Por esta razón, la crisis de las humanidades no es más que el síntoma de una crisis del pensamiento en general, que compromete a diferentes saberes (desde las ciencias llamadas “puras” hasta las ciencias sociales y las artes). En cuanto “trabajo vivo”, la infinita potencia de las humanidades reside nada más y nada menos que en su capacidad para impugnar el presente y constituir una apuesta intempestiva que incomode, difiere y asume el riesgo de vivir con otros.

El exilio de las humanidades en Chile se expresa de una forma groseramente material: la reducción de sus fondos. Cada año los fondos para la investigación en artes, ciencias sociales y humanidades –pero sobre todo en humanidades- se ven ostensiblemente reducidos en comparación con las ingenierías y el conjunto de saberes técnico-científicos “aplicados”. Y, como si no bastase con echar a las humanidades a la intemperie del autofinanciamiento y a “competir en el mercado”, se las castiga doblemente, muchas veces también en los presupuestos internos de las instituciones.

Porque, ¿consideraríamos sensato promover el autofinanciamiento y a la vez garantizar una investigación independiente, autónoma en Química y Farmacia, con la industria farmacéutica, tal como esta funciona, presionando desde atrás? ¿Nos parece viable que la Medicina pública se autofinancie y se eche, sin más, a competir por el “mercado de los pacientes”? Si ello suena ridículo o cínico, ¿lo es menos, acaso, el imponer que la reflexión sobre las Artes, la Literatura y los rumbos societales en la Filosofía deban sacrificarse en pro de buscar estrategias para “atraer” al esquivo mercado, y todo ello al precio de su desaparición en la denegación de sus sentidos? La desigualdad inmanente al modo de producción neoliberal del conocimiento se expresa de manera radical en las humanidades y ha aplicado sobre ellas una violencia del todo singular.

Más todavía cuando las humanidades carecen de una institucionalidad pública que ofrezca fondos basales para el cultivo y desarrollo de su trabajo reflexivo e investigativo basado en sus propios criterios de evaluación. Y peor aún cuando tal entidad, FONDECYT (“Fondo de Ciencia y Tecnología”), porta en su propia sigla la omisión de su nombre. Como si la “h” de las humanidades brillara por su mutismo, la sigla FONDECYT no ofrece un lugar a las humanidades que no sea el de su clandestinidad o del sometimiento a su lógica estandarizante e individualista que, si no logra destruirlas, las reducirá estratégicamente por la vía de su irrelevancia cultural y política.

Por ello hablamos de exilio de las humanidades. Pero el exilio del que estamos hablando no es la expulsión de las humanidades hacia un país extranjero sino, más precisamente, su desplazamiento hacia el abismo del olvido. No se trata, en rigor, de su exilio, sino más crudamente de su desaparición en la irrelevancia de la investigación tautológica de la relación “calidad” y “agencia acreditadora” que tiene, además, como leit motiv la estandarización de las -antes- diversas formas de escritura de la reflexión –en disciplinas donde, para mayor escarnio, la escritura misma es no solo la vía para (dar a) conocer, sino la propia forma del conocimiento- proscribiendo, así, la “teoría”, el “ensayo”, la “traducción”, que se despliegan –y se han desarrollado históricamente- como diversas formas de indagación reflexiva en y por la escritura. No se trata, entonces, simplemente de la expulsión de un lugar, como del borramiento de cualquier lugar posible.

Que en la actualidad no haya consenso –y muy poco debate, si se nos permite- entre las y los académicos acerca de los modos de producción del conocimiento en Chile, muestra la dimensión política del asunto al que nos enfrentamos, y que exige de las comunidades universitarias no sólo una discusión de fondo acerca de los modos de producción de conocimiento vigentes sino, sobre todo, una incidencia política que visibilice el problema a nivel nacional.

No se trata simplemente de exponer la desigualdad a la que han sido sometidas las humanidades ya por más de 40 años –si contamos desde aquel desastre que implicó el Golpe para nuestros estudios-, sino de mostrar que la repartición de fondos es el síntoma de una racionalidad muy precisa (un modo de producción neoliberal del conocimiento) que será necesario transformar si lo que se pretende es la puesta en juego de la democracia como el verdadero ethos sobre el cual puedan inventarse nuevos modos de producción y creación de conocimiento que sitúen su horizonte en lo común.

TERCERA PARTE

III. Las humanidades y la democratización del conocimiento en Chile. Propuestas.

La democratización del conocimiento en Chile se propone como una forma de renovar el proyecto republicano para las exigencias que plantea el nuevo siglo. No se trata de volver a la vieja academia, sino de proyectar su ethos republicano para inventar o catalizar modos de producción del conocimiento diferentes. Se trata de instituir un pacto democrático del conocimiento que suponga un nuevo trato hacia las humanidades que haga que las instituciones destinadas a cultivarlas respondan desde la situación concreta de sus comunidades universitarias y la ciudadanía en general.

El pacto republicano orientado a la democratización de los modos de producción del conocimiento implica velar por los recursos públicos que se dispensan para investigación y educación y discutir, desde sus objetivos hasta, también, sus procesos y beneficiarios. Implica conocer y resguardar la idoneidad de los equipos evaluadores de la investigación en Chile (qué, cómo, quiénes, en virtud de qué merecimientos y valores, y para qué proyectos de conocimiento dirimen la entrega de los recursos públicos); de la transparencia y ecuanimidad de sus mecanismos de resolución (cómo esos procesos ofrecen garantías, no tan solo a la comunidad de investigadores/as, sino a la propia sociedad, en la adjudicación de esos recursos públicos); implica propiciar un proceso de diálogo nacional universitario en que tenga lugar la generación democrática y participativa de criterios diversos, conocidos y consensuados para la promoción de políticas nacionales de investigación y creación de conocimiento que resguarden el carácter de estos como bienes públicos de uso común.

En este contexto, se trataría de discutir cómo promover la cooperación activa de todos los actores involucrados en el proceso de producción del conocimiento, en función de restituir los planos de unidad de la vida cultural, de manera que docencia y extensión constituyan momentos fundamentales que se inscriban al interior del trabajo general de la investigación.

La democratización de la producción del conocimiento exigiría revocar la desigualdad en la repartición de fondos entre los saberes manageriales y las humanidades; abrir fondos públicos que asuman la relevancia y la especificidad del conocimiento generado por las humanidades; reponer las formas de implicación reflexiva y deliberativa de las propias comunidades universitarias y académicas de las humanidades, reforzando la valoración de sus saberes y desestimando formas de imposición de criterios sin discusión y desde espacios que no surjan de la propia práctica académica y ciudadana.

Se trata de redefinir y reponer la legitimidad de las diversas formas de investigación y difusión en humanidades, atendiendo a su multiplicidad y considerando que la especificidad de la investigación en humanidades hace coincidir al objeto de indagación con su método desde el principio (recordando que para las humanidades no es dable prefigurar el método al interior de un marco estandarizado, sino que tal método coincide con el devenir mismo de la propia investigación).

Legitimar diversas formas de investigación en humanidades significa, en concreto, apoyar y fomentar el desarrollo de los distintos y creativos formatos con los que se produce tal investigación, desde la traducción al comentario, desde el ensayo a la diversidad de formas de escritura crítica y reflexiva.

En este sentido, legitimar las diversas formas de investigación implica, a su vez, crear otros indicadores de evaluación así como también, otros registros y soportes que surjan desde las propias dinámicas del trabajo investigativo y en base a las temporalidades propias que devienen en él.

Lejos de mantener la dinámica jerárquica y patriarcal con la que funciona el dispositivo investigativo actual, el proceso de democratización implica incorporar al conjunto de las reflexiones feministas en perspectivas interseccionales, que favorezcan una política de igualdad, y que problematicen los discursos, prácticas y campos de corte patriarcal, colonizante y excluyente sobre los que se fundan las actuales formas tecnocráticas de producción del conocimiento.

Finalmente, un proceso de este tipo deberá preguntarse por las formas en que nuestra academia se ubica subalternamente en el marco mundial del conocimiento, favoreciendo la valoración de formas no coloniales de producción del conocimiento, que permitan vincular efectivamente el quehacer de la investigación con sus comunidades, pero que, a la vez, no las restrinjan a ellas. Una impugnación de las formas coloniales del conocimiento implica asumir que el problema del pensamiento es un problema político porque en él se juega la posibilidad o no de la democracia.

Ninguna democracia puede restringirse a las formas técnico- procedimentales que operan en la actualidad bajo el manto del capitalismo corporativo-financiero, sino que debe asumirse bajo la exigencia política de un pensamiento capaz de impugnar el presente con la crítica y la discusión común. La crisis de las humanidades pone en tensión qué es lo que habitualmente, hoy, llamamos democracia. ¿Democracia es neoliberalismo, formas manageriales de producción de conocimiento, subjetividad e instituciones? O ¿no es la democracia la potencia infinita que puede impugnar ese estado de cosas?

El marco de problemas planteados previamente evidencia un modo de producción colonial de tipo neoliberal del conocimiento que configura una institución científica que no responde a la realidad académica de su propio país: FONDECYT debe, al menos, constituirse en una institución que promueva la producción de conocimiento para Chile y sus singularidades, en el campo científico, tecnológico, pero también en su reflexión sobre el pasado, el presente y el futuro de las alternativas que se juegan en el actual instante nacional y global, un instante –que es, también hoy, un instante de peligro, como diría Walter Benjamin- que exige de nuevas maneras de ver y, sobre todo, de la promoción de una ciudadanía reflexiva y crítica que pueda tomar consigo las alternativas societales que el instante exige.

La democratización implica ir desde “abajo” hacia “arriba”, desde la “ciudadanía” hacia las instituciones públicas y más allá de ellas, con el horizonte en la invención de una nueva república. Para ello, será preciso abrir un nuevo lugar de enunciación en el que las comunidades académicas, en tanto parte de la trama ciudadana general, puedan imaginar otras posibilidades, otros modos de pensar y actuar.

Se trata de comunidades académicas que deben asumir la paradoja de haber devenido trabajadores altamente calificados y, en la mayoría de los casos, profundamente precarizados, cuestión acelerada por el actual modo de producción instalado como dogma en las diversas instituciones académicas. Abrir otro lugar de enunciación implica situar otra voz –otras voces- que abra(n) posibilidades para discutir el actual modo de producción y los otros modos que conviven invisibilizados por la hegemonía del primero.

Una democratización de la investigación implica reformar enteramente FONDECYT y su modo de producción del conocimiento, para pensar un modo de producción presente en las Universidades en América Latina cuya tradición es diferente a la estadounidense y la europea en el sentido de insertarse en: “(…) una demanda profunda de nuestras sociedades por la inserción de la educación superior en los proyectos nacionales de desarrollo económico y cultural y, al mismo tiempo, por la democratización de nuestras élites intelectuales y políticas a través de instituciones inclusivas y participativas, comprometidas con un ideal de igualdad social” –como bien expresa el filósofo Carlos Ruiz Schneider.

El conjunto de columnas presentadas por este medio pretenden colaborar provisoriamente con un amplio crisol de críticas y propuestas al actual modo de producción del conocimiento que permitan iniciar –otra vez- una discusión fundamental no sólo para los destinos de la Universidad en el nuevo concierto mundial, sino para pensar las posibilidades de la democracia en la actualidad. Queremos dejar atrás el miedo, el acomodo, la complacencia. Necesitamos del pensamiento y su intensidad. Sólo así, podremos plantear el proceso de democratización del modo de producción del conocimiento como una re-invención radical del pacto republicano de Chile.

Bibliografía:

Andrés Claro. Lenguaje, mundo, traducción. Una entrevista a Andrés Claro. Ed. Overol, Santiago de Chile, 2018.

Carlos Ruiz Schneider. Intervención sobre la nueva Ley de Universidades. Santiago de Chile, 2018

Marta Nussbaum. Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Ed. Katz, 2014.

Maurizio Lazzarato. El gobierno de la deuda. Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2017.

Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Ed. Siglo XXI México, 1996.

Raúl Rodríguez Freire. La condición intelectual. Informe para una academia. Ed. Mímesis, Valparaíso, 2018.

Valentina Letelier. El sistema de aseguramiento de la calidad de la educación superior chilena: reflexiones a diez años de su implementación. (Inédito).

Wendy Brown. El pueblo sin atributos. Ed. Malpaso, México, 2016.

Willem Halffman y Hans Radder. Manifiesto: De la Universidad ocupada a la Universidad pública. CIC. Cuadernos de información y comunicación, Ed. Complutense. 2017. Número 22, pp. 259-281.

Willy Thayer. La crisis no moderna de la Universidad moderna. En: Willy Thayer El fragmento repetido. Escritos en Estado de Excepción. Ed. Palinodia, Santiago de Chile, 2009.

NOTAS:

[1] Alejandra Bottinelli es académica del departamento de Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile y Senadora de la Universidad de Chile; Rodrigo Karmy es académico del Centro de Estudios Árabes y del Departamento de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades; sub-director de investigación de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

[2] El presente escrito se divide en tres partes fundamentales que el diario digital El Desconcierto, las presentará de a una. La primera parte que presentamos hoy se titula: Empresarialización de la Universidad y la Investigación.

[3] En el caso chileno, lo han adoptado con más decisión y menos flexibilidad aún que las propias ciencias “duras”. Como si debiesen dar señales de “limpieza de sangre” para optar al reconocimiento en propiedad por las agencias que han adoptado sin consultar a nadie –solo a “expertos” determinados, además, endógenamente por ellas mismas- “indicadores” estandarizados que les legan las metaagencias del Banco Mundial, la OCDE y otras. Produciéndose así un orden tautológico que funciona en torno al fetichismo de dichos indicadores y que se produce para ellos, donde un libro de 300 páginas, por ejemplo, más aún si es un libro de difusión hacia la sociedad, vale menos o casi lo mismo que un paper en una revista indexada de acceso cerrado.

[4] De hecho, así, preocupantemente, ha quedado consignado en la última modificación de la Ley N° 20.129, que establece un Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior, cuya definición de “estándar” no garantiza un mínimo común, sino que funciona de manera contingente: dice el Artículo 81 que se entenderá por Estándar: “[un] descriptor que expresa el nivel de desempeño o de logro progresivo de un criterio. Dicho nivel será determinado de manera objetiva para cada institución en base a evidencia obtenida en las distintas etapas del proceso de acreditación institucional." Ley 21.091, Ministerio de Educación. Publicación: 29-05-2018.

[5] Muchas de ellas constituidas por comités de “expertos” que controlan y dirimen los procesos de entrega de fondos públicos para investigadores y programas, autorreproducidos por decenios sin concurso público y sin participación de la comunidad científica.

[6] No existe una definición de “calidad” en el actual ordenamiento jurídico chileno. Ninguno de los cuerpos normativos que regulan la educación en Chile hoy (a nivel parvulario, básico, medio ni superior) se compromete con una definición del concepto, que adquiere, así, un carácter “vacío” y tautológico: es definido en relación con los criterios y estándares que definen calidad. Tal como muy expresivamente lo consigna la Ley N°21.091, de Educación Superior, que en su Artículo 2, sobre Principios de la ESUP, señala: “b) Las IES (…) deben asegurar la calidad en los procesos y resultados en el ejercicio de sus funciones y el cumplimiento de los criterios y estándares de calidad, establecidos por el SNACES”.

[7] Todo esto sin contar con que la idea misma de “calidad” ha sido importada a la educación del campo de la gerencia empresarial (Readings, 1996; Ruiz, 2010; Bellei, 2015; Vidal, 2007; Orellana, 2018, Letelier, 2019), y ha privilegiado unos indicadores cuantitativos, arbitrarios, que han determinado que en Chile, por ejemplo, la eficiencia en la graduación sea un logro valorable per se sin considerar las condiciones de esos procesos graduación “oportuna” y menos cuestiones menores, como, por ejemplo, el aporte que las y los graduados realicen luego a su sociedad.

[8] “El sistema de las publicaciones científicas está completamente destruido: ahora es un inmenso río de publicaciones sin valor ninguno, de artículos publicados y republicados “para diferentes lectores”, de citas por estrategia, de revistas oportunistas con fines comerciales: una masa exponencialmente creciente de productos que jamás serán leídos. En esta factoría de publicaciones jamás promoverás tu carrera leyendo esos artículos, sino escribiendo la mayor cantidad de ellos, o poniendo tu nombre en los que se escriban, y encontrando esto absolutamente normal”. Halffman y Radder, 262.

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