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¿La democracia desde el palco? Por Rossana Carrasco Meza

Cuando la democracia se mira solo desde el palco, se olvida de que la calle también habla.

"Lo que detonó el estallido es que una casta pequeña trate a la mayoría como basura." Esta frase, pronunciada por el astrónomo José Maza en una entrevista con Fernando Paulsen en CNN Chile , no fue una exageración: fue una verdad incómoda que muchos prefirieron ignorar. El estallido social de octubre de 2019 no surgió por el alza del pasaje del metro, sino por el hartazgo acumulado ante décadas de desigualdad y exclusión que afectan a millones de chilenas y chilenos.
Décadas en las que una élite política y económica construyó un modelo que exige obediencia y esfuerzo individual, mientras invisibiliza las estructuras que perpetúan los privilegios de unos pocos. Así, el grito de octubre no fue por caridad: fue un reclamo de dignidad. Las inequidades estaban —y siguen estando— por todas partes: pensiones que no alcanzan ni para cubrir lo básico, zonas rurales con escasos servicios, barrios populares con transporte deficiente y sin áreas verdes, escuelas públicas precarizadas… El hacinamiento, la informalidad laboral, las listas de espera en salud y la deuda educativa del CAE son parte del mismo entramado.

La reacción del poder frente a este reclamo fue tan reveladora como alarmante. El entonces presidente declaró que “estábamos en guerra contra un enemigo poderoso”, justificando la militarización de las calles y la represión. Semanas después, posó sonriente en la denominada por entonces Plaza Dignidad, en una imagen que capturó de forma brutal la desconexión total con el dolor social.

La institucionalidad intentó dar respuesta mediante el camino constitucional. Sin embargo, esa vía terminó encapsulada en dos procesos fallidos: atrapados en negociaciones opacas, alejados de la ciudadanía y regidos por una lógica elitista que terminó por profundizar aún más la desilusión democrática. Se ha dicho y escrito mucho sobre ese ciclo. Pareciera que todo ya fue explicado, agotado incluso. Sin embargo, hoy resurgen voces que buscan reducirlo a un simple “estallido de violencia”, como si las razones de fondo hubieran sido una excusa. Se acusa —de forma falaz— a sectores sociales y políticos de haberla legitimado, en un intento por encapsular el proceso en el miedo y criminalizar lo que fue, ante todo, un reclamo legítimo.
Pero volver a ese relato es repetir la manipulación. Porque la verdadera violencia —la estructural— sigue presente: pensiones indignas, segregación urbana, servicios públicos precarizados y acceso desigual a la justicia.

A esto, se suman prácticas actuales que erosionan aún más la confianza ciudadana: licencias médicas para irse de vacaciones, semanas distritales usadas para viajes al extranjero, salarios millonarios para algunos, mientras el sueldo mínimo recién llegará a quinientos mil pesos en julio. Son gestos que no solo degradan la función pública, sino que desdibujan la política y dañan la democracia. Son exactamente los privilegios que el estallido denunció con fuerza. Por eso ningunear esas demandas no es solo torpe: es miserable. No eran caprichos, eran denuncias concretas de abusos concretos.

Ha habido avances, sin duda. El salario mínimo subirá, la jornada laboral comienza a reducirse a 40 horas, se eliminó el copago en salud para los tramos C y D de FONASA, y la Pensión Garantizada Universal (PGU) se amplió a más de dos millones de personas. También la gratuidad en la educación superior ya alcanza a cerca del 60% del estudiantado. Son pasos valiosos, pero aún insuficientes frente a la magnitud de la deuda social. Y, sobre todo, no deben usarse como excusa para clausurar el debate.

En este contexto, las elecciones primarias y la posterior elección presidencial no pueden convertirse en rituales vacíos. Son momentos clave para exigir coherencia, recordar las promesas y definir el rumbo que queremos para el país.

No porque estemos en año electoral todo vale. Usar el contexto para tergiversar, simplificar o manipular realidades es una falta de respeto no solo a la ciudadanía, sino al sistema democrático que algunos dicen defender. La violencia debe ser condenada, sin duda. Pero también deben serlo —con la misma fuerza— las injusticias estructurales que la incuban. ¿Acaso esas no merecen el mismo nivel de indignación política? El estallido no fue un episodio aislado ni una simple explosión de violencia. Fue la expresión contundente de las profundas fracturas que la democracia desde el palco ha ignorado por décadas.

En este año electoral, la ciudadanía tiene la responsabilidad y la oportunidad de exigir que sus representantes atiendan esas demandas legítimas, que ya no pueden ser silenciadas ni minimizadas. No se trata solo de elegir personas, sino de decidir qué modelo de democracia queremos: ¿una que favorece a las élites y mantiene a la mayoría pasiva, o una que promueve la participación, el respeto y la justicia social? La respuesta estará en las urnas, pero también en la vigilancia constante hacia quienes depositamos nuestra confianza.

Rossana Carrasco Meza
Profesora de Castellano, PUC; Politóloga, PUC; Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, U. de Chile.

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