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La desindustrialización o el arte de darse balazos en las piernas. Por Nicolás Medina Cabrera

El cierre de Huachipato es un balazo en las piernas. Constituye, sin exageración alguna, una mutilación al cuerpo social de Chile y a su soberanía. Tristemente, se trata del desmembramiento más reciente de una larga serie de cercenamientos industriales que ha sufrido el país a manos de una élite tan miope como egoísta. Una clase dirigente que, en vista de sus actos, se autocomplace en su papel de rentista, expoliador de segunda mano o capataz de intereses foráneos —eso que antes, sin pelos en la lengua, se denominaba yanacona o vendepatria—. Aparte de la tragedia de los miles de trabajadores despedidos y familias despojadas de sustento, hay un factor que este gobierno y que la ciudadanía debiera considerar: cualquier país que se desindustrializa se torna más frágil, permeable y débil en la gran cloaca violenta del planeta. Su peso o posición geopolítica disminuye de modo inevitable, por mucho que se insista con tararear letanías friedmaniacas, con el auge del sector servicios, con trabalenguas de anglicismos y con los architrillados mantras de las ventajas comparativas, las ineficiencias y otros etcéteras.

Hay ciertos sectores económicos y de recursos primarios que ningún país sensato está dispuesto a tirar por la borda; para tales casos, resulta irrelevante si los agentes nacionales del rubro son estatales, mixtos o privados. El mayor problema, tal vez, estribe en que todo Occidente (en todo ese primer mundo que copiamos como monitos de organillero) no quedan países sensatos, si se define la sensatez como poseer una rudimentaria conciencia del pasado, un mínimo de juicio intelectual y un atisbo de visión a mediano y largo plazo. Estados Unidos y toda la Europa desarrollada llevan décadas desindustrializándose, o sea, cayendo en la reluciente trampita de las ventajas comparativas, el espejismo de la buena fe comercial y la competencia (me refiero a los yerros de los estados-naciones, pues las transnacionales occidentales desplazan su capital hacia donde les plazca y les convenga). Y como caminamos jorobados y mirando hacia el suelo, siguiendo la huella de los antiguos imperios decadentes, no vemos que los pasos del monito mayor conducen a un precipicio. Mientras damos felices zancadas hacia el desfiladero, en el aire resuena una tonada en chino mandarín y una risa: es la carcajada del pueblo sabio y previsor que no ha caído en los embustes del libre mercado a ultranza y que, valiéndose de la ingenuidad de Occidente y sus escuderos (nosotros, dentro de ellos), no ha olvidado jamás que la competencia es, ha sido y siempre será una farsa provisoria, una situación que irremediablemente conduce al triunfo del pez más gordo.

Pero imaginemos, por un momento, lo que haría un país sensato en estos tópicos. ¿Qué haría? Mantener una matriz de sectores industriales básicos para asegurar cierto nivel de autarquía o, como mínimo, un grado de reacción ante los vaivenes del mundo. Porque a largo plazo da igual que el señor Claudio Agostini, desde su cátedra en las montañas, esgrima que "el cierre es la decisión correcta", acusando la "ineficiencia" de la planta. Da igual, adicionalmente, que la supuesta mano invisible se relama los dedos con ganancias accionarias en la bolsita de Santiago. Todo lo anterior son minucias, opiniones técnicas parciales y engañifas que serán oportunamente desmentidas por el tiempo, por ese tiempo corrosivo que se encargará de develar, con toda transparencia, lo único relevante, lo que más pesa en la balanza en este tipo de coyunturas: una mayor dependencia de la metrópoli, es decir, de los poderes foráneos. Y entonces quedará un territorio, con una banderita y ciertas efemérides, que cada vez produce menos valor agregado en su economía real y que, con un optimismo francamente pueril, se escuda en ilusiones absurdas. Ilusiones que únicamente se encarnan como realidades a causa de ser repetidas como viejas plegarias; a fuerza de ser balbuceadas, boqueadas y repetidas en público miles y miles de veces, ya sea en mamotretos académicos, en papers solventados por bolsillos corporativos o en eslóganes de políticos marioneteados que, a lo sumo, calculan el mediano plazo del siguiente carnaval electoral.

El nivel de industrialización es, acaso, el mejor indicador del grado de soberanía e independencia económica de un país (se exceptúan, obviamente, los paraísos fiscales y otros reductos raros tipo Luxemburgo o Singapur). De eso se trata este cierre: de un asunto de soberanía e independencia. Analizarlo meramente a partir de una tabla Excel conduce a seguir en el cepo e implica seguir renunciando a la posibilidad de ser un país desarrollado, productor de manufacturas, generador de valor agregado y, a la postre, más soberano y menos títere.

Porque ya hubo otros cientos de Huachipatos clausurados. Hubo, alguna vez, en Chile, cierto tesón empresarial, cierta pujanza industrial y sectores que abastecían al país con aciertos y errores mejorables. Hubo una industria textil, cerámica, del calzado. En nuestra república se refinaba el cobre, antes de sucumbir a la idiotez de ofrecerlo como gangas a granel. Existió el intento de generar una red ferroviaria poderosa, antes de que la mafia de los buses y camiones impusiera su cantinela. Existió, políticamente, a finales del siglo diecinueve, un amago de industrializar verdaderamente al país y chilenizar el salitre, con saldo de miles de muertos y un presidente con una bala en la cabeza. Hubo, ochenta y tantos años después, un afán de nacionalizar el cobre y dotar a Chile de soberanía económica, con otro saldo de miles de muertos y un presidente con una bala en la cabeza. Y, sin tanta salvajada de por medio, hubo gobiernos radicales que a mediados del siglo XX, junto a cierta fracción de la élite, intentaron desarrollar al país en base a la industria, a la industria real y tangible, que sigue siendo el pilar de cualquier economía poderosa, hecho que se revela sin ambages cuando las papas queman, o sea, en tiempos de crisis o guerras. ¿Y no nos hallamos, acaso, en un momento bisagra? ¿No estamos en medio de un polvorín global o, al menos, en una época donde se están corriendo los cercos hegemónicos establecidos por Estados Unidos a partir de la caída de la URSS? ¿Qué ocurrirá cuando los productores "eficientes" de acero se conviertan en un cartel incorregible y suban los precios casi a su antojo? ¿Todos los feligreses del capitalismo libérrimo no avizoran, en sus liturgias dominicales de El Mercurio o en otras sedes, que las antiguas baratijas chinas ya no son baratijas y que, de mantenerse esta tendencia, no habrá competencia posible en casi ninguna industria? Quienes aducen beneficios para los chilenos a partir de un acero internacional más barato obvian, acaso, estas preguntas. Y su ciega satisfacción es la confirmación de un refrán del romancero popular: pan para hoy y hambre para mañana.

La fantasmagoría de la competencia, de la verdadera competencia, ha sido desmentida una y otra vez. O más que desmentida, ha sido despojada de su túnica fetiche, de ese disfraz de falsa pureza y espontaneidad tejido por los actores supuestamente fieles del santo mercado sin mácula. ¿Qué pasó cuando la industria automotriz japonesa quiso entrar a EE.UU? ¿Que pide ahora el campo francés? ¿No está reingresando Estados Unidos a un proteccionismo? ¿China no es proteccionista? ¿Cómo competía Inglaterra contra sus rivales cuando eran el gran elefante arrollador del mundo? ¿Acaso los británicos competían en buena lid, tomando tecito a las tres, y dejando ingresar productos foráneos a sus dominios sin arancel alguno? ¿O más bien la galantería victoriana se basaba en impedir a sangre y fuego la industrialización de sus colonias formales o informales, en depredar sus recursos a baratillo y en mantener a sus satélites como compradores de sus manufacturas, y todo, por supuesto, bajo la amenaza de utilizar el poder verdadero, aquello que Mao Tse-Tung definía como lo que "está en el fondo del cañón de una pistola"? Los variopintos doctores de la economía clásica podrán propagar sus sermones ultraliberales a los cuatro vientos, pero esa vocinglería no desmentirá dos hechos constatables. Primero, que ningún país grande se desarrolló sin un estado y una élite más o menos proteccionista, conchabada en privilegiar sus intereses vitales por sobre el supuesto respeto a la competencia, a la musa del libre mercado. Y segundo, que pese a todos sus galardones y laureles, estos pitonisos del libre mercado se la pasan fallando, errando impunemente en sus profecías, salvo excepciones contadísimas que evidencian las falencias generalizadas de su disciplina, la cual, no obstante sus rigurosas herramientas matemáticas, tiene mucho de horóscopo y de cabildeo fanático a favor de los intereses financieros.

Cuando en el siglo XIX nuestra élite era un alfil pretencioso e informal del imperio británico, ya se hablaba de ineficiencias y ventajas comparativas; se peroraba también, con el mismo desparpajo vacuo, de que no había que poner ninguna cortapisa a las dinámicas espontáneas del mercado, siguiendo el evangelio de un profesor francés muy en boga en el Chile de esos lustros, cuyos alumnos del Club de la Unión lo tenían como una lumbrera, aunque en Europa no pasara de profesor de provincias. Este caballero, un tal Jean Gustave Courcelle-Seneuil, promovía un liberalismo económico a ultranza, enemigo de cualquier clase de proteccionismo, mientras propugnaba un Estado anémico y paralítico. Suena a película vista, ¿o no? ¿Y a quién beneficiaban los postulados de ese predicador, seguidos a rajatabla en la minería, en la banca y en la inveterada costumbre de mantener a Chile desindustrializado, cojo, reducido a mero verdulero y vendedor mayorista de materias primas? ¿Beneficiaban a Chile o a los capitales extranjeros, principalmente británicos, que, por aquel entonces, regían el mundo?

Lamentablemente no hemos aprendido mucho en estas materias. Lo de estos últimos cincuenta años, desde la dictadura hasta hoy, son los actos de una opereta repetida, dirigida por la batuta de una mano invisible que, en realidad, es una mano compuesta por deditos-cabezas. Cabezas de unas pocas personas de carne y hueso, cuyas decisiones mezquinas y privadas amputan la soberanía de nuestro país. Si la clase política quisiera hacer algo más que ganar elecciones, los partidos debiesen tomar cartas al asunto. Pero, conociendo los prontuarios desindustrializadores de la derecha de Chicago, la concertación y sus continuadores espirituales, tal vez sólo queda evocar con tristeza otra perla del viejo romancero: no hay que pedirle peras al olmo.

Nicolás Medina Cabrera,
Escritor.

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