En kioscos: Junio 2025
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

La dimensión afectiva de la ultraderecha chilena: una zona opaca en los estudios políticos. Por Fabián Bustamante Olguín

Una cuestión que suele llamar poderosamente mi atención en buena parte de la literatura politológica y sociológica que se ocupa del estudio de las derechas —y que podríamos extender al ámbito nacional y latinoamericano en general — es su reiterada concentración en aspectos estructurales e ideológicos. Dicho de otro modo, en doctrinas, manifiestos, programas partidarios, élites políticas, discursos oficiales y decisiones institucionales. Esa mirada, si bien ha generado importantes avances en la comprensión del campo de la derecha en sus múltiples variantes, ha tendido a descuidar, por no decir marginar, la dimensión subjetiva, afectiva y experiencial de quienes adhieren a estos proyectos. Este vacío analítico no es meramente anecdótico: responde, más bien, a una tradición de pensamiento que ha privilegiado la racionalidad formal de la política, omitiendo la forma en que las ideologías -y muy especialmente las de derecha radical o extrema- se encarnan en prácticas, emociones y sentidos comunes.

Desde esta perspectiva, resulta particularmente revelador el trabajo de las politólogas Paloma García y Erika Jaráiz, quienes en su libro La construcción de la extrema derecha en España (2022) observan cómo el estudio de fenómenos de la extrema derecha ha estado marcado por una hiperracionalidad que termina por eclipsar las razones afectivas, simbólicas o incluso existenciales que explican su crecimiento. Esa omisión cobra mayor relevancia cuando se advierte que, en tiempos de incertidumbre y desafección democrática, no basta con analizar lo que los actores políticos dicen o proponen; también es necesario comprender cómo y por qué sus ideas logran resonar en las capas más profundas de la subjetividad social.

Trasladado al caso chileno, esta observación permite repensar la adhesión creciente que despiertan figuras como José Antonio Kast y Johannes Kaiser, representantes de una ultraderecha que, más allá de su retórica tecnocrática o programática, logra captar la atención —y muchas veces la simpatía — de sectores significativos de la población. El problema, entonces, no exclusivamente en lo que proponen sus discursos, sino en el modo en que tales discursos movilizan afectos, proporcionan certezas, prometen orden o restauran identidades fragmentadas. Más que un voto estrictamente racional, se trata de una interpelación cargada de dimensiones emocionales, estéticas y simbólicas, que exige el uso de herramientas teóricas distintas para ser comprendida en toda su complejidad.

En este plano, la ultraderecha ofrece un repertorio atractivo para sujetos expuestos a diversas formas de vulnerabilidad o precariedad: propone certezas ante la ambigüedad, pertenencia frente a la atomización, simplicidad frente a la complejidad. Y, por sobre todo, genera una estética del orden, de la fuerza, de la virilidad, que no seduce, sino que también tranquiliza y reconfigura posiciones identitarias dañadas o en crisis. Lo paradójico de este fenómeno es que muchas de las angustias sociales que la ultraderecha promete resolver son, en gran parte, efectos de un orden neoliberal que la propia derecha -y, en muchos casos, también la centroizquierda- ha administrado y profundizado durante las últimas décadas.

El malestar que se canaliza a través de la adhesión a estos movimientos no es únicamente económico o institucional. Es un malestar de orden ontológico, que atraviesa experiencias concretas como la inseguridad económica, el miedo al descenso social, la desconfianza ante la inmigración o la sensación de desorden barrial. Estas vivencias, leídas desde claves moralizantes, encuentran en la ultraderecha un lenguaje capaz de traducirlas en narrativas de sentido, en respuestas aparentemente coherentes y en propuestas simbólicas de restauración. El abandono del Estado, el desencanto con la izquierda, la fragmentación comunitaria y la pérdida de referentes colectivos conforman un campo fértil para estas subjetividades en busca de orientación.

En este sentido, es ineludible incorporar a los análisis politológicos y sociológicos herramientas provenientes de la sociología del afecto, de la fenomenología social o incluso de la antropología cultural. Se vuelve imperativo preguntar qué dice la ultraderecha, por qué sus discursos resuenan, en qué prácticas se inscriben y qué ofrecen emocionalmente a quienes los acogen. El estudio no puede limitarse a los partidos en su estructura formal; es necesario atender también a cómo estos partidos construyen mundos de sentido, formas de vida, imaginarios y pertenencias.

Un ámbito particularmente revelador para observar este fenómeno es el de las redes sociales. Allí se articulan discursos, estéticas y prácticas que, aunque puedan parecer marginales o caricaturescas, desempeñan un papel decisivo en la socialización ideológica. Basta con revisar los comentarios que abundan en portales de noticias como Emol, Radio Bío-Bío o los principales periódicos digitales del país para advertir la proliferación de narrativas anti-Boric, antifrenteamplistas, antiprogresistas o antiderechos. Estas expresiones no representan meros desahogos individuales, configuran microperformances políticas que, al acumularse, configuran un ecosistema ideológico. En ese entorno, la ultraderecha comunica, y al mismo tiempo produce cultura: memes, formas de humor, imágenes virales, apodos, símbolos y lenguajes que moldean los imaginarios de miles de personas.

El caso del apodo “merluzo” dirigido al presidente Gabriel Boric, por ejemplo, ofrece muestra elocuente de cómo opera este tipo de lenguaje: lejos de tratarse únicamente de una burla, constituye una estrategia de deslegitimación afectiva que busca ridiculizar y vaciar de autoridad a una figura política mediante prácticas humorísticas que se instalan con facilidad en la vida cotidiana. Esta cultura política, aunque parezca informal, construye formas de subjetividad, genera adhesiones y alimenta una pedagogía ideológica difusa que no transita por la escuela ni por el partido, sino por plataformas digitales, influencers, comunidades virtuales y afectos compartidos.

Desde esta perspectiva, la ultraderecha chilena —como otras en el mundo— convence a través de ideas y seduce mediante la experiencia. Persuade con argumentos, pero también interpela desde el cuerpo, el miedo, el resentimiento, la esperanza y la necesidad de sentido. Por esta razón, concentrar el análisis exclusivamente en los programas partidarios o en los discursos públicos puede conducir a un diagnóstico parcial o incompleto. Se vuelve imprescindible explorar las dimensiones implícitas, las formas de performatividad, los modos en que se actúa, se encarna y se siente esa pertenencia política.

Abrir este debate, al menos en espacios críticos como Le Monde Diplomatique, puede contribuir a una comprensión más compleja de la vitalidad actual de la ultraderecha. Una vitalidad que, lejos de agotarse en el plano doctrinal, encuentra sus raíces en las condiciones sociales, culturales y afectivas de una época marcada por el desencanto y la incertidumbre. En suma, comprender la ultraderecha no solo exige estudiar lo que dice, sino también cómo logra resonar, cómo se disemina, en qué prácticas se inscribe y qué tipo de horizonte ofrece a quienes se sienten perdidos en el presente.

___

Fabián Bustamante Olguín. Académico asistente del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo

Compartir este artículo