“Ante otro más de lo mismo, creí en lo distinto…”
(S. Rodríguez)
Se ha mencionado permanentemente que la educación, hoy por hoy, se encuentra en una crisis profunda. Sin embargo, este eufemismo de fracaso ha maquillado una realidad descomunal que ya no se sustenta en el diario vivir. Nos enfrentamos a un escenario no administrativo, sino que estructural. Por tanto, no se puede reducir a una mera estadística o a simples resultados estandarizados el actual fracaso educativo, sino más bien a una sociedad en decadencia que cada vez se fragmenta más y se desregula por incapacidad de sostener certezas. Es decir, y a lo anterior, el andamiaje social que sostenía la educación, ha fracasado.
Siguiendo con lo anterior, el fracaso de nuestro sistema educativo es el síntoma principal de una sociedad que cada vez más se va agrietando de forma descontrolada. Por tanto, la Escuela, como conector simbólico, se aleja de su función formadora siendo arrasada por transformaciones en la cultura, el sujeto y el deseo. Educar hoy por hoy conlleva situarse en un desierto simbólico de un tiempo social que ya no mantiene coordenadas de certezas, sino más bien de incertidumbres. Es en lo anterior que la educación se vuelve incapaz de sostener las grandes respuestas y con eso, también, se vuelve incapaz de validar el lugar del “otro”.
En la actualidad, la educación, se ha ido vaciando simbólicamente provocando una incapacidad de sostener esos grandes relatos de movilidad social que reinaban en otras épocas. Por tanto, dejó de respaldar un horizonte posible. La Escuela entonces, como aparato simbólico y bajo la mirada de Honneth (2007), no solo fracasa en divulgar contenidos, sino que también lo hace en ofrecer reconocimiento, elemento necesario en el desarrollo social y personal.
Para lo anterior, reconocer el fracaso del sistema educativo implica una reflexión filosófica y sociológica que vaya más allá de entender la solución como algo técnico-pedagógico. Sino más bien como una reflexión en la cual se entienda la Escuela como el dispositivo que hace carne la subjetividad de nuestra época. Por ejemplo; la incapacidad de poder educar cuando el sujeto se ha quebrantado socialmente, o cuando la cultura ha perdido su poder de significar. Castoriadis (1997) menciona que el imaginario social que sostiene la institución educativa se ha desintegrado, dejando en sí, un vacío de significación. Es decir, y como complemento, la incapacidad de significar genera una visión catastrófica de educar en un mundo donde los fundamentos –otrora solidos- se han vuelto inciertos.
Lacan (1970) establecía que el proceso educativo conllevaba el peso de un “otro” que mantenía el poder y encarnaba la ley. Por tanto, la institución, el docente, e incluso el lenguaje funcionaban como encargados de ese orden simbólico que el estudiante adscribía. Sin embargo, ese “otro” se fue desintegrando hasta perder la batalla en lo simbólico y en lo cultural. Para el caso, la pérdida del “otro” envuelve el fin de lo trascendente que sostenía la autoridad pedagógica. De esta forma, dicha perdida no es solo un problema estructural en la educación, sino que, principalmente existencial. Esto porque se educa en un mundo que no quiere ser educado. El vahído de la autoridad escolar es también el derrumbe de la posibilidad para que el individuo se construya.
La pérdida del deseo de aprender es sin duda el ejemplo mismo del fracaso educativo. No hablamos de la superficialidad de una simple apatía, sino que lo hacemos desde la desconexión simbólico-estructural entre el saber y el sujeto. Y esto porque, cuando todo se vuelve fácil, cuantificable y racionalmente utilitario, dicho deseo se pierde y se ve fatigado. Para justificar el punto anterior, en la modernidad liquida, Bauman (2000) menciona que los vínculos ya no se logran sostener en el tiempo y, por tanto, la educación se volvió una mercancía que se consume. Para el caso, y a pesar de los esfuerzos administrativos-pedagógicos, el aprendizaje se vuelve solo una transacción. Vale decir, el estudiante busca un título y no conocimiento. Busca calificaciones y no comprensión. Es en esta tribuna que se observa que la Escuela es tan solo un simulacro de formación.
Volviendo a lo anterior, sobre el rol del otro, Heidegger (1951) diría que, el docente pierde su capacidad de fundar mundo. Deja de ser un mediador del saber y pasa a ser un gestor que administra el vacío. Ante los ojos de la teoría del reconocimiento, la figura docente es afectada doblemente. Por un lado, por el no reconocimiento de su autoridad simbólica, y por otro, por la no valorización institucional de su labor. En la mirada de Arendt (1958) se diría que la sociedad abandonó al docente desprendiéndolo de su total autoridad.
Con todo lo anterior, la Escuela asoma como una estructura donde la velocidad del gran capital financiero no comulga con la idea de un aprendizaje de tiempo lento. Ya Nietzsche (1887) y Heidegger (1927) daban luces sobre el ser en lo cotidiano y como la técnica sustituiría el pensar. Castoriadis (1997) complementa esta mirada filosófica estableciendo que las instituciones educativas se mantienen atrapadas en un imaginario dominante que no genera innovación, sino más bien, repetición burocrática. En este contexto social, la educación no se convierte en apertura al ser, sino que, solamente se vuelve administradora de información.
Benjamín (1936) establecía que la Escuela se enfrentaría al vaciamiento de la experiencia. Y esto, como dijimos anteriormente, porque ya no se aprende por trasmisión directa, sino más bien, por consumo de datos. En este sentido, con la visión de lo instantáneo, la educación perdió su dimensión formadora. El autor antes señalado sostiene que el narrador desaparece cuando la experiencia no es necesario compartirla. De esta forma, se puede observar que también se pierde los cimientos que fundan comunidad. Castoriadis (1997) complementa con la idea que los imaginarios sociales colectivos deben ser constantemente instituidos para materializar la vida en sociedad; “cuando estos se erosionan, la transmisión cultural fracasa”.
Hablamos de un fracaso social porque la educación no habita en el vacío. La Escuela, tanto en su lugar simbólico como en su lugar físico es un microcosmos de la sociedad. Entonces, el desplome de los lazos institucionales tradicionales – familia, comunidad, política, religión, etc.- han dejado a la Escuela aislada y con una sobrecarga en sus funciones que hacen imposible cumplir su totalidad. Lo anterior dejó sin relato, sin rito y sin significación a la institución antes mencionada.
Han (2018) argumentó que estamos viviendo en una era donde todo debe ser evaluado, controlado y mostrado. Ese exceso de racionalidad y aceleración social eliminó el tiempo que se requiere para un proceso educativo profundo. Por tanto, esa subjetividad se vuelve incompatible con los procesos de formación que exigen distancias temporales, simbolización y esfuerzo, gatillando en un sujeto liquido -Bauman (2000)- ansioso, disperso e incapaz de sostener vínculos duraderos.
Sostenemos que la educación fracasó y no solamente está en crisis. Por tanto, dicho fracaso no es una simple anomalía circunstancial, sino más bien, el espejo de la sociedad en la que nos desenvolvemos hoy. Una sociedad sin relato común, sin deseo, sin autoridad. Entonces, una Escuela que ha perdido su función formadora, donde el docente perdió su lugar simbólico y el estudiante carece de deseo, son el reflejo de lo anteriormente señalado.
Dr. Carlos Fernández Jopia