“Murió don Guido, un señor/de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero;/de viejo, gran rezador.”
Antonio Machado
Hace casi 49 años, un grupo de chilenos en connivencia con Estados Unidos de Norteamérica, llevaron a cabo un golpe de estado contra el gobierno de Salvador Allende. Ajenos a si fue un buen o mal gobierno, está claro que este acto de sublevación estuvo planificado con mucha antelación desde la Marina de Guerra, a través de la Cofradía Náutica Austral y hay suficientes documentos desclasificados que así lo demuestran. Lo que las fuerzas armadas chilenas se niegan a reconocer, es que fueron utilizadas para realizar el trabajo sucio de personajes como Agustín Edwards y una camarilla siniestra liderada por Jaime Guzmán. Así, a posteriori, inventaron pseudos héroes como el [autodesigando] almirante José T. Merino Castro, un señor feudal bananero y trasnochado, que se erigió como un mesías que salvaría a Chile y que señaló expresamente que “... después de una vida entregada a la Patria, en donde mi Armada fue el Trono central de mis desvelos, siendo el instrumento que Dios me dio y la Virgen puso en mis manos para salvar a Chile del ateísmo destructor” (1). Clara autorreferencia de quien sería elevado a los altares de la patria, materializado en una siniestra estatua frente a un Museo de todos los chilenos y que guarda la memoria de verdaderos héroes: Prat, Riquelme, Latorre, Blanco Encalada, Lynch, entre otros. Cómo comparar la actitud de Grau, todo un caballero, frente a la viuda de Prat con la indolencia y la maldad de quien fue responsable de tantas muertes: Jaime Aldoney Vargas e incluso el sacerdote Miguel Woodward Iribarri, por nombrar sólo algunos. Las generaciones de nuevos marinos deben entender que los verdaderos héroes no matan a sus compatriotas por pensar distinto. Hace 110 años, Antonio Machado publicó Campos de Castilla, allí escribió con gran ironía, al estilo de Jorge Manrique, un poema titulado “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”. Es una suerte de parodia, en donde con certera ironía retrata no la vida, ni hace una elegía a la muerte de un personaje, sino a las “virtudes” de un señor que representa una sociedad decadente. El poema, en la finura misma de la ironía, dice: “Al fin, una pulmonía/mató a don Guido, y están/las campanas todo el día/ doblando por él ¿din-dán!” . El 30 de agosto de agosto de 1996, falleció el almirante Merino “... un señor/de mozo muy jaranero/muy galán y algo torero;/de viejo, gran rezador”, diría Machado. El almirante, en sus sueños, imaginaba ser dueño de una flota, con buques de papel y mares tormentosos con olas pintadas de sangre, en su juventud se alzaba festivo, me lo dijo un marino que fue subordinado suyo y “Dicen que tuvo un serrallo/este señor de Sevilla;/que era diestro/en manejar el caballo/y un maestro/ en refrescar manzanilla”; esto último no me consta, pero siempre fue comentario de pasillos.
Al final de sus días de dictador, muy hábil él, decidió que debía dejar a otros pintar sus buques, escudos y oropeles, así “Cuando mermó su riqueza/era su monomanía/pensar que pensar debía/ en asentar la cabeza (…) y repintar sus blasones,/hablar de la tradiciones/de su casa,/escándalos y amoríos/poner tasa,/sordina a sus desvaríos.” De caminar cansino, nadie apuraba a su majestad, cuya mayor gloria fue hablar de tú a tú al otro dictador y mofarse de quienes pensaban diferente o que eran de un país vecino que él despreciaba, tratándolos de auquénidos metamorfoseados, obviando que su ofensas de palabras, también se traducían en sangre y fuego. Y al filo de su edad madura, sea por convencimiento o por oportunismo “Gran pagano,/se hizo hermano/de una santa cofradía;/el Jueves Santo salía,/llevando un cirio en la mano”. Usó la marina cual feudo y la transformó en un señorío, donde se pagaba tributo a su personalidad y “…Alguien dirá: ¿Qué dejaste?/Yo pregunto: ¿Qué llevaste/al mundo donde hoy estás?” (…) ¿Tu amor a los alamares/y a las sedas y a los oros,/y a la sangre de los toros/y al humo de los altares?. Ni su estatua estará presente, porque el peor castigo en la historia…es el olvido.
1) Merino Castro, José T. Bitácora de un almirante. Editorial Andrés Bello. Santiago de Chile, 1998 Pág. 13
Gastón Tagle Orellana
Académico Universidad de Valparaíso