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La excepcionalidad como norma: militarización y gobierno por decreto en el ámbito migratorio. Por Fernanda Stang Alva y Leonora Beniscelli Contreras

Desde octubre de 2019, con algunas interrupciones, hemos naturalizado la situación de vivir en un Estado de excepción constitucional, que no es otra cosa que la suspensión de algunos derechos humanos fundamentales -sobre todo el de libertad de movimiento- por un (supuesto) bien mayor. También nos hemos acostumbrado a que el Presidente Sebastián Piñera gobierne por decreto. Gobernar por decreto supone, de suyo, arrogarse el poder de legislar y, en última instancia, desconocer la necesidad del consenso entre las y los representantes de la voluntad del pueblo (una representación que, en todo caso, está bastante cuestionada por estos días).

La gestión (el control) de las migraciones ha sido uno de los terrenos en que ha operado esta forma de gobernar, ya sea recurriendo a decretos o a medidas administrativas para legislar en la materia. De hecho, no hay que olvidar que, hasta hace muy poco, el ámbito de las migraciones era regulado en el país, principalmente, por un decreto-ley (el 1.094, de 1975). La figura del decreto-ley se instituyó con la dictadura militar, siendo una norma que, tanto en su nombre como en su “contexto de producción”, revela su carácter ilegítimo y anti-democrático. De todos modos, la norma que ha venido a reemplazar ese decreto -la nueva ley de migraciones- tampoco está libre de una gestación poco apegada a la deliberación democrática: se desoyó a las organizaciones de migrantes durante buena parte de su tramitación y el texto aprobado tiene vicios de inconstitucionalidad (violando derechos) reconocidos recientemente por el Tribunal Constitucional.

En esta tónica, el pasado martes 12 de enero el Presidente firmó una modificación a un decreto promulgado en julio de 2019 (el N° 265) mediante el cual autoriza “la colaboración de la Fuerzas Armadas con las autoridades civiles y policiales competentes para actuar en relación a actividades que se vinculen al narcotráfico y crimen organizado transnacional… en zonas fronterizas del territorio nacional” (artículo primero). Mediante esta modificación, según explicó el mandatario en el punto de prensa en que se difundió esta decisión, las Fuerzas Armadas prestarían apoyo logístico, tecnológico y de transporte a las policías en el control de las fronteras. De acuerdo a lo que expresó en ese acto el Presidente, la razón de dicha medida es contar con su colaboración en el combate de la trata de personas, el tráfico ilícito de migrantes y la “inmigración ilegal”, además del narcotráfico y el crimen organizado, que es el ámbito en el que estaba previamente establecida su participación.

En su alocución, el mandatario volvió a poner énfasis en su compromiso con “ordenar nuestra casa”, una idea profusamente utilizada a lo largo de este gobierno para confundir deliberadamente dos procesos sociales bien diferentes: el narcotráfico y la delincuencia organizada transnacional, por un lado, con las migraciones internacionales, por otro. Entre otros artilugios discursivos, esta vinculación (mal) intencionada da cuenta de mecanismos sistemáticos de criminalización de las migraciones (dicho en simple, se ha buscado criminalizar a quienes migran). Aunque no se trata de una estrategia novedosa ni acotada a la realidad nacional, lo que preocupa en este caso es que esta relación se utiliza para justificar la militarización del control fronterizo de las migraciones. La cadena derivativa es tan semejante a la que ha conducido a la militarización del Wallmapu que describir la analogía es ineludible: se criminaliza la protesta indígena, se cristaliza la idea de “zonas rojas” o “territorios del conflicto”, y se los cerca militarmente. Ya sabemos cuáles son las consecuencias de esos procedimientos: el asesinato de Camilo Catrillanca, y la más reciente tortura de su hija Wakolda de 7 años (violentamente reducida en el suelo por la policía, vulnerando toda la legislación vigente y ratificada por Chile en materia de derechos de niñas y niños), son un recuerdo punzante de ello.

Otra de las vías ya bien transitada para criminalizar las migraciones, a la que se recurre en el anuncio de esta medida, es la de establecer una relación con la trata de personas y el tráfico de migrantes. En este caso la operación es más compleja, porque es efectivo que las y los migrantes son víctimas de estas redes delictuales en su desesperación por concretar proyectos migratorios (es decir, lograr migrar, cruzar la frontera), sobre todo aquellos/as que enfrentan mayores restricciones para su concreción (a quienes se les ha impuesto el requisito de visa consular de entrada, por ejemplo, que es el caso de las personas de Haití, República Dominicana, Venezuela y Cuba). Pero sucede que trata y tráfico se han utilizado como situaciones que permiten justificar la securitización de las migraciones, amparando una serie de medidas que, en la práctica, lo único que logran es poner a las personas migrantes en situaciones de mayor vulnerabilidad, como han demostrado estudios sobre estos temas. Además, a partir de una operación metonímica, lo que en realidad alude a delitos que tienen por víctimas a los y las migrantes termina transformándose en una cualidad de las y los propios migrantes, que de esa forma son criminalizados.

Esta criminalización de las migraciones -abierta e intencionada- ha tenido otra expresión en la política de expulsión de esta gestión migratoria. En un análisis sistemático del tema, Luis Eduardo Thayer ha mostrado que, desde 2018, se ha incrementado un tipo específico de expulsiones, las judiciales, es decir, las de personas que están cumpliendo condenas por delitos susceptibles de acogerse a la expulsión como pena sustitutiva (ley N°18.216); las expulsiones administrativas, en cambio, no sólo disminuyeron en número desde esa fecha, sino que también se redujo su eficacia, es decir, la ejecución efectiva de la expulsión. No es forzar las interpretaciones sostener que –en esta lógica de criminalización– no es casual que las expulsiones que se incrementaron hayan sido las de personas condenadas, considerando, además, la espectacularización de esas expulsiones (con verdaderos montajes mediáticos mostrando los vuelos que conducían a los extranjeros expulsados, flanqueados por un despliegue de agentes de policía internacional).

Hay una ficción de democracia cuando, por un lado, se tramita una ley de migraciones que no contempla la intervención de las fuerzas armadas en el control de los flujos migratorios (sino de la Policía de Investigaciones) y, por otro, se establece por decreto presidencial su participación en este ámbito. Hay una ficción de democracia cuando se militariza la demanda de derechos, o el control de la movilidad de las personas dentro del territorio o a través de sus fronteras. Hay una ficción de democracia cuando se gobierna con medidas excepcionales. Frente a esa excepción, la sociedad que reside en este territorio también ha respondido con medidas excepcionales: una masiva expresión de protesta, y la gestación de una nueva carta constitucional. Es de esperar que este nuevo marco que se elabore ponga coto a estas formas excepcionales de gobernar.

Fernanda Stang Alva, CISJU-UCSH
Leonora Beniscelli Contreras. Doctora (c) en Sociología UAH

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