Ya lo han dicho autores como Didier Fassin: el problema de “gobernar” los procesos sociales desde el abordaje humanitario es que se trata de una lógica excepcional. No constituye una respuesta basada en derechos, sino en el carácter crítico de una situación que, en general, determina el propio actor que ejerce esa forma de gobierno. A partir de esa determinación, desde esta lógica, ocurre por ejemplo que el hambre, la sed, el deterioro físico y la afectación psicológica de una persona tras una larga y tortuosa travesía migratoria por tierra deja de ser objeto de atención, porque ya no existe una “crisis humanitaria” que legitime esa acción.
Eso es lo que ha estado ocurriendo en el complejo fronterizo de Colchane en el último tiempo, a partir de la decisión de transformar el “dispositivo humanitario” que se había montado allí en un “dispositivo transitorio”, con la idea de agilizar (intentar agilizar) el proceso de registro que realizan las personas que ingresan por paso no habilitado ante carabineros, militares, policía de investigaciones y el SAG (Servicio Agrícola Ganadero). Esa decisión ha implicado desmantelar buena parte de los espacios de habitación que conformaban el dispositivo anterior, acorralando a las personas en reducidos e, incluso, insalubres espacios de espera en los que, en teoría, no deberían permanecer más de 24 horas, aunque eso no necesariamente sucede, a causa de la escasa dotación de personal de algunas de las fuerzas que realizan ese registro. Un registro que, por lo demás, lo que hace es abrir un proceso de expulsión debido a ese ingreso “irregular” al que, en la mayor parte de los casos, el propio Estado los empujó al exigirles una visa consultar que no les autoriza.
Los organismos internacionales, por su parte, se han marchado llevándose su ayuda para responder a otras “crisis humanitarias”, a otras excepcionalidades que la gobernanza internacional ha estimado más relevantes. Siguen realizando labores de monitoreo y reportabilidad, y queda aún, en la desolada espera en las alturas de Colchane, un programa tercerizado de UNICEF que prioriza a niñes y adolescentes, sus cuidadores y a mujeres víctimas de violencia basada en género. Es decir, un programa que para su funcionamiento exige seleccionar entre calamidades para ofrecer alguna ayuda. Mientras tanto, quienes pasan por el dispositivo en su nuevo formato sólo reciben agua, una barra de cereal, un kit de aseo y acceso a unos baños químicos que acusan con sus olores la necesidad de aseo. Para niñes y sus cuidadores, eso sí, hay monitoreo procurando advertir situaciones complejas (más que las generadas por la propia migración), talleres y actividades lúdico-pedagógicas, montadas con creatividad en medio del flujo de personas y la circulación de urgencias. El panorama es árido y duro como el desierto que le sirve de escenario. El compromiso y esfuerzo de algunos profesionales y no pocos funcionarios que se desempeñan en ese espacio no alcanzan para contrarrestar condiciones estructurales determinadas por las situaciones que generan esas migraciones, y por las normativas y políticas que buscan detenerles el paso o, al menos, desalentarlo.
En nuestro paso por Colchane nos cruzamos con personas con los labios resecos, con mujeres descalzas, porque les habían robado sus zapatos en un paso fronterizo colonizado por la economía del tráfico humano y el contrabando; con personas que nos contaron sus historias con el llanto atragantado. Vimos niñes jugando con piedras, vimos niñes atravesando de un salto casi teatral la línea que marca la frontera, celebrando que llegaban al fin a Chile. Eso vimos en Colchane, un lugar donde la humanidad se pone a prueba con intensidad, y donde lo humanitario revela su fugacidad. Eso pasa en Colchane, una más de las muchas fronteras deshumanizadas del capitalismo contemporáneo, y de seguro, no la más cruel.
María Fernanda Stang
Académica Centro de Investigación en Ciencias Sociales
y Juventud (CISJU), Universidad Católica Silva Henríquez