Hace algunos días atrás se cumplieron dos años, es decir, setecientos treinta y un días, desde el inicio de la guerra en Gaza. Dos años en que el pueblo palestino y el pueblo israelí han sufrido los nefastos y horrorosos efectos de un conflicto de larga data, con profundas raíces religiosas, históricas, políticas, económicas, territoriales y, ahora último, ideológicas.
A diferencia de lo ocurrido antes y durante la segunda guerra mundial, hoy podemos conocer y ver en directo los conflictos, los efectos, las consecuencias y las víctimas de la barbarie, de la degradación civilizatoria y de la intolerancia humana.
En las últimas semanas no ha sido fácil conciliar el sueño y la angustia se ha convertido en una compañía no grata al despertar. No se puede ser indiferente a la muerte de personas inocentes, menos a la muerte de niños y niñas, de mujeres, de ancianos, de animales y a la destrucción y perdidas irrecuperables del patrimonio cultural palestino e israelí. 68.000 palestinos y 3.000 israelíes muertos. Cerca de 25 mil niños y niñas. Una ciudad arrasada.
Hace unos días con consternación su pudo apreciar las imágenes de un anciano que se desplomó en la fila en la que con su olla en la mano esperaba recibir alimentación. De pronto su famélica imagen se desvaneció y murió. No fue una bala, no fue una ráfaga, tampoco un proyectil y menos una bomba. Fue el hambre. Fue la indolencia de las autoridades del Estado de Israel. Pregunto: ¿Alguno ha experimentado verdaderamente el hambre? ¿Aquel hambre que abraza por días, por semanas?
Décadas atrás se apreciaban imágenes y películas acerca de los campos de concentración de los Nazis y de las personas que ahí sufrieron la degradación de la condición humana. También se convivía con las imágenes de las hambrunas en África producidas por los efectos de la descolonización europea, de las guerras tribales, por el cambio climático o por los intereses de las potencias mundiales presentes en el continente (Sudán del Sur, Somalia, Yemen, Nigeria, Etiopía, entre otros países). Pero después de 80 años del término de la segunda guerra mundial, volver a ver la muerte de personas, de seres humanos por la privación intencional de agua, de alimentos y de medicamentos parecía algo que solo podía producir la imaginación cinematográfica y novelesca. La realidad claramente muestra otra cosa. Una humanidad que a pasos acelerados avanza hacia procesos peligrosos y casi irreversibles de deshumanización.
Al parecer, la humanidad no aprendió nada con el holocausto causado por los Nazis contra el pueblo judío, contra el pueblo gitano y contra todos aquellos pueblos considerados subhumanos o simplemente no arios. Tampoco aprendió de las atrocidades cometidas por las autoridades del imperio japonés y por lo que luego el pueblo nipón sufrió en carne propia en Hiroshima y Nagasaki. Y tampoco aprendió de las masacres y de los desgarros provocados por la imposición de las ideologías totalitarias que dominaron el este europeo y grandes territorios de Asia y de África.
Parece que no. Parece que la barbarie, la intolerancia y la indolencia humana se han incubado nuevamente y continúan presente en algunos líderes mundiales. 10.000 años de evolución y de desarrollo de la conciencia y de la ética humanista transitan por las cornisas de la civilización.
Cuando un dios elige a un pueblo en particular, lamentablemente condena a los demás pueblos a ser perseguidos. Cuando una idea se impone a otras, condena a la verdad, a la libertad y a la justicia a vivir encadenadas.
Cuando la fe sincera transmuta hacia fundamentalismos, fanatismos e ideologismos termina convirtiéndose en instrumento de censura, de prohibición, de persecución, de tortura y de muerte.
Y cuando se elige el silencio para no ver los desgarros y las atrocidades que producen el odio, la soberbia, la intolerancia, la indolencia y la injusticia entre los seres humanos, ese silencio termina transformándose en obsecuencia y en complicidad.
Sin embargo, el desarrollo de la convivencia entre los seres humanos y la historia de la humanidad han enseñado que siempre hay un momento para romper el silencio y para decir basta. Y también para dejar espacios al desarrollo de la conciencia, para alejar a la indiferencia, y para pasar de la observación, de la reflexión a la acción, a la intervención. La vida es sinónimo de optimismo y nido fecundo de las esperanzas en una humanidad humanizada.
Por eso, cuando se han cumplido dos años desde el comienzo de la guerra claramente asimétrica y del genocidio en contra del pueblo palestino y del sufrimiento del pueblo israelí, es el momento para decidir de qué lado de la historia se está y qué actitud se debe asumir frente al genocidio, al totalitarismo, al autoritarismo, al fundamentalismo, al terrorismo y a la indolencia, venga del lugar que venga y sea del color que sea.
Nada justifica la muerte, el asesinato y la crueldad entre los seres humanos. Y si se trata de decidir, se puede comenzar rindiendo un sentido y emotivo homenaje a las víctimas inocentes del pueblo palestino y del pueblo israelí, mudos testigos de la crueldad y de la indolencia a la que pueden llegar los seres humanos.
Existe aún la posibilidad y la oportunidad para tomar el camino correcto de la historia. La conciencia y la ética de cada cual determinará el camino a seguir.
