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La Iglesia y el aborto: un drama escatológico. Por Juan José Álvarez

1. Un punto de partida adecuado para entender el problema del aborto de acuerdo a la doctrina de la Iglesia Católica consiste en formular la siguiente pregunta: ¿qué significa para la Iglesia ese Dios hecho carne y hueso en la figura de Cristo, su descenso desde la eternidad en el reino temporal de nuestra realidad? ¿Y, si el nacimiento de Jesucristo expresa la asunción por parte de la divinidad de una existencia temporal, por qué este acontecimiento puede representar el ingreso de la humanidad en la historia de la salvación?

Habitualmente se dice que el tiempo es una prisión ineludible y que la religión tiene como único propósito echar abajo las puertas de la cárcel del tiempo y abrir las de la eterna redención. En la Segunda Epístola de Pablo a los Tesalonicenses la historia del fin del tiempo se presenta como un mysterium iniquitatis, o sea, como un evento escatológico donde lo que está en juego es la salvación y la condena de la hombres, el fin del mundo y el carácter decisivo de la hora presente1. La estructura temporal de este acontecimiento encuentra su determinación en la finitud del tiempo, en el fin que es Jesucristo.

No es ninguna contradicción, desde esta perspectiva, decir que en Jesucristo ha tenido lugar el cumplimiento y que, al mismo tiempo, el fin del tiempo todavía se muestra distante: representa el ya y el aún-no en la nueva venida de Jesucristo. De aquí la doble estructura del tiempo escatológico: por una parte existe el katékhon, que retiene consumación de la historia, y por otra, el advenimiento del mesías que, en Pablo así como también en la tradición hebrea, representa la figura redentora fruto de la destrucción total del tiempo histórico. En otros términos, el katékhon es la potencia que retrasa la revelación del misterio –el Estado, pero también la Iglesia, como toda autoridad jurídicamente constituida– y el mesías hace inoperosa la ley.

En una conferencia pronunciada el 13 de noviembre de 2012 y publicada bajo el título Mysterium iniquitatis, Giorgio Agamben dedica un análisis pormenorizado al misterio de los tiempos últimos presente en el texto paulino. Lo que, según Agamben, habría ocurrido en nuestro tiempo es que una noción genuinamente escatológica –precisamente, el mysterium iniquitatis del que habla Pablo– “fue arrancada de su lugar propio y transformada en una noción ontológica contradictoria, o sea en una suerte de ontología del mal” (Agamben, 2013, 35). Si en Pablo el develamiento del misterio coincide con la llegada de la parusía, con una manifestación de la inoperosidad de la ley, Agamben propone comprender este misterio a la luz de la renuncia de la Iglesia a toda experiencia escatológica del fin del tiempo para desarrollar una oikonomía sin objetivo, en que el mal no es otra cosa que un drama histórico en el cual la decisión de cada uno está siempre en cuestión (Agamben, 2013, 55 y ss). Ahora bien, ¿cómo comprender el rechazo de la Iglesia a toda acción política que pretenda legislar sobre el derecho de aborto? La hipótesis que aquí quiero defender es que entender el núcleo de una polémica tan contingente como el rechazo “sin excepciones” de la Iglesia a la despenalización del aborto implica necesariamente situar el asunto en el contexto escatológico que le es propio. La Iglesia no sólo niega el aborto porque atenta en contra de los textos de la Sagrada Escritura, sino porque que manifiesta más bien una negación del carácter sagrado e inviolable de la vida humana cuyo fundamento –la acción creadora de Dios– consiste en una unión hipostática con el Creador, su único fin. “Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo a su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente”2. Con estas palabras la Iglesia defiende su postura en contra del aborto y expone uno de los discursos más perversos del mensaje católico: la aceptación de la vida sustancializada en cuanto realidad divinamente conferida.

2. En la Conferencia Episcopal del 25 de marzo de 2015, los obispos católicos daban a conocer un documento donde rechazaban el proyecto de ley que despenaliza el aborto terapéutico. En un fragmento paradojal e inquietante, la Iglesia expresa la siguiente conclusión: “La ciencia biológica confirma que desde el momento de la fecundación se inicia una nueva vida humana […] Cobijado y dependiente de la madre no es sin embargo parte del cuerpo de ella, sino otro ser, por lo que su individualidad debe ser respetada”3. ¿Cómo explicar el mensaje de los obispos católicos? ¿Qué significa que la vida del feto sea dependiente de la madre pero que al mismo tiempo está separada de su cuerpo? La concepción sustancializada de la vida es producto de la obstetricia milenaria de la Iglesia y cuyo fundamento remonta lejos a la teología. En el largo período comprendido entre Agustín de Hipona y Duns Escoto, la naturaleza era vista como contingente no sólo respecto de la voluntad de Dios, sino también de la gracia de compartir Su vida. Tal paradigma, sin embargo, llegaría a punto de no retorno con el surgimiento de la revolución científica, acontecimiento que terminó por desmontar la tesis de la contingencia y, consecuentemente, con ello el modelo mecanicista del mundo pasó a llenar el vacío de la “muerte de la naturaleza”. De este modo, mientras la medicina comenzó a controlar y administrar la vida biológica de la población, aquello que Michel Foucault define como “biopolítica”, la Iglesia adquirió un nuevo cuerpo social al ofrecer un marco a esas actividades bajo el discurso de la bioética.

Resulta “temible” que en este siglo XXI la Iglesia emplee su poder de fabricación de mitos y su vocación de policía de las almas para proclamar el carácter sagrado de la noción secular abstracta de “vida”. La Iglesia nunca ha podido definir qué debemos entender por “vida”; por el contrario, ha sido recurrentemente dividida y separada –en una suerte de divide et impera– en bíos y zoé, vida vegetativa y vida de relación, vida orgánica y vida animal. Si la biología percibe la vida humana como un “hecho científico” que puede designar tanto un espermatozoide, un embrión o un ser humano, sin darle ninguna definición, la Iglesia se ha empeñado en consagrarla, separarla de la esfera humana, para definirla como sagrada o propiedad intangible de Dios.

Así es como la vida ha sido separada de nosotros aunque, paradójicamente, nos acompañe durante toda nuestra existencia. Esta íntima contradicción entre separabilidad e inseparabilidad es lo que define el estatus de la vida en las sociedades espectaculares a la vez que articula los engranajes de la máquina teológico-política. El doble juego de la dependencia e independencia del feto respecto del cuerpo de la madre es la clave de un poder que históricamente ha buscado controlar y gestionar el útero como espacio biopolítico de generación de vida.

3. Si hacemos una genealogía del cuerpo femenino contemporáneo, descubrimos el arcaico modelo galénico de la diferencia sexual, en el cual las mujeres eran consideradas jerárquicamente inferiores a los hombres pues, según se pensaba, tenían un menor grado de perfección metafísica. Andries van Wesel, autor de uno de los libros más importantes sobre la anatomía humana, De humani corporis fabrica (1543), describía la anatomía de la mujer como un cuerpo masculino imperfecto. Se creía que la vagina era un pene interior y el glande eran los labios mayores y menores. El útero, por su parte, hasta mediados del siglo XVIII, fue representado de forma desincorporada y “preformacionista”, como si estuviera suspendido en la nada. Por ejemplo, en The rose garden (1513), de Eucharius Rösslin, el primer tratado de ginecología práctica, el útero es representado como un órgano independiente del cuerpo femenino, como un contenedor que flotaba en un cuerpo materno completamente ausente.

La crisis epistemológica del modelo preformista se verificaría cuando a mediados del siglo XVIII aparecen las primeras representaciones de un útero incorporado o encarnado en el cuerpo materno. Este nuevo paradigma queda reflejado en una ilustración del anatomista Jacques Fabien Gautier d’Agoty de 1770, donde el cuerpo de la mujer es representado como una entidad anatómicamente diferenciada del cuerpo masculino que tiene rostro y una evidente función reproductora.

A la luz de la época biopolítica, la concepción del útero como órgano encarnado, lejos de significar una transición en el discurso médico-científico y jurídico, constituye un absoluto sometimiento a las técnicas de producción del cuerpo y de la subjetividad; pero antes que eso, manifiesta el último intento de la Iglesia por recuperar el útero como receptáculo de lo sagrado para reivindicar el poder espiritual respecto del cual el cuerpo femenino debe estar subordinado.

4. Teológicamente considerada, la encarnación plantea que Cristo habría sido engendrado por el Padre en la forma de una “consustancialidad” (homoousía). Siguiendo a los Padres de la Iglesia, esto significa que Cristo tendría una doble naturaleza: “perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad y consustancial a nosotros según la humanidad” (Forte, 1995, 115). En el evangelio joánico, el sintagma ho Lógos sarx egéneto [“El Verbo se hizo carne”] expresa el acontecimiento por medio del cual Cristo (Lógos) se “hizo carne”, asumiendo así el momento presente bajo el tiempo mesiánico de la justicia de Dios. De esta manera, el fundamento y punto central de todo proceso salvífico y de su cumplimiento es justamente el misterio de su operación divina: la encarnación significa en realidad una última e irrebasable acción salvífica de Dios en el mundo.

En este punto puede ser interesante considerar una tesis de Rodrigo Karmy sobre la dimensión “somatotécnica” de la encarnación. De acuerdo con una observación del filósofo chileno en su Políticas de la excarnación: “[L]a producción de cuerpos constituirá la operación encarnativa fundamental según la cual el poder inviste enteramente la carne transformándola en un cuerpo […] En razón de su carácter somatotécnico, la encarnación se presenta como un paradigma propiamente biopolítico: la invisibilidad de la carne es traída a presencia en la forma de un cuerpo visible” (Karmy, 2014, 179). El resultado inmediato de esta operación es que la vida aparece en forma sustancializada (ousía) y, a la vez, como si estuviera destinada a llevar a cabo el pléroma de la ley, el cumplimiento y plena realización de la voluntad de Dios.

Sólo en esta perspectiva es posible apreciar el sentido y la importancia del término “oikonomía”. De acuerdo con una opinión bastante difundida, el término hace referencia a una concepción de la historia en términos económicos, es decir, como economía de la salvación. El recurso a la economía como plan divino de la redención les permitió a los primeros teólogos de la Trinidad (Dios es comprendido simultáneamente en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) afirmar que en Dios hay una única sustancia pues, de este modo, se evitaba caer en el politeísmo. Sin embargo, de acuerdo a las investigaciones de Agamben sobre la deriva teológica de la economía, el precio que tuvo que pagar el pensamiento cristiano, para evitar la crisis del monoteísmo, fue el de introducir en Dios una fractura entre su ser y su obrar, entre la sustancia y la praxis (Agamben, 2008, 99 y ss). De aquí puede, quizás, venir el rechazo de la Iglesia a toda legislación que pretenda instituir el derecho de aborto. Se trata del antiguo empeño de la Patrística de intentar subsanar el quiebre entre el “ser” y el “obrar”: si nuestro ser ha de seguir, necesariamente, a nuestro obrar, entonces el cuerpo femenino está determinado a reproducir la especie humana para consumar tiempo de la historia. Así, la vida hipostática, sustancializada, hunde sus raíces históricas en la revelación de que toda potencia de ser está configurada en términos del cumplimiento de la obra de Dios. Es en esta perspectiva que la Iglesia se opone al aborto: está en busca de otra María, tiene la esperanza de que tú o ella engendren al próximo salvador del mundo. La postura anti-aborto de la Iglesia también un drama escatológico.

5. La Iglesia, al abandonar el contexto escatológico que le es consustancial, pone en evidencia que la cuestión ínsita en el derecho de aborto no puede ser entendida simplemente como un ejemplo singular en un campo más vasto de problemas. Por el contrario, el bloqueo eclesiástico a los derechos reproductivos del cuerpo femenino constituye el develamiento de un conjunto de reservas y ambigüedades en que ya no es posible distinguir el propósito de su llamada mesiánica ni la contingencia del “poder que frena” el fin de los tiempos.

Nuestra tarea política no es simplemente condenar las formas de dominación que los obispos católicos despliegan sobre el cuerpo de la mujer, sino, parafraseando a Agamben, traspasar verdaderamente el umbral de lo sagrado y profanar aquello que ha sido consagrado a los dioses para darle un nuevo uso (Cf. Agamben, 2010, 97 y ss). El útero libre de su destino reproductor, como algo que no puede constituir nunca una propiedad, es en definitiva la tarea profana de restituirlo al uso común de los cuerpos.

¿Pero cómo hacer un uso libre del útero? ¿Cómo profanar aquello que la Iglesia se ha encargado de sacralizar durante tantos siglos? La restitución del útero al cuerpo femenino sólo es posible mediante prácticas de libertad que permitan desterritorializar su función reproductora. Esto es posible no sólo a través de la abstinencia y la homosexualidad, sino también de la masturbación, de la sodomía… y del aborto.

Basta de gestar al servicio de las parroquias de la Conferencia Episcopal. Hoy más que nunca las mujeres deben cerrar sus piernas a los obispos católicos.

Notas

1 vid. 2 Tes 2, 1-11.

2 Juan Pablo II, Evangelium vitae, sobre el valor inviolable de la vida humana, Biblioteca de Autores Cristianos, 1995, p. 44. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, AAS 80, 1988, 70-102.

3 Obispos de la Conferencia Episcopal de Chile, “El derecho humano a la vida, a una vida digna para toda persona”, Conferencia Episcopal de Chile, 25 de marzo de 2015, párr. 9. Disponible en: http://documentos.iglesia.cl/

Bibliografía

Agamben, Giorgio. El reino y la gloria. Una genealogía teológica de la economía y el gobierno. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2008.

Agamben, Giorgio. “El elogio de la profanación”, en: Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2010

Agamben, Giorgio. “Mysterium inquitatis. La historia como misterio”, en: El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2013.

Forte, Bruno. Teología de la historia. Ensayo sobre revelación, protología y escatología. Salamanca: Sígueme, 1995.

Karmy Bolton, Rodrigo. Políticas de la excarnación. Para una genealogía teológica de la biopolítica. Buenos Aires: UNIPE, 2014.

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