Después de dos años de gobierno, el caudal de voces disidentes crece en eso que llaman "oficialismo". Hace unos días, Daniel Matamala —un referente mediático del progresismo a la gringa— publicó en La Tercera una invectiva gastropolítica en contra de Gabriel Boric, comparando la figura del actual mandatario con la de Ramón Barros Luco, un presidente insulso, anodino, inercial y justamente opacado en la Historia de Chile, cuyo único recuerdo en el inconsciente colectivo nacional es el nombre de un sándwich.
Más allá de refutar o aprobar cada apreciación de Matamala, creo que los problemas basales de este gobierno no pueden ser exclusivamente achacados a Boric o a su equipo asesor, pues se trata de un síntoma heredado, de un vicio compartido por casi todos los gobiernos socialdemócratas desde la caída de la Unión Soviética. Es algo más hondo que la falta de convicciones del Frente Amplio, su tibio origen burgués o su carácter de izquierda desgasificada, timorata, tan hija en carne y alma de las concesiones de sus progenitores. Es algo que rebasa los amarillamientos, las malas cocinas parlamentarias, los errores no forzados de funcionarios pueriles, los sermones absurdos de Giorgio Jackson o la mancha del caso Democracia Viva. El problema crucial no se circunscribe a un asunto de oportunidad o mérito; no estriba en una serie de malas jugadas y en no saber fingir cara de póker ante un establishment que es jugador de la mesa, patrón del crupier y dueño del Casino. El problema radica —tal como viene diciendo Jorge Arrate hace unos años— en una disociación total entre la izquierda y la clase popular chilena.
Entrar en asuntos excesivamente teóricos sobre la catalogación del "pueblo" es un despropósito a nivel de real politik. Que se discuta en ámbitos universitarios acerca de la existencia actual del proletariado, de la modernidad líquida, de tartamudeos epistemológicos y de un sinfín de deconstrucciones que en política pesan lo mismo que la uña encarnada de un fantasma (o, si se quiere, una folclórica coronta de choclo). Podrán financiarse proyectos de investigación y doctorados en el extranjero con el fin de interpretar una parcela de la realidad chilena con moldes a la moda en universidades de Europa o Estados Unidos; pero en la radiografía grande —en el aquí y el ahora— lo que importa es que Chile es un país subdesarrollado y mal repartido, donde la gran mayoría de sus ciudadanos ganan menos de seiscientos dólares y viven en poblaciones, en barrios pobres y en pueblos con enormes carencias materiales. Son trabajadores y trabajadoras. Asalariados o pobres por cuenta propia. La etiqueta, en fin, es irrelevante: es el bajo pueblo de estos días, o sea, gente abandonada al vasallaje de la narcocultura. Gente con malas pensiones, con malos trabajos, con un nefasto acceso a la salud, con una educación alienadora y con vidas excesivamente duras en contraste al PIB y a las posibilidades de justicia distributiva que ofrece nuestro país.
Hace no muchos años, la izquierda tenía un vínculo histórico, cultural y territorial con ese pueblo. Pese al horror de la dictadura, el vínculo siguió vivo, palpitando su luz como un ascua, agonizando en ciertos reductos emblemáticos como Villa Francia, La Victoria, La Legua, Lo Hermida y otros tantos barrios donde heroicas pobladoras y pobladores soportaron los encarnizamientos militares y económicos de la dictadura.
Cuando llegó Aylwin y el carrusel del arcoíris a La Moneda, la mayoría de ese pueblo pobre salió a la calle a celebrar el carnaval de la democracia resurrecta, aunque a los pocos días ese mismo pueblo fue llamado a olvidarse de sí mismo, de su historia reciente, de su condición de actor político sustancial en el devenir del país. No fue una orden dada por la derecha, sino que todos los supuestos partidos de "izquierda" fueron abandonando paulatinamente, tanto territorial como discursivamente, al sector popular. El Partido Comunista, tal vez, permaneció activo en algunos baluartes, pero al cabo de treinta años y fracción, la ligazón entre la izquierda y el bajo pueblo chileno está más que rota. Ni siquiera está podrida o fosilizada: no existe. La actual izquierda progresista sentada en el gobierno, al igual que otras tantas en occidente (como la española, el laborismo británico, parte de la francesa) resulta apopular o incluso antipopular. Desprecia a ese pueblo que tras bambalinas califica de xenófobo, patriarcal, bruto, huaso, alienado y un largo etcétera. Prefiere, al parecer, ser abanderada de nuevos valores de las clases medias progresistas de primer mundo, antes que reafianzar un compromiso y un diálogo con el mundo popular donde habita su nana, el cartero, el jardinero, el chofer de Rappi, el conserje del edificio, la mesera de la cafetería, los obreros de su pyme y un larguísimo etcétera. Cuánto se desprecia ese afianzamiento iniciado por Recabarren, que necesitó casi un siglo de proselitismo político y educativo. Una alianza fraguada, por cierto, en tiempos más propicios para las organizaciones populares (entre otras cosas, la existencia de organizaciones socialistas internacionales y el auspicio, oficial o clandestino, del antiguo imperio comunista que hacía temblar a los peces gordos del capitalismo).
¿Pero suena esto a trasnoche? ¿Suena utopía de tipógrafos jubilados? ¿Para qué hablar de proletarios y pobres en un país donde impera el eufemismo y nadie, al parecer, quiere reconocerse como tal o como trabajador? ¿Es inútil o inoficioso hablar de trabajadores, de pueblo, de clases sociales? Desde un punto de vista eleccionario, quizá sí, tal vez un discurso clasista y popular no rinda frutos inmediatos y asuste a parte del electorado. Precisamente por eso es importante: porque ganar una elección presidencial en un sistema parlamentario como el chileno es y ha sido, tantas veces, un mero espejismo de cambio.
Dadas las circunstancias presentes, el triunfo en una brega presidencial no garantiza el inicio de aquellas sendas "transformaciones" tan archiprometidas, manoseadas y echadas a los basureros del palacio presidencial. Sin un apoyo popular masivo, concientizado y territorial no se gana el parlamento. Es más: ni siquiera se gana la posibilidad de soñar o fantasear con cortar la raíz de tantos males y convertir a Chile en algo distinto a una neopulpería extractivista o en el alumnito mateo que va a llegar al "desarrollo". Sin pertenencia, sin una mística popular, sin concientización de clase, los años de un gobierno de izquierda sólo se convierten en fanfarria, en un desfile de medidas cosméticas, bizantineadas estériles y concesiones hechas con el afán de puntuar en las encuestas y soñar con una reelección. ¿O en eso devino ya esta generación de jóvenes líderes estudiantiles que deseaban cambiarlo todo? ¿Qué pretenden actualmente las izquierdas progresistas, socialdemócratas, indefinidas como este gobierno? ¿Administrar el Fisco en la medida de lo posible? ¿Maniatarse en un trono de cuatro años mientras el bajo pueblo se encandila cada vez más con un populismo derechista que triunfa en las redes sociales, hablando sin remilgos y prometiendo, además, soluciones al narco y a los problemas que padece el grueso de la población? Asumiendo que todavía existen afanes socialistas en la izquierda timoneada por Boric, ¿acaso piensan que el bukelismo que asolará a nuestro país (bajo Kast u otro caudillo autoritario) se derrotará con perspectivas de género en las caletas, apelaciones a los derechos humanos y otras posmoderneces?
Sin pueblo, la izquierda progresista se reduce a academia, a una moda biempensante. Si no se recupera la vieja catequesis política, la apelación al bajo pueblo y la presencia territorial, la izquierda se encamina otra vez a diversos tipos de derrotas y masacres.