Rubén Darío, en noviembre de 1899, parece simpatizar con el anarquismo. Lo define como «la expansión individual de la libertad». Sin embargo, su relación con este pensamiento es ambigua: lo acepta solo en tanto libertad estética dentro del arte. Cuando se lo aborda como ideología política, lo desacredita, llamándolo «flor de parias» y asimilándolo a toda la izquierda, con un tono irónico: «Socialistas, anarquistas, comunistas, todos son unos».
El punto de encuentro entre el anarquismo y el modernismo es lo que se conoce como bohemia. La bohemia representa «el espacio de interacción entre dos sujetos marginalizados de la sociedad burguesa: las juventudes obreras y los poetas» (Simón 397). En este espacio confluyen jóvenes obreros y escritores que adhieren a una izquierda liberal y comparten una biblioteca donde circulan autores críticos como Verlaine, participante en la Comuna de París; Ibsen, quien renunció a sus privilegios de clase; y Tolstói, considerado fundador del anarquismo cristiano.
Los bohemios se definen por su rechazo a todos los discursos oficiales: no solo los políticos, también los literarios, religiosos y sociales. Es en este contexto donde la anarquía se cruza con el modernismo, por ejemplo, en «la defensa libertaria de la individualidad, la erotización de la escritura, las arengas antiimperialistas o la representación del proletariado» (Simón 398). Estas coincidencias han sido descritas como la «anarquización del modernismo», ya que este último carece de una ideología clara. El objetivo compartido era subvertir el orden cultural dominante, en nombre de una sensibilidad más libre y menos opresiva.
En el caso chileno, también hubo puntos de encuentro entre modernistas y anarquistas. Poetas como Alejandro Escobar, Magno Espinoza y Lucas Olea militaron abiertamente en el anarquismo. Por otro lado, autores como Carlos Pezoa Véliz y Víctor Domingo Silva, sin militar, compartieron espacios con ellos: periódicos, ateneos y centros sociales.
La consigna que definía a estos poetas era clara: «poeta igual a explotado» y «poeta enemigo del burgués» (Jitrik, citado en Simón 399). Así, la literatura —y particularmente la poesía— asumía una función de denuncia. En este cruce de mundos, la marginalidad del poeta deja de ser una excentricidad personal y se transforma en una condición colectiva de resistencia.
Carlos Pezoa Véliz no fue el primer modernista chileno —le anteceden Pedro Antonio González y Diego Dublé Urrutia—, pero su obra resulta clave por su síntesis entre lo popular y lo culto. Su poesía se divide en tres etapas: Poesía Popular (1899–1902), marcada por la rima oral y la sátira; Poesía Nacional (1902–1905), con un tono más elaborado y explícita crítica social; y Poesía de la Modernidad (1906–1908), donde conviven registros cultos y populares. Como señala Nómez, «entre 1899 y 1902 predominan sus publicaciones de rima popular (...), para más tarde enfatizar los registros del verso culto o tradicional, aunque nunca dejó de lado su vena popular más oral, contingente, masiva y satírica» (148).
En «Alma chilena» (1912), escrito en verso octosílabo y con estrofas de cinco versos, el poeta representa a Valparaíso como un puerto silente, desolado, suspendido entre el bullicio y el descanso. Según Naín Nómez, «las primeras estrofas del poema crean una atmósfera de tranquilidad, donde el puerto-ciudad renuncia a su frenética actividad diurna para convertirse en un vacío aparentemente silencioso y fantasmagórico» (153).
La inmensa ciudad, el puerto,
el que echa hombres, trigo, granza
a la Europa o al desierto,
la inmensa ciudad, el puerto
descansa.
Aunque nació en Santiago, Pezoa Véliz se sintió profundamente atraído por Valparaíso. Lo que más lo cautiva del puerto, señala Berríos (2003), es su alma urbana: vagabundos, trabajadores, herrajes, humo y carne.
Y ensimismado, indolente,
estúpido, indiferente,
piensa en todo vagamente
próximo a acabar el turno
el pobre guardián nocturno.
La ciudad se torna ambigua: brilla en la noche, pero con luz artificial; no alegra ni ilumina, sino que irradia tristeza.
Descansa la ciudad
Brilla la luz eléctrica, mana
tristeza, llora en la orilla;
en lo alto de la capilla
se lamenta una campana.
Sin embargo, el poema no se detiene en esta imagen sombría. Llega el alba y con ella, la esperanza y la solidaridad entre los trabajadores:
Salía el sol. En la rada
se agrandaban los pontones (...)
Iban con el alma llena
de sol (aunque) con sabor a pena
que entraba al alma de todo.
La sensibilidad anarquista de Pezoa Véliz no se expresa en consignas, sino en una estética compasiva que denuncia las estructuras sociales excluyentes. Su poesía convierte el lenguaje en un espacio ético desde el cual es posible reimaginar la identidad nacional desde los márgenes.
En la década de 1920, Chile cerró una serie de procesos históricos que transformaron profundamente su estructura social y política. El ascenso de los sectores medios urbanos y de los movimientos sindicales fracturó el modelo liberal oligárquico sostenido por el ciclo salitrero, generando una cierta esperanza ante un nuevo amanecer nacional. Sin embargo, la noche regresaría.
Tras el golpe de Estado de 1925 encabezado por Carlos Ibáñez del Campo, se intentó reordenar institucionalmente el país mediante un programa nacional-productivista que luego sería retomado por el gobierno de Arturo Alessandri Palma en 1932. En medio de guerras mundiales y crisis internas, se consolidó una corriente desarrollista que promovía un Estado activo, orientado a fortalecer el mercado interno ante el cierre progresivo del comercio internacional.
Este proceso trajo consecuencias profundas: la migración masiva del campo a la ciudad modificó la composición social del país y el Estado se convirtió en un actor central en lo económico, educativo y social. Simultáneamente, se promovió una política cultural nacionalista y modernizadora, que institucionalizó el folklore como emblema de una chilenidad homogénea.
En este contexto surge la figura de Violeta Parra.
Nacida en 1917 en San Fabián de Alico, Violeta creció en Chillán Viejo, rodeada de música campesina que marcaría profundamente su sensibilidad. En 1933 se trasladó a Santiago, donde comenzó a presentarse en locales populares junto a sus hermanos. Junto a su hermana Hilda formó el dúo Las Hermanas Parra, y también actuó como solista bajo el seudónimo de Violeta de Mayo, interpretando boleros y música española.
Fue en 1952, tras la disolución del dúo, que inició una nueva etapa como folklorista, alentada por su hermano Nicanor. En este camino, recibió el apoyo de figuras como Gastón Soublette, Sergio Larraín y Margot Loyola.
Violeta Parra no solo recopiló canciones tradicionales: cuestionó la noción misma de tradición. Como afirma Ramos Rodillo, «describe a los cultores con atención, siempre cordial y empáticamente, actitud difícil de hallar en otros folkloristas (...) su estilo recopilatorio distaba mucho del de aquellos provenientes de la academia» (108). Su trabajo no buscaba solo conservar un repertorio, sino visibilizar las tensiones internas del mundo popular que lo producía.
Para los años cincuenta, el fracaso del desarrollismo agravó la desigualdad y mantuvo el orden hacendal en el agro, impidiendo una integración real de los sectores populares. En este clima, la izquierda —y en particular el Partido Comunista— fortaleció su presencia en el ámbito cultural, apoyado en su amplia militancia intelectual. Como observa Ramos, el PC chileno se caracterizó por una política cultural democrática, alejada del realismo socialista soviético, permitiendo una libertad estética que favoreció la emergencia de figuras como Violeta Parra (115–116).
Tras su regreso a Chile desde Europa en 1956, Parra profundizó su compromiso con el proyecto cultural popular, manteniendo lazos con el PCCh sin renunciar a su independencia creativa. En las décadas de 1950 y 1960, compuso una obra que tensiona binomios como masculino/femenino, poder/debilidad, lo mapuche y lo vanguardista. En El gavilán, estas fuerzas se enfrentan en una metáfora corporal violenta, donde la figura masculina representa la modernidad capitalista, destructora e impía.
«Tanto que me decía la gente:
“Gavilán, gavilán tiene garras”
Yo sorda seguí monte arriba
Gavilán me sacó las entrañas.»
El poema dramatiza la violencia estructural a través del desgarro físico. La voz femenina aparece devastada y sola, sin refugio posible:
«En el monte quedé abandonada
Me confunden los siete elementos (...)
Que me muero, gavilán».
Para Ramos, El gavilán cifra el conflicto entre lo popular y el orden burgués, entre lo femenino como vitalidad y lo masculino como dominación. Así, la tradición se transforma en lugar de conflicto, más que de identidad resuelta.
Ramos sostiene que en la segunda mitad de los años cincuenta se gestan los procesos sociales que culminarán en el triunfo de la Unidad Popular en 1970. En ese arco, la obra de Parra inaugura una politización del folklore que rechaza tanto la domesticación institucional como el folklorismo vacío. Su poesía y su canto inscriben la tradición popular en un horizonte emancipador.
En el recorrido por las representaciones de lo político en la poesía chilena, La ciudad (1979) de Gonzalo Millán constituye una pieza clave. Desde una estética fragmentaria, la obra articula memoria, trauma e historia reciente. A diferencia del tono compasivo de Pezoa Véliz o la tensión lírica de Parra, Millán construye una ciudad arrasada por la violencia estatal, donde la voz poética se desdobla en múltiples testigos escindidos.
Antes del golpe de Estado, Millán escribía sobre temas íntimos. Sin embargo, el exilio marca un giro radical en su obra, orientándola hacia la denuncia de la represión y el destierro. En La ciudad, especialmente en el fragmento 48, el poeta ensaya un relato en retroceso que busca revertir simbólicamente el trauma histórico.
Los militares deshacen lo desfilado.
Las balas salen de las carnes.
Las balas entran en los cañones.
Los oficiales enfundan sus pistolas.
El poema comienza con imágenes visuales potentes que aluden a la represión y la tortura. El cuerpo —la carne— se vuelve signo del sufrimiento. La electricidad, símbolo de la tortura invisible, se revierte:
La corriente se devuelve por los cables.
La corriente penetra por los enchufes.
La inversión continúa, y las imágenes del golpe comienzan a menguar. Los desaparecidos regresan, las figuras de la Unidad Popular reaparecen: Allende, Neruda, Víctor Jara, Prats. La historia comienza a recomponerse:
Los campos de concentración se vacían.
Aparecen los desaparecidos.
Los muertos salen de sus tumbas. (...)
Allende retrocede hasta Tomás Moro.
El fragmento culmina con un giro utópico: el pueblo, los trabajadores y los poetas recuperan su lugar como sujetos de la historia:
Los cesantes son recontratados.
Los obreros desfilan cantando:
¡Venceremos!
En palabras de Rioseco, «al final reaparece también (...) el pueblo como protagonista colectivo de la época (...) y el convencimiento irrestricto de la apertura de las puertas de la historia para los trabajadores» (50).
A través de tres poéticas muy distintas —la melancolía compasiva de Pezoa Véliz, la rebeldía lírica de Parra y la memoria invertida de Millán— se configura una constelación donde la poesía chilena del siglo XX se convierte en espacio de resistencia política, construcción de subjetividad y lucha por la memoria. En sus versos, la historia no es un telón de fondo, sino un campo de batalla: allí donde el lenguaje reencarna a los muertos, denuncia la injusticia y abre posibilidades de esperanza.
¡Venceremos!
Bibliografía
Berríos Chacón, Víctor Marcelo. El código de la ciudad y el mensaje de la conciencia chilena: Lectura de los poemas "Alma chilena" de Carlos Pezoa Véliz, "Canto General" de Enrique Lihn y "Edén" y "Arteria" de Andrés Anwandter. Informe de licenciatura, Universidad de Chile, 2003.
Millán, Gonzalo. La ciudad. Memoria chilena.
https://www.memoriachilena.gob.cl/archivos2/pdfs/MC0006611.pdf
Nómez, Naín. «Ciudad popular y ciudad marginal: la poesía de Carlos Pezoa Véliz en Valparaíso». Nueva Revista del Pacífico, no. 76, 2022.
Parra, Violeta. El gavilán. 1957.
Pezoa Véliz, Carlos. «Alma chilena». Alma chilena.
Ramos Rodillo, Ignacio. Políticas del folklore: Representaciones de la tradición y lo popular. Militancia y política cultural en Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui. Tesis de magíster, Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Escuela de Postgrado, 2012.
Rioseco Aragón, Antonio. Memoria y subjetividad en la poesía de Gonzalo Millán. Tesis de magíster, Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, Escuela de Postgrado, 2013.
Simón, Francisco Javier. «Subjetividades anarco-modernistas en la poesía de Carlos Pezoa Véliz y Víctor Domingo Silva». Revista Chilena de Literatura, no. 107, mayo 2023.
Biografía
Matías Saá Leal es estudiante de la Licenciatura en Lengua y Literatura en la Universidad Alberto Hurtado. Trabaja en Centro Arte Alameda y como profesor de Lenguaje en el preuniversitario Eloísa Díaz. Reside en Santiago de Chile y colabora habitualmente en espacios culturales como Loqueleímos, Le Monde Diplomatique y El Desconcierto. Su trabajo articula la crítica literaria y la creación, con publicaciones de poesía, narrativa, ensayo y entrevistas donde destaca por una voz comprometida con la cultura y la literatura contemporánea.