El oportunismo en política puede ser una cualidad en ciertos escenarios. Conectar con el sentir de la gente, percibir los momentos en que el adversario duda o saber aprovechar las circunstancias para producir los efectos deseados forma parte de su praxis. Esto, porque en política se busca fundamentalmente hacer valer los propios intereses por sobre los del adversario; y en ese sentido, lo único que vale es ganar.
Desde ahí, uno podría preguntarse cuáles son las ideas e intereses que un actor político busca favorecer para intentar dilucidar su actuar. Las elecciones de este año se presentan como un momento revelador en ese sentido. Sus acciones, o inacciones, permiten delinear con mayor claridad cuáles son las prioridades de cada quien, ya que todos mueven sus piezas en función de los resultados que esperan obtener, según sus cálculos individuales y colectivos.
A esta proyección de los actores se le denomina "horizonte de expectativas", un concepto que permite articular un espacio situado entre el conocimiento y la emoción, reconociendo que la política transita principalmente a través de los afectos. Desde allí, es posible analizar conjuntamente elementos estructurales —como el sistema político, la forma del Estado o el modelo económico— junto con la capacidad de acción de cada actor político. En esa línea, proponemos a continuación un análisis somero de lo que hoy parece esbozar el horizonte de la izquierda en Chile de cara a las próximas elecciones.
Intereses contradictorios
La primaria ya está afinando los últimos detalles, pero hasta hace poco había más bajas que proclamaciones de candidatos en el actual oficialismo. Los casos más conocidos fueron, por una parte, Bachelet y T. Vodanovic; por otra, Tohá y Mirosevic. ¿Por qué ocurre esto? Una posible explicación puede encontrarse, por un lado, en los intereses personales de algunos actores (como parece ser el caso de los dos primeros) y, por otro, en la disputa por obtener buenos resultados parlamentarios para cada partido (por ejemplo, la lucha por sobrevivir en el caso del Partido Liberal, el PPD, la DC y los Radicales).
Cabe recordar que, particularmente en las elecciones parlamentarias, los candidatos se disputan los votos de su propio sector. Para esto necesitan diferenciarse, es decir, verbalizar las divergencias de sus proyectos políticos. Así, contrariamente al discurso de unidad que se invoca frente a la amenaza de la extrema derecha, el oficialismo debe primero confrontarse internamente para medir fuerzas. En este marco, las primarias del sector se presentan como el mecanismo para establecer un orden entre los partidos de la coalición sobre el cual repartir distritos y circunscripciones.
Para entender esta batalla, hay que mirar cómo se van conformando las listas electorales en el sector. Esto permite ir completando los silencios de un espectro político bastante difuso, especialmente en el oficialismo, donde el concepto de “progresismo” funciona como un cajón de sastre ideológico. En la derecha, esto ya fue zanjado con el pacto entre los sectores más conservadores, quienes buscan transformarse en la fuerza hegemónica del bloque.
La unidad del progresismo como fin, pero ¿con qué fin?
Desde hace un par de años, el actual gobierno ha presentado su falta de mayoría en el Congreso como un tótem de inmunidad y garantía de pureza. Pero si de verdad cree esto, no hace más que engañarse y/o engañar a su electorado. Basta recordar que en 2013, la centroizquierda de entonces obtuvo mayoría en ambas cámaras. Sin embargo, el segundo gobierno de Michelle Bachelet —que obtuvo en primera vuelta el 46,7 % de los votos, contra el 25,8 % del actual Presidente— tampoco pudo realizar las transformaciones que se propuso, pues su propia coalición se lo negó.
Es por eso que, más allá de una eventual mayoría parlamentaria o incluso un triunfo presidencial, hoy parece impensable la realización de un gobierno de transformación. Ningún partido ha defendido, de manera clara y sostenida, un discurso que apunte en esa dirección. A esto se suma que el llamado "progresismo" no converge en un proyecto común más allá de sus intereses electorales, es decir, coyunturales.
En suma: no basta con tener la presidencia y la mayoría en el Congreso si a la "guerra de movimiento" (electoral, coyuntural) no se le suma una "guerra de posiciones" (cultural, estructural). Y por otra parte, la única forma de que el progresismo se transforme en un proyecto de cambio real es que un partido comprometido se vuelva hegemónico dentro del sector. Por ahora, no parece estar en los planes de nadie. Más bien, la unidad aparece como medio para seguir administrando el modelo.
La izquierda en el marasmo
Es un secreto a voces que la izquierda se encuentra extraviada en Chile. Ningún partido defiende hoy las ideas del sector de forma constante, coherente y clara. En general, sus posturas toman la forma de respuestas a acusaciones, reacciones coyunturales o declaraciones aisladas. Esto no resulta sorprendente en un debate público dominado por el lenguaje de la extrema derecha, ante el cual la izquierda parece haber claudicado hace tiempo, facilitando así el desplazamiento de la llamada "ventana de Overton".
Así, mientras las posturas se han radicalizado en la derecha, la izquierda se ha centrado — desde la segunda vuelta de la última elección presidencial— en un intento por conectar con el "sentir ciudadano". Sin embargo, según las sacrosantas encuestas, es la extrema derecha la que ha logrado capitalizar el malestar de buena parte de quienes ven en la política un problema, es decir, en quienes perciben a los actores políticos como incapaces de resolver las dificultades cotidianas. ¿Quiere decir esto que el país se derechizó? No lo creemos.
El auge de la extrema derecha es, en lo esencial, producto de la crisis del capitalismo. Los mismos factores estructurales que en su momento permitieron el ascenso del Frente Amplio hoy empujan a figuras como Kaiser, ante la incapacidad del gobierno de brindar soluciones reales a los problemas materiales de la población. Para remediarlos, se necesitan transformaciones profundas, no paliativos. Y eso requiere una estrategia global que sitúe el corazón del proyecto en un programa transformador, más que en una coalición electoral.
En ese sentido, la izquierda se encuentra en el marasmo principalmente porque no constituye un bloque social articulado, es decir, un conjunto de grupos sociales y partidos comprometidos con un proyecto común de transformación. En el caso de los partidos, esto se debe a que sus intereses convergen con los del modelo. ¿No son acaso los proyectos del PPD, los Liberales, la DC, las cúpulas del PS y del FA perfectamente compatibles con el neoliberalismo? Aceptar el modelo es, de hecho, el punto de partida para cualquier negociación en el oficialismo.
Los límites del oportunismo como estrategia política
Que quede claro: esto no se trata de ser radical o moderado, sino de entender el momento histórico que vivimos. La moderación ante la crisis climática, el auge del fascismo y la crisis del capitalismo equivale a obviar la realidad. Ser "pragmático" en un sistema que no funciona es desentenderse de los problemas de fondo y, por tanto, de la realidad que vive la mayoría. Es hacer de la comunicación política el centro del proyecto. El oficialismo no parece comprender el costo de esto ni la violencia de clase que implica pensar en cambios graduales, cuando las élites no sufren la asfixia de un modelo que las acomoda.
Esto transmite, hacia la ciudadanía, una falta de convicción respecto al horizonte transformador que alguna vez se propuso. La incoherencia y la inconsistencia solo alimentan la desafección política, abriendo el camino a los discursos antisistema que fortalecen a la extrema derecha. Es lo que ocurre cuando un gobierno que llegó prometiendo sepultar el neoliberalismo, terminar con las AFP y perseguir judicialmente a Piñera por las violaciones a los derechos humanos, termina haciendo exactamente lo contrario.
Ésto no se aplica del mismo modo a la extrema derecha, cuyo rol no es transformar el sistema, sino garantizar su supervivencia: dividiendo a la clase trabajadora, sembrando el odio, el racismo y la xenofobia. El capitalismo en crisis es su combustible. Por eso, es fundamental construir mayorías que vayan más allá de los pactos electorales. Estas no pueden basarse solo en cálculos partidarios: deben proponerse transformar la realidad material de las personas, enfrentar abiertamente a quienes se benefician del modelo y sostener un discurso y una práctica coherentes con ello.
Por todo esto, parece poco probable un gobierno de transformación. Es evidente que una parte importante del oficialismo considera que el neoliberalismo es lo mejor para Chile, ya sea por interés, convicción o resignación. Esto se refleja tanto en la falta de coherencia programática como en discursos que sostienen que los cambios deben ser graduales, conforme a la coyuntura mediática y las encuestas, sin entender que la gente necesita transformaciones ahora, para enfrentar la crisis del modelo.
Una crisis que el oficialismo insiste en declarar como estabilizada, pero que hechos como la trágica muerte de dos jóvenes hinchas a manos de Carabineros —según informaciones de Ciper— ponen al descubierto. Un estallido en miniatura que nos recuerda la multidimensionalidad de la crisis: la relación disfuncional entre el Estado y las Sociedades Anónimas Deportivas, una policía que sigue violando derechos humanos en los sectores populares, la violencia social que nutre al crimen organizado, y más. Resulta trágico constatar que los más vulnerables —niños, ancianos, mujeres y minorías— siguen siendo las principales víctimas de una crisis que nadie parece realmente querer resolver.