El permanente cuestionamiento a la importancia de las Humanidades en el conocimiento es una manifestación de su propia crisis y fragilidad en el mundo contemporáneo. La sospecha que recae sobre ellas con juicios acerca de la real utilidad, pertinencia o contribución que representarían para el desarrollo de los países es recurrente en diferentes opiniones en la esfera pública. Especialmente cuando el término desarrollo se encuentra cautivo por criterios y valores de un cientificismo económico pobre en reflexión crítica que se acomoda en la autocomplacencia de un pensamiento encerrado sobre sí mismo. El caso del economista chileno Sebastián Edwards, de sus declaraciones en una entrevista aparecida el pasado 12 de junio en el programa Agenda Económica de CNN Chile, se inscribe en este contexto.
En esta última, Edwards se refirió al programa Becas Chile encargado del financiamiento estatal de estudios de postgrado en el extranjero. En su opinión, este debería cerrar por una década el área de las humanidades, con el fin de financiar exclusivamente las ingenierías aplicadas. Sugirió además la idea de separar el Campus Beauchef (Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas) del resto de la Universidad de Chile para transformarlo en un centro de investigación tecnológica. Finalmente, Edwards agregó que, a pesar de que el Estado no debe “meterse” en la economía, este podría dar “empujoncitos” para restringir la gratuidad en universidades acreditadas con el propósito de no ofrecer facilidades a carreras que “no tienen futuro”.
La entrevista desató, por supuesto, una serie de críticas en los medios de comunicación y redes sociales por cuestiones que resultan evidentes en un primer análisis de la propuesta de Edwards. Entre ellas, al desprecio que se expresa ante el aporte significativo de formas de conocimiento diferentes a las ofrecidas por las disciplinas científico-matemáticas. En segundo lugar, al retrotraernos a una concepción de la educación que no considera el enfoque interdisciplinar como un elemento clave en la comprensión de universidad del siglo XXI, respuesta que la propia rectora de la Universidad de Chile, Rosa Devés, diera a Edwards. Y, finalmente, a la arrogancia de una propuesta que supone clausurar el futuro de un campo crucial del conocimiento, desestimando que los desafíos de los problemas sociales, políticos, culturales y medioambientales del mundo contemporáneo requieran de una concepción pluralista y dialógica del saber, en el cual las humanidades no solo no deberían faltar, sino que han de ser el lugar de la reflexión profunda que se requiere para determinar las orientaciones que deseamos, como sociedad, dar o no a la investigación y la educación.
Sin ir más lejos, la reciente pandemia es un claro ejemplo de cómo las ciencias y las humanidades cumplen roles significativos y complementarios en la reflexión, la comprensión y la acción respecto a las diferentes facetas y complejidades de un fenómeno global de ese tipo.
Como directiva de la Asociación Chilena de Filosofía (ACHIF) creemos que es pertinente pronunciarnos acerca de las ideas y supuestos que se desprenden de las palabras de Edwards. El debate público que ellas gatillaron son una oportunidad para posicionar temas que no gozan habitualmente de un espacio en los medios de comunicación del país.
Ahora bien, lo preocupante del discurso de Edwards ―más allá de lo aberrante que pueda parecer por su falta de fundamentación y coherencia― no está en el hecho de que haya sido dicho particularmente por él, lo cual puede resultar esperable. Más bien, lo preocupante es que tales palabras reproducen un ethos cultural en Chile y a nivel global en el que las humanidades, junto a las ciencias sociales y las artes, son observadas con desprecio y desconfianza desde la perspectiva de un neoliberalismo que se apropia de ideas amplias y complejas como si fueran objetos y fetiches, ideas como las de conocimiento y desarrollo, que pueden y han de ser comprendidas en su profundidad y desde diversas perspectivas, y que son, en cambio, reducidas a la lógica unidimensional de lo que podemos llamar un pensamiento tecno-cientificista. Este pensamiento tiende a reducir la vida humana y la Naturaleza a simples indicadores de producción económica.
Este ethos neoliberal queda todavía más al desnudo si consideramos la columna de opinión “Humanidades: una conversación” que Edwards publicara el 22 de junio recién pasado en La Tercera. Como él declara, el propósito de la columna fue explicar sus ideas, debido a la controversia que generaron y, con ello, ofrecer disculpas si estas resultaron ofensivas para alguien. Paradójicamente (o quizás simplemente siguiendo la lógica que el economista busca instalar), sus explicaciones y disculpas parecen aún más curiosas (y, en cierto modo, más ofensivas) que sus ideas originales. Edwards ofrece sus disculpas planteando una distinción entre, por un lado, ‘Humanidades’ con mayúscula y, por otro lado, ‘humanidades’ con minúscula, partiendo, nuevamente, de una jerarquización odiosa e infundada entre humanidades de primer y segundo orden.
Básicamente, lo que el ingeniero comercial de la Universidad Católica sostiene es que su crítica estaba dirigida a las ‘humanidades’ con minúscula, definidas como las humanidades que se encontrarían capturadas por cierto número de perspectivas y doctrinas que Edwards cataloga de ‘ideologías’. A su parecer, estas serían la teoría crítica, el feminismo radical, la división del mundo entre opresores y oprimidos, cierto antirracismo, el poscolonialismo, el neopopulismo y el posestructuralismo. Estas teorías y perspectivas epistemológicas, es decir, gran parte del desarrollo del pensamiento filosófico del siglo XX y lo que va del siglo XXI, se habrían ido “apoderando de muchos departamentos de humanidades en las más diversas geografías” –se entiende, de manera espuria y nefaria. Por otro lado, las ‘Humanidades’ con mayúscula, se infiere, serían aquellas que se cultivan al margen de estas teorías. Y al respecto Edwards sentencia: “es muy posible que en algunas universidades de la ‘cota mil’ todo siga como antes, y que los jóvenes aún lean a los clásicos griegos y Kant a la sombra de un tilo”, dando la falsa imagen de que el plácido estudio de la filosofía antigua y moderna es un privilegio socioeconómico, por lo demás, infrecuente en la actualidad.
El economista parece reunir, de este modo, temáticas de diverso tipo en una sola categoría, sin discernimiento alguno. Parece asociar estas ‘humanidades’ con minúscula, es decir una serie de variadas y prolíficas perspectivas de investigación, con cuestiones como la cultura de la cancelación y las protestas en diversas universidades del mundo. De esta manera, se ignora, o al menos se omite, toda reflexión respecto a la diversidad y la importancia de teorías y análisis en torno a los distintos tipos de feminismos, pensamientos poscoloniales y decoloniales, las discusiones entre los principales exponentes de la Teoría Crítica o los distintos aportes de las autoras y autores que se suelen categorizar gracias al término posestructuralismo. Se entiende que no se pueda esperar de todas las personas habilitadas y validadas en nuestras sociedades para expresarse en medios de comunicación masivos que conozcan la riqueza de estos movimientos intelectuales, su relación con cada una de las etapas precedentes de la filosofía, sus contextos geográficos e históricos de aparición, ni las problemáticas que cada una de estas etiquetas que Edwards llama ‘ideologías’ plantea respecto a cada autora y autor, respecto a cada concepto y a su historia, ni mucho menos respecto a cada persona que logra articular y desarrollar su pensamiento y su reflexión gracias a este corpus. Nos parece, sin embargo, que debiésemos poder esperar que se entienda y considere, así sea de modo somero y general, que estas extensas y diversas tradiciones en la historia contemporánea de las ideas de hecho existen y que se las debe estudiar en el contexto de su gran relevancia y aporte en la comprensión actual del ser humano, la cultura y los procesos sociales.
Luego, de la distinción entre Humanidades y humanidades podemos desprender numerosas presuposiciones que, aunque no sepamos si Edwards realmente las incorpora y parece como sesgos, es decir si realmente no las ve, el economista intenta con certeza transmitir, quizás para que parte de su público no las distinga, crea así en su mensaje y apoye su absurda propuesta. Por ejemplo, la distinción misma implica la presunción de la existencia de un lugar desde donde cierto juez desinteresado sería capaz de discriminar entre humanidades buenas y malas, véase entre humanidades que ignoran y censuran un amplio y diverso corpus de teorías, privilegiando la conservación de un modelo de estudio pre-contemporáneo (esas Humanidades con mayúscula), y humanidades que se hacen cargo críticamente y avanzan en el conocimiento de dicho corpus (humanidades con minúscula). Pensar que ese lugar realmente existe y que uno mismo es el indicado para ocuparlo no relevaría solo de la ignorancia, sino que también evidenciaría cierto autoritarismo. En segundo lugar, detrás de lo que Edwards asocia con las ‘humanidades’ con minúscula aparece, finalmente, una molestia con tradiciones y movimientos intelectuales que critican, cuestionan y desafían los fundamentos políticos, culturales y sociales de los grandes paradigmas hegemónicos del mundo actual, molestia que se expresa en la amalgama hecha entre estas tradiciones con las beligerancias sociales que se ven causadas por contextos multifactoriales en los cuales dichas teorías son, más bien, los elementos que nos permiten algún grado de comprensión. Esto en contraposición con la que sería la actitud contemplativa de los amantes de las ‘Humanidades’ con mayúscula que, en la imaginería de Edwards, solo gozan de las obras canónicas de la filosofía, quasi-estáticos, bajo la sombra de un árbol.
La herramienta discursiva de Edwards que relaciona aproblemáticamente, por un lado, gran parte del amplio corpus de teorías críticas y nuevas epistemologías con lo indeseable, con lo que provoca inevitablemente miedo, con la guerra y la inestabilidad, y, por otro lado, el estudio de los clásicos con lo universalmente deseable, la paz y el placer, es un recurso de persuasión emocional que difícilmente convencería, precisamente, a una persona que estudiara humanidades, que se formara en el análisis de diversos tipos de argumentos, técnicas retóricas y falacias, desarrollando así un pensamiento crítico.
El cultor de las humanidades’ con minúscula sería catalogado por Edwards, sin dudas, como alguien ideologizado y quizás incluso como un activista político. Este otro, el enemigo del progreso estaría preso de sus ideas deformadoras de la realidad, en tanto, Edwards, solo él y quienes piensan como él, o quienes piensan de tal manera que no estorbe la implementación de sus propuestas, tendrían un pensamiento propio, puro y objetivo, y estarían libres de ese tipo de deformaciones. Nuevamente, se revela la naturaleza dogmática de la propuesta del economista, estableciendo, de acuerdo al diseño de criterios unidireccionales, un punto de referencia que sopesa la realidad excluyendo la diferencia. En definitiva, la lógica binaria que Edwards reproduce es la denostación de lo diferente en el pensamiento y el conocimiento como una forma desviada, asumiendo las posiciones propias como el modo recto de ver lo real.
Pero hemos de reiterarlo: Edwards no solo representa una opinión personal. Es esto lo más relevante. Esto es lo que nos interpela, no como gremio, ni como parte del gremio que serían las humanidades, sino como habitantes reflexivos de nuestro tiempo y nuestra sociedad, habitantes de un mundo para el cual queremos un futuro no con menos, sino con más reflexión desde las humanidades. Edwards decide reproducir precisamente el dogmatismo y la falta de reflexión humanista, filosófica y social que han provocado las “ideologías” que cuestiona, y esto podría prestarse a muchas interpretaciones, por ejemplo: ¿Cuál es la necesidad de continuar erigiendo la reflexión y los saberes humanistas como el enemigo?, ¿realmente hacerlos desaparecer, o dejarlos cerca de la desaparición como ocurriría si se los dejara de financiar durante una década, o bien, simplemente, construir un otro que permita que el economismo continúe el discurso sacrificial, heroico y victimario que alguien como Edwards –de los pocos que se atrevería a alzar la voz, de los muchos que serían incomprendidos y criticados injustamente– encarna?
Que sus posiciones cobren relevancia hoy y que puedan influir a algunos es precisamente y sobre todo la manifestación del estado crítico de las humanidades en la sociedad chilena, en la cual se hallan, a la imagen de la dirección que se toma en el contexto global, cada vez más reducidas a la producción y la mercantilización. Sin embargo, la crisis de las humanidades no se debe solo a una falta de reconocimiento y legitimidad del aporte específico y necesario que estas puedan ofrecer a la sociedad.
También ocurre porque ellas mismas (incluida la filosofía, por supuesto) han presenciado y en cierta medida adherido, sin contestar suficientemente, a su empobrecimiento progresivo; empobrecimiento que se ha servido y se sirve de diversos instrumentos: desde el formato cientificista del paper que va en desmedro de formatos que invitan a un mayor desarrollo del pensamiento crítico y autónomo como el ensayo y el libro, pasando por la exigencia de una cadencia insensata de producción de publicaciones en vistas de responder a los criterios competitivos de evaluación de fondos concursables externos a las universidades donde las académicas y académicos trabajan, así como por la valorización arbitraria de empresas privadas de indexación, hasta la conformación de una carrera académica que responde a estándares de acreditación institucional que dejan no solo poco tiempo para la reflexión, sino para la vida. Este es el contexto en que se desarrollan las humanidades hoy: humanidades en estado crítico, pues no se deja el tiempo necesario, precisamente, para el pensamiento y la crítica.
Se fomenta así la competencia, la estandarización de las prácticas investigativas y de escritura, los indicadores cuantitativos, el individualismo en desmedro del pensamiento individual, el incentivismo económico y, en definitiva, la reducción de los tiempos que la vida, el estudio, la meditación y la elaboración de ideas, argumentos y discusiones conjuntas y plurales exigen para emerger, nutrirse y desarrollarse. Huelga decirlo con estas palabras: nos encontramos en un proceso de deshumanización de las propias humanidades, y con ellas, quizás, de nuestra vida en sociedad.
Desmontar la lógica oposicional entre quienes estarían ideologizados y quienes no lo estarían, los humanistas y los Humanistas, los que ven equivocadamente la realidad y los que la ven correctamente es una tarea donde son las humanidades las que pueden realizar el aporte fundamental. Las humanidades son hoy tan imprescindibles como ayer. Las humanidades de hoy son tan imprescindibles como en el momento de su aparición, pues son ellas las capaces de analizar y construir aparatos conceptuales robustos y aptos para levantar las alertas necesarias ante discursos revestidos de autoritarismo y demagogia como los de Edwards.
Sin esta contribución, podemos quedar presos de la ilusión de posiciones neutras y “prístinas” en la comprensión de la realidad. Es crucial, en este contexto, reconocer que hay mayor riqueza humana en la pluralidad de saberes que en una versión hegemónica del conocimiento. Es precisamente el conocimiento humanista de la historia de las ideas el que nos permite ver que la poesía, la filosofía y la ciencia nunca han sido enemigas. Hay que leer los clásicos griegos para llegar a apreciar la enormidad de una propuesta tan ingenua –y quién sabe, quizás voluntariamente sorda– como la de Edwards.