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La memoria colectiva; un puñado de cerezas rojinegras. Por Pablo Silva Rodríguez

Orgullo de Flores Cortadas

“¿Qué tan colectiva es la memoria colectiva?” .

El sentido de las agudas, entrañables y profundas palabras que sembraban los dedos de Martina Saldías sobre el plástico hostil de las teclas de su computadora, era indiscutiblemente comunitario. Los primeros textos que publicó nacieron igual que ella: en dictadura y contra una muralla. Su madre, cuyo nombre habitó el olvido forzado hasta hace unos pocos años, fue fusilada sin un ápice de remordimiento, a manos del cabo 1° Cáceres de la Cuarta Comisaría de Carabineros, instantes luego de darla a luz. “¡Escoria marxista!”, fueron las palabras que el funcionario escupió con asco sobre el cuerpo recién agujereado, según le contaron los vecinos puentealtinos que se hicieron responsables de ella. Desde pequeña, contagiaba su pasión por la justicia y el amor, así como su desprecio por el gobierno de facto y las instituciones del estado, sobre todo las uniformadas, con una oratoria impecable, que conmovía y hacía creer en la posibilidad de un mundo diferente. “… la multiplicidad de narrativas que convergen en un discurso fundado, que reconoce y señala crímenes atroces, sanguinolentos e incontables debería ser suficiente. Pero es evidente que no. Es evidente que estamos perdiendo la memoria.” Sus años de transición a la adultez fueron incluso más duros que el pan diario que recibía con mucha gratitud de la familia Saldías – su familia, como le recordaban cariñosa y constantemente en casa –, compuesta por una pareja joven que no había conseguido tener hijos; y tres niños huérfanos – por desaparición o asesinato –, a los que decidieron criar. Benjamín era el mayor, le seguía Martina con un año de diferencia, y la más pequeña era Lucía, que no era tanto más pequeña, pero desconocían la fecha exacta en que nació, pues llegó al mundo en circunstancias similares a Martina. A mediados de los 80’, los tres hermanos tenían una sólida formación ideológica, impulsada tempranamente por sus padres, que trabajaban mucho más de lo debido y ganaban mucho menos que lo justo; pero asentada con creces en el liceo A-73, donde el profesor Freddy Alba Santaolalla, militante del MIR, agudizaba sus cuestionamientos y profundizaba en sus inquietudes. Inspirados por esta figura, se acercaron al movimiento y se integraron en distintas funciones: Martina, que descubrió su capacidad de decir verdades estremecedoras en muy pocas palabras, se unió a la brigada de rayados, acompañada por Lucía, que era fácilmente confundible con su sombra, o con ella misma. Su admiración era recíproca y muy profunda. Lo de Benjamín se puede sintetizar en una frase: “hechos más que palabras”. Se había tomado en serio la revolución armada, y se preparaba para combatir fuego con fuego. “…Hicieron del olvido un hábito, y del sometimiento una costumbre. Hoy por hoy ya no se esconden libros en cofres, como valiosos tesoros bajo la tierra, para protegerlos de las llamas. Hoy por hoy, se dicen las palabras que fueron prohibidas, se cantan las canciones que fueron censuradas. Parece ser que ya no necesitan ejercer la opresión directamente: dejaron implantado el recordatorio constante de olvidar. Casi todo un país recuerda olvidar. No se puede hablar de una memoria colectiva cuando una amplia fracción de la colectividad es incapaz de reconocer, ignora, o peor aún, está orgullosa de las represiones, torturas, secuestros y asesinatos que se cometían a destajo, y se contaban a secretos...”

Formados en la clandestinidad, los hermanos contagiaron su voz a nuevas bocas, dando de cuando en vez el motivo preciso para producir giros inesperados en algunos compañeros, mientras que el profesor, que en un comienzo se sintió irresponsable por haber permitido que se acercaran tan íntimamente a este mundo, terminó haciendo de nexo entre ellos y otros miembros de la organización. “De todas maneras el Benja está en cuarto”, se decía. En algunas ocasiones, les resultaba particularmente difícil disimular las inmensas esperanzas que tenían de cambiar todo; como luego de asaltar algún banco empuñando un arma sin munición, o al escuchar la historia de cuando robaron la bandera de la Independencia en el 80. Pero había también un salar de ojos brillantes asechando, sedientos de reconocimiento y de sangre, expectantes por el más ínfimo descuido. Así, de pronto, cual susurro de burbujas en agua por hervir, se supo. Y la voz corrió muy de prisa. No hubo tiempo de hacer nada. “Detuvieron al profe Freddy”. Martina intuyó que corrían peligro, y tuvo un terrible presentimiento. A los pocos días, entrando en la veintena de un agosto fulminante, “falleció el profesor Freddy Alba Santaolalla, militante del MIR, en circunstancias de instalar un artefacto explosivo”, según contaba la versión oficial. De acuerdo con otros testimonios, estaba simplemente lanzando panfletos. “… y cabe preguntarse entonces, ¿a dónde van las palabras que no se quedaron? El relato comunitario está convulsionando. Es necesario darles sentido a nuestras existencias a partir de las alteridades. No desde la triste soledad del individuo; sino a través de la complejidad articulada por la red interpersonal a la que estamos sujetos. Eso nos explica.” No fueron sino las viles torturas propiciadas por la CNI las que mataron a Freddy, y de esto el movimiento tenía claridad. Se organizaron rápidamente para dar un golpe contundente, pues seguían de cerca a uno de sus miembros, y la inacción no era una alternativa. El primero en ofrecer sus manos y convicción fue Benjamín. Nunca había sentido tanta pena e impotencia. Las ocultaba, por vergüenza, tras una máscara de rabia inconmensurable, que sus hermanas advirtieron y le señalaron en vano. La operación, gestada de manera forzosa para acelerar la respuesta, no salió del todo bien. Lograron deshacerse del miembro de la Central, pero había más; y en un instante, desde un grito de pólvora en el frente, se pronunció el plomo direccionado, que sorteó invisible la distancia entre un cañón y el cuello del hermano mayor, desgarrando tejidos, momentos, vida y sueños. Cuando Martina se enteró, no volvió a ser la misma. Abandonó la movilización, y se dedicó a escribir. Permaneció en las sombras y se alejó de la gente que amaba, incluida Lucía, durante mucho tiempo. Supo de ella alguna vez que la habían exiliado, que andaba rayando paredes en Italia. Sentía miedo, y vivía de trabajos esporádicos que iban y venían en un pueblo de sur. Así, hasta el retorno a la democracia. Con él, apareció el grito que llevaba años reprimiendo: se reencontró con la familia Saldías – su familia –, o lo que quedaba de ella, ya que el asesinato de Benjamín abrió grietas hondas y difíciles de reparar; recuperó la esperanza, y buscó reconstruir sirviéndose de la palabra como herramienta. Se acercó de a poco a la política, pensando en ella como una alternativa, quizá no tan efectiva, pero ser columnista de un renombrado periódico francés le daba alcance, y aún creía que… “… 50 años no es nada de tiempo en la historia del tiempo. Los responsables no buscan reparar, y cada vez son más los afectados que se resignan a aceptar la historia contada.

Pero el miedo ya no debe imperar, y resulta imprescindible reconstruir la memoria …” Se detuvo súbitamente. Ya había escrito que no creía que existiera la memoria colectiva. -¡País de mierda!-Gritó con dientes y puños apretados, la garganta hecha un nudo y los ojos un océano. Cerró su computadora para siempre, y se fue a celebrar su cumpleaños 50. Pablo Sin Remedio.

Pablo Silva Rodríguez, estudiante de Química Universidad de Chile

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