En un mundo donde la tragedia se ha vuelto paisaje y la injusticia, rutina, el Derecho Internacional debería ser el faro ético y normativo de la humanidad. Sin embargo, la asimetría de poder entre los Estados lo ha debilitado profundamente. Hoy, más que nunca, este conjunto de normas se utiliza para proteger intereses particulares por encima del bienestar colectivo, desatando guerras, asedios, bloqueos y embargos que estrangulan la vida cotidiana de los pueblos.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU), la mayor organización intergubernamental del planeta, está compuesta por 193 Estados. Cada uno aporta una cuota calculada según el tamaño de su economía, su deuda externa, el producto interno bruto per cápita y su nivel de desarrollo. Según esta fórmula, los países que más contribuyen económicamente —y que además ostentan mayor peso político y derecho a veto como miembros permanentes del Consejo de Seguridad— son China, Francia, Rusia, el Reino Unido y Estados Unidos. Este último, principal contribuyente, actúa como imperio y ejerce su poder de veto de forma unilateral, incluso en perjuicio de la vida humana. La ONU, así, hace agua en su misión fundamental.
El profesor Alfred de Zayas, en su artículo ¿Quién vigilará a los vigilantes?, muestra cómo las organizaciones internacionales, creadas en teoría para proteger la paz, la vida y los derechos humanos, han sido cooptadas por liderazgos y personalidades ideologizadas, convirtiéndolas en instrumentos al servicio de poderes hegemónicos. “La Corte Penal Internacional emitió el 21 de noviembre de 2024 órdenes de detención contra Benjamin Netanyahu y su exministro de Defensa, Yoav Gallant, por su responsabilidad en crímenes contra la humanidad, en virtud del artículo 7 del Estatuto de Roma. Pero Donald Trump, presidente del mayor contribuyente de la ONU, recibe con todo boato a Netanyahu en la Casa Blanca y promueve sanciones contra la CPI. Estamos ante una rebelión abierta contra el derecho y la moralidad internacionales”, señala.
Desde el 7 de octubre de 2024, los ataques de Israel contra Palestina han cobrado más de 57.000 vidas, sin contar las víctimas acumuladas desde 1948, cuando las potencias colonizadoras trazaron fronteras sin considerar los asentamientos originarios, permitiendo que colonos sionistas destruyeran la ancestral cohabitación semita, a pesar de las luchas imperiales, invasiones y desplazamientos históricos.
Según cifras oficiales, el 80 % son civiles y el 70 % mujeres y niños. Esto sin contar los cientos de cadáveres que aún yacen bajo los escombros. Relatores internacionales documentan hospitales arrasados, sistemas de salud colapsados sin insumos ni anestesia, y niños cuyas heridas son devoradas por gusanos. Muchas víctimas civiles deben ser amputadas sin condiciones mínimas de higiene ni medicamentos, mientras Israel actúa bajo el supuesto mandato divino de ocupar las “tierras prometidas”.
La paz huye entre la metralla mientras vemos cómo los poderosos juegan con la vida de nuestros niños, jóvenes y comunidades, sometiéndonos a la escasez, la penuria y la mera supervivencia.
Justamente, para evitar que todos estemos contra todos, delegamos nuestra soberanía en instituciones supuestamente diseñadas para protegernos. Así nació la figura del Estado y, con ella, la creación de organismos internacionales destinados a resguardar el orden y prevenir las rupturas civilizatorias. No obstante, esas estructuras se llenaron de funcionarios ideologizados, que hoy aplican el Derecho Internacional sólo cuando los intereses de Occidente están en juego, y que usualmente sancionan a líderes africanos, latinoamericanos o de las llamadas “zonas grises”, que dejaron de importar o solo importan por sus recursos naturales.
La Corte Penal Internacional (CPI), según diversos juristas internacionales, nació con los principios más loables. Sin embargo, ha sido progresivamente instrumentalizada por los poderes que estructuran el orden internacional, hasta convertirse —como ya se evidencia— en una “burocracia criminal”. Un ejemplo grave de esta lenitud es la demanda que Sudáfrica presentó formalmente el 29 de diciembre de 2023 contra Israel, acusándolo de cometer actos genocidas en Gaza, en violación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948. El expediente incluyó un memorial de más de 750 páginas, acompañado por miles de pruebas y anexos. Pese a la gravedad del caso, y como si el genocidio pudiera esperar, la CPI fijó el plazo de respuesta para Israel para el 28 de julio de 2025. Luego, en abril de 2025, extendió dicho plazo hasta el 12 de enero de 2026. Esta postergación revela el ritmo indolente, discrecional y parcial de la justicia internacional. Israel ha violado el artículo 8 del Estatuto de Roma por crímenes de guerra, así como el artículo 3 de la Convención sobre Genocidio, incluyendo su apartado c, por incitación y negacionismo. Y no pasa nada.
¿Quién vigila a quienes nos deben vigilar para que hagan su trabajo y defiendan el Derecho Internacional?. Más de 45.000 personas han sido asesinadas, incluyendo 17.000 niños, 11.000 mujeres y más de 700 bebés. No podemos dejar de repetirlo y denunciarlo, porque el horror se normaliza en el silencio. Los sobrevivientes viven sin agua, sin techo, sin ropa, sin comida, sin medicinas. ¿Por qué, si Israel ha violado todos los principios fundamentales de la humanidad, la Asamblea General de la ONU no aplica el artículo 6 de su Carta y lo expulsa? Porque no puede: Estados Unidos, su principal aliado, tiene derecho a veto y financia más del 22 % de las actividades de la organización, así como cerca del 27 % del mantenimiento de la paz.
No son sólo las guerras ni las intervenciones militares —frecuentemente justificadas con mentiras— las que han desvirtuado al Derecho Internacional. La pandemia más feroz de los últimos 50 años expuso cómo los países ricos ignoraron la salud de los pueblos pobres. La indiferencia del mundo occidental y su poder económico impidieron en los primeros meses el envío de vacunas a las zonas más necesitadas, una decisión contraria al espíritu de solidaridad que invoca el Derecho Internacional. Las empresas productoras de vacunas están ubicadas en países ricos: Estados Unidos, Reino Unido, Suiza y varios miembros de la Unión Europea, como Alemania, Bélgica, Francia, España e Italia. A pesar de las enormes inversiones públicas, la Comisión Europea de la UE obligó a priorizar el abastecimiento interno y amenazó con bloquear exportaciones si no se cumplían los contratos. Para 2021, los países de altos ingresos, que representaban solo el 16 % de la población mundial, habían acaparado el 60 % de las vacunas; mientras que la Unión Africana apenas había conseguido 670 millones de dosis para una población de más de 1.300 millones de personas.
No sólo frenar guerras, bloqueos y pandemias exige la acción urgente del Derecho Internacional. El bloqueo a Cuba, condenado repetidamente por la Asamblea General de la ONU, pero sostenido unilateralmente por Estados Unidos y su Congreso, es otro ejemplo. Durante más de 60 años, no se ha permitido saber cómo sería ese pueblo sin asfixia su económica. Aun así, Cuba ha logrado mantener bajos índices de delincuencia, altos niveles educativos y una destacada producción científica, que le permitió desarrollar su propia vacuna contra la Covid-19. Lo hizo pese al bloqueo, que ni siquiera se levantó durante la emergencia sanitaria.
El Derecho y las relaciones de poder son el problema esencial del sistema internacional. La humanidad no puede tolerar que el lucro y la supremacía justifiquen el bloqueo de medicinas y tecnologías vitales. El Derecho Internacional debe crear mecanismos eficaces para hacer cumplir sus propias normas, detener los genocidios, los bloqueos criminales y las desigualdades sanitarias que condenan a millones a la miseria y a la muerte. Debe ser motor de un orden mundial más justo, equitativo y pacífico. Su evolución y adaptación a las realidades cambiantes son esenciales para responder a los desafíos globales, proteger los derechos humanos, el medio ambiente y garantizar el bienestar de toda la humanidad. Necesitamos organismos internacionales que apliquen con rigor sus propias convenciones y normas jurídicas.
La humanidad necesita que los “vigilantes” asuman su responsabilidad, deteniendo la unilateralidad criminal que impone la asimetría del poder. La humanidad clama por paz. Y para lograrla, la miseria humana debe dar paso a liderazgos que hablen de vida, solidaridad y justicia.
Soledad Romero Donoso
Periodista.
Cientista Político