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La narrativa del decadentismo en el discurso de la extrema derecha chilena. Por Fabián Bustamante Olguín

El decadentismo, entendido como la noción de que una sociedad atraviesa un proceso irreversible de declive moral, cultural o político, ha sido un tópico recurrente en la retórica de la extrema derecha a nivel global. Desde sus orígenes como reacción a la Revolución Francesa —momento en que la burguesía emergente desafió el orden monárquico absoluto— hasta su adaptación en contextos nacionales contemporáneos, esta narrativa ha servido como herramienta ideológica para movilizar miedos, legitimar exclusiones y proyectar una nostalgia por un pasado idealizado. En Chile, este discurso no solo se remonta a pensadores reaccionarios del siglo XIX y XX, sino que persiste hoy, revitalizado por coyunturas políticas, crisis sociales y una retórica mediática que explota el malestar ciudadano. Su estudio no solo es relevante para comprender las dinámicas históricas de la derecha chilena, sino también para anticipar los riesgos que plantea su resurgimiento en un escenario de fragmentación política y desconfianza institucional.

La derecha, como corriente política, nació como una respuesta contrarrevolucionaria. Su surgimiento en Europa, tras 1789, estuvo marcado por el rechazo a los principios ilustrados de igualdad, secularización y democracia, valores que, para los pensadores reaccionarios como Joseph de Maistre o Edmund Burke, representaban la disolución del orden natural jerárquico y la "decadencia" de las tradiciones. En Chile, este imaginario se trasplantó tempranamente a través de figuras como Alberto Edwards Vives, cuyo Bosquejo histórico de los partidos políticos chilenos (1928) estableció una narrativa mítica sobre el país. Edwards idealizó el período portaliano como una era de orden autoritario y unidad nacional, contrastándolo con la "degeneración" que, según él, trajo el liberalismo decimonónico, la expansión del sistema de partidos y la democratización.

Esta visión fue profundizada por Francisco Encina, quien en Nuestra inferioridad económica (1912) atribuyó el supuesto atraso chileno a la adopción de modelos extranjeros —desde el liberalismo británico hasta el marxismo—, los cuales habrían corrompido el "alma nacional". Nicolás Palacios, en Raza chilena (1904), añadió un componente racial al argumentar que la mezcla entre "rojos godos" y mapuches había generado una identidad singular, amenazada por la inmigración europea y las ideas foráneas. Estos autores, aunque divergentes en enfoques, coincidieron en vincular la decadencia nacional con la pérdida de una esencia cultural pura, contaminada por ideologías ajenas y por la modernidad política.

El discurso del decadentismo adquirió un carácter orgánico durante el siglo XX, especialmente bajo el régimen militar (1973-1990). Augusto Pinochet y sus ideólogos, como Jaime Guzmán, reinterpretaron la narrativa de Edwards y Encina para justificar el golpe de Estado como una "restauración" del orden ante la "decadencia marxista". La Constitución de 1980, redactada bajo esta lógica, institucionalizó la desconfianza hacia la democracia pluralista, percibida como un sistema débil frente a la "infiltración" de ideologías disruptivas. Así, la retórica de la decadencia no solo fue un instrumento de legitimación autoritaria, sino también un proyecto cultural que buscó reeducar a la sociedad en valores jerárquicos y anticomunistas.

En el Chile actual, el decadentismo resurge adaptado a nuevas ansiedades. La extrema derecha, representada por figuras como Johannes Kaiser (Partido Nacional-Libertario) y sectores del Partido Republicano, ha actualizado el relato tradicional: ya no es solo el marxismo el enemigo, sino la "globalización progresista", la inmigración masiva y la crisis de representación política. La retórica se nutre de problemas reales —desigualdad económica, inseguridad, colapso de servicios públicos—, pero los enmarca en una narrativa maniquea donde la culpa recae en "agentes externos" (inmigrantes, organizaciones internacionales) o en una "clase política corrupta" que habría traicionado la identidad nacional.

Un ejemplo paradigmático es el discurso sobre Santiago. Medios afines a la derecha radical han construido una imagen apocalíptica de la capital, retratándola como un espacio invadido por migrantes que "destruyen" el tejido social. Esta narrativa, aunque exagerada, se alimenta de incidentes reales —como crímenes cometidos por extranjeros— y los eleva a símbolos de un colapso civilizatorio. El subtexto es claro: Chile, otrora una nación “ordenada” y homogénea, estaría siendo desmantelado por fuerzas caóticas que solo un liderazgo fuerte podría contener.

Paralelamente, la fragmentación política y los escándalos de corrupción —como los casos de financiamiento irregular de fundaciones ligadas a la izquierda— han erosionado la credibilidad de la clase dirigente. Para la extrema derecha, esto no es un fallo puntual del sistema, sino una prueba de su decadencia estructural. Aquí yace una paradoja: mientras critican la partidocracia, actores como Kaiser se presentan como outsiders que "rescatarán" al país de su declive, apelando al mismo mesianismo político que históricamente ha caracterizado a los movimientos autoritarios.

El riesgo principal de este discurso no radica únicamente en su potencial electoral —aunque partidos como el Republicano han ganado espacio—, sino en su capacidad para normalizar un imaginario de exclusión. Al asociar la decadencia con la diversidad (étnica, ideológica, cultural), la extrema derecha promueve una concepción estática de la identidad nacional, incompatible con sociedades dinámicas y multiculturales. Además, su relato simplifica problemas complejos: la inseguridad no se analiza desde la marginalidad económica o la falta de políticas de integración, sino como un "castigo" por tolerar la inmigración o el progresismo.

Frente a esto, la izquierda y el gobierno enfrentan un dilema. Por un lado, deben evitar el error de subestimar estas narrativas como meras "provocaciones" sin base real. El malestar que explota la extrema derecha —precariedad, desencanto democrático— es genuino y requiere respuestas concretas: reformas migratorias integrales, combate eficaz a la corrupción, políticas redistributivas. Por otro lado, es crucial no caer en la trampa de replicar su lenguaje. Hablar de "decadencia" como un hecho, incluso para criticarla, concede legitimidad a un marco conceptual reaccionario.

Aquí, el rol de los intelectuales y medios críticos es fundamental. Deben desmontar los mitos del decadentismo, recordando, por ejemplo, que Chile nunca fue una arcadia homogénea —su historia está marcada por conflictos sociales, influencias externas y transformaciones—, y que la diversidad no es sinónimo de caos, sino de evolución. Asimismo, es urgente rescatar proyectos políticos que ofrezcan una visión de futuro inclusiva, en lugar de limitarse a administrar la crisis.

El decadentismo, como relato político, es un fantasma que resurge en tiempos de incertidumbre. Su persistencia en Chile revela no solo la habilidad de la extrema derecha para reinventarse, sino también las falencias de un sistema que no logra canalizar las demandas ciudadanas. Si bien hasta ahora este discurso no ha cristalizado en un movimiento hegemónico, su presencia en medios, redes sociales y debates públicos actúa como un veneno lento, erosionando la cohesión social.

La perspectiva histórica de Luis Corvalán Márquez (véase Nacionalismo y Autoritarismo durante el siglo XX en Chile: los orígenes, 1903-1931, Editorial UCSH, 2009) sigue vigente: la derecha chilena, en su versión más reaccionaria, lleva décadas cultivando un imaginario de decadencia que, en contextos de crisis, puede convertirse en un arma poderosa. Ante esto, la respuesta no puede ser ni la complacencia ni la imitación. Se requiere, en cambio, un esfuerzo sostenido por construir una contra-narrativa que, sin negar los problemas actuales, los enfrente desde la esperanza en lugar del miedo, y desde la pluralidad en lugar de la pureza imaginada. El desafío no es solo político, sino cultural: se trata de decidir si Chile será una sociedad que mira hacia adelante o una que, atrapada en mitos de decadencia, se consume en la nostalgia de un pasado que nunca existió.

Fabián Bustamante Olguín. Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo, Chile

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