En los últimos años, fuimos testigos del auge de la cancelación en las redes sociales: el boicot a personas en virtud de acciones o expresiones consideradas inapropiadas. Es la evolución del antiguo arte de la censura. Si antes se ejercía arriba abajo, desde posiciones elevadas y a distancia, hoy emana de los propios usuarios, entre pares y por dentro. En la sociedad de la transparencia, diría Byung-Chul Han, todos alternamos papeles de observantes y observados.
El ciberespacio se convirtió en un terreno asfixiante, donde reinan los nuevos tabúes. Lo curioso es que la reglamentación viene menos por porfía de ideas tradicionales como por la consolidación de un progresismo oficial. Ocurre así una extraña inversión generacional, que a menudo pasamos por alto. Los jóvenes ilustrados tienden a asumir papeles antes reservados para los señores mojigatos, el de guardianes de los modales y las buenas costumbres.
Si en el siglo XX existió una izquierda que quiso educar al pueblo en las bondades de la revolución, a comienzos del XXI, ese vanguardismo se transfirió al más modesto terreno cultural. Una nueva generación de activistas comenzó a tratar al ciudadano común de manera similar a cómo hacen los padres protectores con sus críos. “Eso no se dice”, “eso no se hace”, “eso es caca”. Sin embargo, esa actitud aleccionadora produjo efectos inversos: deseos de transgredir la norma y de cruzar los campos minados. Pienso en los antiguos cristianos, tan piadosos, cuando intentaban evangelizar a los guerreros de otras naciones con sus verdades en latín. Por alguna razón, solo conseguían aumentar las ansias de estos salir de salir por ahí y dedicarse al saqueo y al pillaje.
Por causas que habría que dilucidar con mayor detalle, cierto progresismo acartonado acabó por convertirse en sinónimo del establishment. Hablamos quizá de un fenómeno global. En la última década, las causas sociales fueron empaquetadas por el capitalismo. Asuntos como el medioambiente, el feminismo o las etnicidades, en sus versiones descafeinadas y biempensantes, comenzaron a coincidir con los criterios de las películas de Hollywood, o con el marketing de las grandes empresas.
Parecía que se consolidaba una nueva moral para las sociedades digitales. Sin embargo, iba incubándose un malestar en dirección opuesta. Detengámonos en lo que decía Sigmund Freud sobre la cultura. Él la consideraba una estrategia colectiva para encauzar los instintos más oscuros de los seres humanos. Pero esta represión de los impulsos, advertía, traía el riesgo de un estado de insatisfacción, que bien podía estallar en algún momento. No es casual que compartiera estas ideas en 1930, un poco después de la Primera Guerra Mundial, cuando la refinada civilización europea se convirtió de súbito en un hervidero de atrocidades humanas.
Ya sabemos que los sectores reaccionarios nunca desaparecieron. Mientras se instalaba un nuevo sentido común en las redes sociales, estos buscaban refugio en cavernas digitales (véase el caso de 4chan en Estados Unidos). Allí continuaron vivas mentalidades que ya no se podían exhibir en libertad sino a riesgo de señalamientos, funas y escraches. Era cuestión de tiempo para que estas aguas estancadas emergieran a la superficie con todas sus toxinas.
Y así llegamos al hecho político. La victoria de Donald Trump en Estados Unidos (2016) fue un parteaguas que confirmó el ascenso al poder de una nueva clase de seres en nuestro continente. Luego vino Jair Bolsonaro en Brasil (2018), y ahora aparece Javier Milei en Argentina. En Chile, estamos cerquita. Es lo que ya algunos atinan en catalogar, y esta vez con razón, “posfascismo”, que no es otra cosa que una respuesta radical a los cambios culturales de nuestra época.
Nos hallamos hoy ante la caótica situación en la que hay quienes compiten por ganarse el título de quien dice las peores barbaridades. Si antes los debates estaban llenos de frases hechas a medida de lo correcto, ahora hay quienes se muestran tan insensibles como sea posible. Lo hemos visto en nuestro país, a propósito de la conmemoración de los cincuenta años del Golpe de Estado. Una derecha punki, cuya palabra se confunde con el escupitajo. Encontraron su popularidad al decir en público las expresiones prohibidas; se declaran portavoces de la verdad verdadera, los que dicen “las cosas como son”.
Problema de difícil solución. A las izquierdas regionales se les ve incómodas frente a la irrupción de este nuevo linaje de líderes que intenta robarse la identidad de la rebeldía. Mala noticia de la que debemos extraer lecciones: las energías del descontento fluyen hacia lo grotesco, a un polo desinhibido, menos conservador y más fascista.
Camilo Domínguez Escobar (camilo.dominguez@mail.udp.cl)
Ciudad de México