Aunque nunca viajó a ellas, Galileo descubrió las lunas de Júpiter. El proceso de descubrimiento fue un camino preparado en razones que delimitaban la búsqueda del objeto, criticaban antecedentes erróneos, mejoraban los instrumentos de observación, integraban argumentos teóricos novedosos y verificaban los resultados. Logrado el descubrimiento, se podía narrar. Además de gran científico, Galileo supo usar la retórica para persuadir a toda Europa de que llevaba razón.
Si esto es descubrir, no se puede hablar del descubrimiento de América. Tanto Colón, como los reyes que lo autorizaron, iban buscando otra cosa. Su lógica no era novedosa. Los mapas que Colón manejaba eran antiguos. La base la había dibujado Al- Idrisi en el siglo XII para los reyes de Sicilia. Asia era muy extensa hacia oriente. Si la Tierra era redonda, habría un camino corto hacia Asia marchando a poniente. Adentrarse en mar abierto era la aventura relativamente nueva. Los únicos marinos que podían hacerlo eran los que iban desde Huelva a Canarias.
La lógica política del viaje no era menos tradicional. Se trataba de una operación de mercantilismo regio. Se buscaban los regímenes civilizados de Cipango para pactar con ellos un monopolio comercial. Eso decían las cartas que Colón llevaba consigo para los gobernantes asiáticos. La representación del mundo que impulsaba la empresa se basaba en el saber clásico. Colón no disponía de principios innovadores. Tenía barcos más capaces de navegar en altura y técnicas de orientación más precisas, pero la base eran los astrolabios musulmanes. En suma, Colón emprendió su viaje con una visión tradicional del mundo.
Esa visión cambió como consecuencia de un imprevisto. La enorme barrera de América. Ningún argumento racional permite hablar del hallazgo de las islas americanas como un descubrimiento. Fue más bien una causalidad y un contratiempo. Durante los tiempos iniciales, mientras se exploraba el Pacífico, no se estuvo en condiciones de decidir si la nueva tierra era una plataforma para seguir el viaje o una estación término. Todo iba a depender del tamaño de la Tierra y del nuevo océano. Fue necesario circunnavegar la Tierra para saberlo. Eso debía hacer Magallanes y eso culminó Elcano. Entonces se concluyó que la ruta de occidente no sería la de las especies. Filipinas quedaría como un archipiélago hispano en el vacío.
El hallazgo imprevisto de América cambió la percepción del ser humano del planeta en que vivía. Fue la primera refutación del saber de los antiguos. Desde entonces, nadie podía considerar a Tolomeo o Macrobio como autoridades. Fue la primera evidencia de la historicidad del saber. Ahora los modernos sabían más cosas que los antiguos. Los hechos imprevistos desencadenan cursos de actuación nuevos, desde luego, y obligan a nuevas improvisaciones para orientarse con urgencia, a veces de forma desesperada, en medio de realidades desconocidas. Eso fue el imperio español.
Los sobrevenidos de la historia siempre implican una decepción respecto de lo buscado. Aunque Colón fue un maestro de la retórica, no convenció a los reyes católicos de que su viaje había sido exitoso. Para una mentalidad mercantilista las noticias de Colón eran malas. A lo sumo, se podía llegar a rescatar la inversión. No había promesas de grandes beneficios.
En todo caso, los pueblos amerindios no fueron buscados por los españoles. En realidad, su existencia fue una decepción. Muchos hechos de los primeros años del dominio español sobre las nuevas tierras se explican por esa actitud decepcionada. Ella extremó la voluntad de extracción de los escasos beneficios – mineros de ríos, negocio de las perlas y caña de azúcar- con trabajos que exterminaron a los indígenas y produjo el escándalo entre los predicadores de buena fe. La mortandad incentivó el negocio de esclavos africanos para reponer la mano de obra. Antes de Cortés, nadie dio mucha importancia a los hallazgos. Erasmo proclamó que lo mejor era dejar a aquellos seres en su paraíso.
Aquel hecho sobrevenido fue un trauma para las poblaciones indígenas. La monarquía hispana tuvo una actitud ambivalente respecto de este proceso. Por una parte, no podía detenerlo; por otra no podía realizarlo. Así que siempre fue por detrás de los acontecimientos. Autorizaba las empresas, pero no las ejecutaba. Las seguía con un puñado de oficiales, veedores, auditores, gobernadores, incapaces de controlar el proceso violento de los empresarios de la conquista. Daba leyes que siempre chocaban con la codicia de los actores reales, con la lejanía y con la inabarcable extensión de la nueva tierra. Ese fue el origen de la perenne debilidad estructural del dominio hispano sobre América. España no estaba preparaba para ese imperio. Nunca lo estuvo.
Identifiquemos la paradoja del 12 de octubre. Uno puede sentirse orgulloso de lo que descubre, de lo que busca, de lo que planea, de lo que quiere y realiza, pero no de un hecho sobrevenido. Eso no se puede sublimar. Sentirse orgulloso de algo así es confesar un orgullo sin mérito. Y si la consecuencia de ese hecho sobrevenido fue el dominio sobre millones de seres humanos y una catástrofe humana sin precedentes, cuanto más se glorifique esa empresa, más perplejidad provocará en los seres humanos afectados.
La paradoja de celebrar el 12 de octubre encierra la ironía de glorificar una casualidad. Es raro hacer de ello un símbolo nacional. A eso se añade la imposibilidad de implicar en la celebración a las gentes encontradas sin querer y luego dominadas. El único sentido moral de recordar aquí sería fortalecer el compromiso de España para superar las consecuencias negativas de su dominio temporal sobre aquellas gentes.
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José Luis Villacañas Berlanga, filósofo español