Desde el 18 de octubre de 2019 al 25 de octubre de este año 2020, la sociedad chilena ha entrado en un proceso de despertar social tan profundo como innegable. Son demasiadas las cosas que nos han ocurrido en el transcurso de este año, tanto a nivel social, como en lo intersubjetivo. Con una pandemia mundial como paréntesis, el estallido social jamás se fue. ¿Cómo podría haberlo hecho, si lo llevamos por dentro, sí tiene que ver con lo que verdaderamente somos? Por ello, este momento histórico, junto con su carácter de transformación, es, fundamentalmente, un momento de autenticidad, de recuperación de la identidad.
Este despertar de la consciencia ciudadana en Chile ha tenido características claramente identificables. No se produjo desde ningún proyecto de la política partidista, ni tampoco desde alguna organización ideológica con claro sustento teórico de base. El actual proceso constituyente tuvo como primera manifestación clara e indiscutible una palabra que causa pánico en la oligarquía, tanto como en el Estado subsidiario que la defiende: la evasión.
Pero ¿qué motiva ese terror? Que la evasión colectiva es una forma de desobediencia civil, una forma directa de no cooperación con un statu quo tan legal como ilegitimo, y que, más encima, afecta al corazón del modelo: al dinero. Es el pánico ante un tipo de anomia que se fundamenta en la validez ética. En este sentido, pocas consignas han sido más precisas que la cantada por los secundarios que iniciaron este movimiento, mediante la cual se afirmaba que “evadir, no pagar, es otra forma de luchar”. En efecto, para una ciudadanía cada vez más abandonada por instituciones corruptas desde la médula, y que no tiene poder económico, político ni militar alguno, es una de las pocas formas, tal vez la única, que tiene para defenderse de las arbitrariedades de un sistema fundamentado en la usura, el abuso y la desigualdad.
El enorme peligro que representa la desobediencia civil para quien ejerce el poder de forma arbitraria y autoritaria es que ni el Estado ni el Mercado pueden funcionar si los ciudadanos se niegan a cooperar. Tal y como señalara Gandhi, los ciudadanos, decididos a no cooperar, no pueden perder. Pero, por lo mismo, el costo del proceso puede ser muy alto. Antes del estallido social de 2019, la última vez que se llamó a evadir el pago del transporte público de Metro estallo una bomba, justamente en una de sus estaciones. Sin hacer ningún tipo de especulación arbitraria o conspirativa, solo ateniéndonos a los hechos, la vez siguiente, en octubre del año pasado, estalló la ciudad entera, y después el país. No se declara una causalidad en ello, pero si se devela una sincronía innegable, sospechosa como todas ellas. Y es que contra la no cooperación el Estado no tiene ninguna herramienta directa. Contra la revuelta tiene mucho, instituciones y recursos completos destinados a la represión. Pero contra la desobediencia civil decidida, en realidad, no tiene nada.
Tal vez por lo mismo, el aparataje mediático hegemónico se ha movilizado, casi por completo, en condenar, a un solo coro, a la evasión como a un acto criminal. Pero ¿desde cuándo la desobediencia civil se trata de defender la legalidad de lo injusto? ¿No consiste, acaso, en todo lo contrario? Acusar a la desobediencia civil por oponerse al orden injustamente establecido es como acusar al Sol por emanar luz. Lo que se intenta hacer, mediáticamente, es desacreditar al movimiento ciudadano invalidando su autoridad moral, pero es esto último, precisamente lo que lo distingue de su antítesis; el poder fáctico, al cual los medios hegemónicos defienden. Pero, nuevamente, contra la no cooperación, no se puede vencer. Menos en su propio terreno; el ético. El movimiento ciudadano tiene dos posibilidades frente al aparataje del poder: que este intensifique la represión y, con ello, fortalecer el argumento de la desobediencia civil o que se modifique la legislación e, incluso, el fundamento de la institucionalidad, con lo cual la no cooperación logra su más profundo objetivo. Por ello, no puede perder.
Lo que ha ocurrido el 25 de octubre de 2020 cuando una mayoría contundente de los votos emitidos ha optado por cambiar la constitución heredada de la dictadura cívico militar de Augusto Pinochet, es fruto directo de la desobediencia civil prolongada en las calles, pero que comenzó con la evasión. Y hoy, el escenario político es muy distinto al de los primeros años de ese engaño llamado “transición a la democracia”, contra el cual la ciudadanía tambien se rebela. En este momento, existen tres fuerzas sociales organizadas, en vez de dos; hoy el tercer actor se llama ciudadanía organizada en desobediencia civil. Y ni el oficialismo ni la oposición cómplice pueden nada contra ella. Quien sea que se siente en la mesa constituyente deberá tener muy en claro que el neoliberalismo no puede funcionar con un consumidor promedio que se esta aburriendo de consumir basura. En la actual coyuntura histórica, a diferencia de la década de los noventas, las circunstancias obligan a todos los actores, incluso al empresariado, a cambiar el modelo, en vez de defenderlo.