Una aproximación acorde al camino de profundización de la democracia que hemos iniciado a partir de la Convención Constitucional
Desde hace unos meses venimos presenciando una exacerbación mediática de la llamada “inseguridad ciudadana” y la explosión pública de situaciones críticas de descontrol de conflictos históricos no resueltos y más bien profundizados en los años recientes, conflictos que parecen haberse abordado de manera de constituir bombas de tiempo para estallar hoy en día: problemáticas continentales de migración no abordadas como tales, agudización y complejización creciente del conflicto en la macro zona sur, así como situaciones delictuales asociadas al crimen organizado que se gestaban desde largo tiempo pero que hoy son puestas en primer lugar de las preocupaciones relacionadas con los problemas sociales que afectan a las personas y comunidades. Proceso que va haciendo casi desaparecer la cuestión social que había desnudado el estallido social y que llevó a la Convención Constitucional para crear una nueva Constitución.
Sistemáticamente la conversación pública, instalada por quienes la median, nos propone temor, afán de castigo y mantención del orden público en tanto mantención del orden social. Este discurso dominante viene asociado a otros mecanismos destinados a escamotear el debate constitucional y a la interpelación del Gobierno del Presidente Boric; ello de modo de conducir la institucionalidad política, sus partidos y los centros de estudio a poner en el primer lugar de los temas políticos nacionales los asuntos concernidos a la seguridad y el orden público, separándolos de la cuestión social e histórica subyacente, distorsionando las reales preocupaciones que ha expresado la ciudadanía, y alejando el debate respecto de los cambios que el país ha exigido.
Como organización de la sociedad civil queremos referirnos a esta problemática de la seguridad interna y proponer una perspectiva que la aborde de acuerdo al contexto de cambios y profundización de la democracia, que la sociedad chilena, mayoritariamente, ha expresado en estos últimos años.
Para ello en primer lugar haremos referencia a la noción misma de seguridad interior del país, para luego proponer lineamientos para un abordaje de tales problemas de seguridad.
Para referirnos a dicha problemática de la seguridad interior del país debemos recordar que los hechos y la realidad social no son “naturales” sino, el resultado de la acción de los sujetos sociales y el desenvolvimiento de los conflictos, de modo que los distintos actores que van actuando en el contexto social construyen dicha realidad; de este modo, la perspectiva desde la cual la interpretan es crucial por cuanto desde ahí, y del despliegue de sus intereses, van constituyéndola. Por ende, el análisis de esta materia requiere conceptualizarla y definir el marco desde el cual se la aborda por parte de los distintos actores sociales incidentes, quitándoles el carácter de hecho natural a las definiciones y aproximaciones hegemónicas o dominantes a través de la exploración de la genealogía o antecedentes históricos y procesos de construcción de tales perspectivas vigentes.
1. Concepto de seguridad interna
La noción de seguridad interna o interior del país se refiere a formas de convivencia y organización social de una comunidad que garanticen la integridad física de las personas, su bienestar básico, y la resolución no violenta de los conflictos en dicha convivencia, “permitiendo el libre y pacífico ejercicio de los derechos humanos de sus habitantes, acompañada de la conciencia de dicha condición por parte de los mismos, así como la razonable expectativa de que esta situación se mantendrá en el tiempo” 1 ; esto, de modo de poder convivir libres de riesgos vitales o primordiales y de temor, y asegurar la realización de los derechos de las personas y comunidades. Se trata de lo que también llamamos “seguridad humana”.
La seguridad implica una dimensión objetiva y una dimensión subjetiva, las que no necesariamente coinciden. Ambas dimensiones –seguridad objetiva y subjetiva - no tienen una relación directa, pudiendo evolucionar con una cierta autonomía, en tanto son afectadas por variables diferentes y de manera distinta según los diversos estratos sociales y territorios. De este modo, la subjetividad expresará no sólo situaciones objetivamente insegurizantes sino, también, la manera de interpretar la realidad que se vive. Subjetividad en la que inciden poderosamente los medios de comunicación social, precisamente por constituir mediadores de la conversación social en la que se construirá, sea en dirección a fortalecer la confianza o hacia la incertidumbre y el miedo. Más aún, pudiendo llevar a catalizar en una cierta dirección el temor provocado por un conjunto de otras incertidumbres que no se leen como tales.
Resulta entonces evidente que una mayor seguridad interior requiere o supone un contexto efectivamente democrático, que favorezca la realización de los derechos humanos de sus habitantes, incluyendo un sistema de medios de comunicación plural y responsable que promueva la confianza y la solidaridad. A la inversa, una sociedad organizada en términos de gran desigualdad y falta de solidaridad, que no permite la realización de los derechos humanos del conjunto de sus habitantes, que no procesa los conflictos que ello conlleva ni da cuenta de su solución pacífica y que no cuenta con un sistema de medios de comunicación plural, abierto, libre, que no especule con sentimientos de inseguridad, significa una sociedad estructuralmente insegura, en términos objetivos y subjetivos.
En la cotidianeidad de nuestra vida social podemos encontrar una concepción menos amplia o más acotada de la seguridad interior, refiriéndose a “aquella situación de una comunidad en que de manera generalizada sus habitantes puedan hacer pacífico ejercicio de la generalidad de sus derechos sin verse impedidos de ello por acciones de violencia, de cualquier tipo o naturaleza, con un razonable nivel de confianza en ello, al mismo tiempo que también con una razonable sensación de seguridad que esta situación se mantendrá en el tiempo” 2 .
En este sentido la dimensión objetiva es entendida como una “situación o condición de una comunidad en que de manera generalizada sus habitantes pueden hacer pacífico ejercicio de la generalidad de sus derechos fundamentales sin verse impedido de ellos por acciones violentas de cualquier naturaleza” - y la dimensión subjetiva es referida a una “situación o condición de una comunidad en que se tiene razonable confianza de que es posible ejercer la generalidad de sus derechos fundamentales sin verse impedido de ello por acciones violentas de cualquiera naturaleza así como también una razonable sensación de seguridad de que esta situación se mantendrá en el tiempo” 3 .
2. Producir condiciones para una mayor seguridad objetiva y subjetiva, una problemática política de primer orden.
Como sabemos, la seguridad frente a los aspectos básicos de la vida es una de las necesidades fundamentales del ser humano, cuestión no menor si nos hacemos cargo de la importancia de la construcción de emociones para el manejo y la estrategia de poder, en particular, el miedo o la confianza. Por ende, toda estrategia de poder requiere contemplar en su despliegue esta dimensión. Cuestión que dependerá de las condiciones objetivas existentes; pero también de los intereses subyacentes y, en especial, de la subjetividad predominante pues, frente a una misma situación objetiva puede darse lugar a sentimientos de confianza o - a la inversa - de temor, según cómo se la aborde. Por ende, será necesario el despliegue de un discurso que articule la conversación social y construya intersubjetividad
1 Salinas, Mauricio: “Reflexiones en torno al concepto de seguridad ciudadana”. Marzo 2013. En https://www.researchgate.net/publication/235982335.
2 Idem
3 Idem
acorde a la perspectiva ideológica conceptual desde donde se la enfrenta y a los intereses que se protegen con esta subjetividad, a partir de lo cual se fijarán los objetivos declarados y no declarados y las funciones de la institucionalidad a cargo.
Así, la generación de situaciones que inciden objetiva y/o subjetivamente en mayor o menor seguridad y confianza en el desenvolvimiento de la vida cotidiana, pueden ser utilizadas de una u otra manera como un importante dispositivo de in/estabilidad política.
3. La situación en el país
En nuestro país hemos asistido desde la dictadura militar y luego al inicio de la transición a la democracia, a la instalación y naturalización de un discurso y una concepción totalizante de la seguridad como forma de leer los problemas derivados de los conflictos sociales inherentes al modelo de desarrollo y a nuestra historia, criminalizando la expresión de conflictos sociales o históricos no resueltos, o centrando la in/seguridad en los problemas asociados principalmente al delito común, propio de los sectores pobres, como catalizador de otras incertidumbres, como nos mostró el informe del PNUD 1998 4 . 4 Estos serían: miedo al otro -mi competidor-, miedo a no acceder a fuentes de ingresos o al trabajo precario, miedo a enfermarse sin poder acceder a atención de salud apropiada, a no poder acceder a una educación adecuada para proyectarse en la vida, miedo a envejecer sin contar con protección social suficiente. En “Paradojas de la modernización”. PNUD 1998
Se trata de un discurso instalado por determinados actores políticos y sociales y difundido extensa y reiteradamente por la prensa, simplificando la problemática y su solución y profitando de una grosera exhibición del sufrimiento de las víctimas. A su vez, la inseguridad reinante que ha afectado a la gran mayoría de la población por la desprotección social del modelo de desarrollo, en que cada uno lucha aisladamente por solventar sus necesidades básicas, y por la corrupción institucionalizada y naturalizada, el abuso del poder y el delito de cuello blanco como práctica usual, desapareció de los medios prácticamente hasta que se iniciaron las grandes movilizaciones sociales al inicio de este siglo. La privatización de lo público implicó que las luchas sociales expresivas de la realidad colectiva estuvieran ausentes en los medios de comunicación. El conflicto sólo se veía asociado a individuos, personas problemáticas, sujetos portadores de las causas de tales conductas conflictivas, “los otros” (distintos de “nosotros”).
Dicho discurso va asociado a la definición de quienes irrumpen en el orden público o quienes infringen la ley - excepto en el caso de la corrupción, del abuso del poder y del delito de cuello blanco- como sujetos amenazantes, enemigos internos. En este sentido se lee la pobreza y marginalidad social, no desde la vulneración de sus derechos sociales básicos sino desde la amenaza que representarían (sectores “en riesgo social” o “vulnerables”), incidiendo también en las políticas sociales, que emigraron de sus objetivos de justicia social a una finalidad de prevención del delito, focalizados principalmente en estas poblaciones (objetivo de control). De este modo un clásico problema social, como es el delito común, se fue transformando en la “guerra” o “combate” al “nuevo” enemigo interno, constituido primero por “el delincuente” y luego por los jóvenes y sectores vulnerables, por los adictos y más adelante, en la medida que los conflictos sociales afloraban de manera radicalizada, y así se visibilizaban en el ámbito público, los “vándalos” o, en el caso del conflicto indígena, los “terroristas.” La receta invariable de esta perspectiva que lee todos y cada uno de los problemas y conflictos sociales en tanto problemas de seguridad (excepto los de los sectores dominantes y las instituciones del poder), fue (y sigue siendo) la criminalización de la expresión de los conflictos asociados a los distintos problemas sociales y la policialización de su expresión en el ámbito público. Lo que técnicamente se ha llamado “el estado penal”.
No debemos olvidar que el sistema penal moderno, en su esencia, es el centro del sistema de control del Estado, y su misión sustantiva es el resguardo del orden social vigente mediante la amenaza del castigo o el uso de él, del cual tiene el monopolio legítimo. Es el núcleo duro del Estado, es decir, del poder político, económico y social. El corazón del sistema de castigos es la prisión y en algunos países también contempla la pena de muerte. Es decir, representa la dimensión más violenta del Estado y tiende a reproducir las desigualdades existentes en la sociedad, además de los grados de corrupción que suelen afectarlo. Por ello ya en sus inicios, acorde al pensamiento liberal que le dio origen, fue considerado como un recurso que debía ser limitado en su uso, un recurso de “última ratio”. No obstante, asistimos al desarrollo de esta tendencia punitivista producida pese a que, además, ya hace mucho más de medio siglo que sabemos del fracaso del sistema penal como forma de control de los delitos y comportamientos disruptivos o antisociales. Es decir, sabemos empíricamente que la amenaza o la aplicación del castigo penal en la mayoría de los casos no inhibe la realización de las conductas dañinas tipificadas como delito; menos aún la pena de cárcel, que muestra altas tasas de reincidencia en todos los países (alrededor del 50%) y favorece la organización del mundo criminal y la generación de una cultura propia que legitima su actuar (subcultura carcelaria o efecto de prisionización); sabemos que la cárcel no rehabilita sino, a la inversa, profundiza la dañosidad de los infractores; es una institución deshumanizante; y nadie ignora la casi imposibilidad de reinsertarse socialmente de quien ha sido castigado penalmente. Menos aún en nuestro país y en las condiciones de nuestro sistema de justicia penal. A lo anterior se agrega que a la cárcel – en todos los países - sólo llegan personas pobres, provenientes de sectores excluidos socialmente; no hay allí nadie de otros estratos sociales. Pese a lo cual, chocando constantemente con la realidad, hemos asistido a este extenso desarrollo del “Estado penal” y una naturalización del castigo y la violencia del Estado como forma de “combatir” la violencia que se genera en nuestra realidad social.
Esta perspectiva punitivista - que encuentra eco en el deseo de justicia de las víctimas y la necesidad de repuestas simples para la inseguridad (construida), lo que da rédito político (populismo penal)- se asocia al actual modelo de desarrollo neoliberal y sus procesos de mercantilización de las relaciones sociales y privatización de la esfera pública, que le son propios. Así, en este proceso la in/seguridad ha conllevado el desarrollo de la “industria de la seguridad”, es decir, la privatización y transformación de esta tarea en negocio. Esto agregó una nueva funcionalidad al discurso de la inseguridad: el lucro. Más amenaza de delito, más posibilidades de éxito del objetivo de lucro.
Acorde a los procesos sociales que se fueron desarrollando en el país, paulatinamente se hizo necesario incorporar a la perspectiva descrita, los aspectos “sociales” de esta problemática. Esto se hizo a partir de la noción de “sectores vulnerables”, asociando las disfuncionalidades de ciertos núcleos familiares pobres con la deserción escolar y esta con la delincuencia. Ya no se trataba sólo de sujetos peligrosos sino de familias inadecuadas (aunque en ningún caso vinculado a las familias disfuncionales de otros estratos sociales), es decir, sigue siendo una cuestión surgida en el ámbito privado, individual, al margen de las cuestiones propias del orden social. Es pues un discurso pseudo social.
El resultado ha sido la instalación, hegemonización y naturalización de esta concepción totalizante de la seguridad como forma de leer los conflictos sociales; y de su abordaje unilateral, considerando una misma respuesta para la pluralidad de situaciones subyacentes, es decir, siempre mediante el control policial, penal, la amenaza del castigo; un miedo generalizado a la delincuencia común, a los pobres y marginales; un importante y sostenido incremento de la población encarcelada en una proporción sin correspondencia con el crecimiento de la población en general (llamado técnicamente “inflación penal), llegando a ser uno de los países del continente con una de las más altas tasas de personas encarceladas, casi en su totalidad población muy joven y socialmente marginal, mantenida en condiciones inhumanas; o, de no ser encarcelados, sometidos a otras formas de control penal. Pobres que resultan altamente estigmatizados y, a su vez, estigmatizantes de sus poblaciones de procedencia, con los efectos que ello conlleva: la generación e incremento de una población fuertemente dañada y desmoralizada por su persistente paso por SENAME o por el sistema carcelario, población que ha servido para justificar la exigencia de más capacidad de control.
De manera paradójica, la fuerte presión hacia el control y la represión fue llevando al mundo delictual a la necesidad de mayores niveles de organización, así como al desarrollo de su capacidad de corrupción de la institucionalidad, haciendo cada vez más difícil el control. Todos y cada uno de los conflictos delincuenciales se fueron complejizando. Más aún, relacionado a la ruptura del lazo social, al consumismo, al constante impulso al lucro y “éxito” individual y a la corrupción asociada a esto, de alguna forma en ciertos ámbitos el delito de los estratos más pudientes se fue articulando con el pequeño delito de los grupos más marginalizados, tejiendo complejas redes inter estratos sociales (por ejemplo en el tráfico de drogas y migrantes, el robo de madera, el comercio callejero ilegal), ello en un contexto social cada vez más globalizado. De ahí al fortalecimiento e internacionalización del crimen organizado hay un paso.
Recientemente, en el marco del desarrollo abierto y público del malestar con el orden social y la apertura de procesos de cambio, que para muchos significa incertidumbre, la cultura punitiva instalada fue llegando al paroxismo, abriendo espacio a propuestas autoritarias extremas. Así, atizar el temor y la inseguridad, producir una delincuencia cada vez más compleja – pero siempre centrados en los delincuentes pobres, “enemigos” de la sociedad - y profundizar determinados conflictos que esconden enormes intereses, en lo inmediato resulta un negocio política y económicamente rentable y siempre es manejado en estos términos y para esta funcionalidad. A la inversa, desde esta perspectiva los cambios en dirección a una mayor democratización del país son leídos como una profundización de la inseguridad.
Sin embargo, la inevitable falta de resultados del sistema de justicia en relación al objetivo de control así entendido, y el agravamiento de esta problemática, muestra que esta perspectiva totalizante de la seguridad incrementa el delito y la inseguridad. Es un camino sin salida. Pero no se trata de un fracaso. El objetivo es otro y se ha conseguido. Instalar y atizar el temor y la inseguridad no sólo impulsa una cultura punitiva, sino que autoriza o justifica lógicas de excepción impropias de una democracia, lo que a su vez ahonda los problemas, favoreciendo las ofertas de gobernabilidad autoritaria y, por ende, dificultando el cambio social.
4. Necesidad y posibilidades de una nueva perspectiva de la seguridad interior en el país.
El análisis desarrollado nos muestra que, pese a lo difícil que puede resultar, es políticamente prioritario y urgente modificar el abordaje actual del problema de la inseguridad, virando desde esta visión totalizante que hoy domina, a una perspectiva coherente con el proceso de cambios en curso orientado hacia la democratización del país. Ello supone perentoriamente intervenir en la conversación social evitando que el discurso de la inseguridad permanezca instalado en lugar de la conversación social sobre el cambio; despejando la cortina de humo; llevando la discusión hacia los reales problemas que afectan al país – de los cuales la inseguridad es una derivada - refiriendo la inseguridad a las problemáticas subyacentes. De otro modo, mantenerse en la perspectiva vigente es quedar atrapado en un zapato chino. Hacer más de lo mismo, aceptar y darle la prioridad a las problemáticas de la inseguridad en la conversación social, significa más inseguridad, constituyendo un problema político insalvable.
El desarrollo de otra perspectiva que pueda dar cuenta efectivamente de la necesidad de seguridad en la convivencia social implica una doble aproximación, que asuma tanto la dimensión relativa a las cuestiones imprescindibles de control, ajustadas a estándares internacionales de respecto de los Derechos Humanos, como los necesarios cambios en las condiciones sociales sobre los que se sustenta esta problemática y un discurso acorde. De este modo, sin duda supone procesos de democratización que aseguren la concreción de los derechos humanos de las personas y comunidades y enfrenten las desigualdades ilegítimas, así como el desarrollo de un contradiscurso al individualismo, competencia, exitismo, machismo, racismo y clasismo; valorando e impulsando una cultura solidaria, tolerante, plural e igualitarista.
Aunque los resultados de esta nueva perspectiva tomarán tiempo, es imprescindible instalarla prontamente en la conversación social, desnudando el simplismo del objetivo de lucro como organizador unilateral de la vida social y el daño de la cultura individualista / competitiva, buscando permanentemente fortalecer la confianza, la solidaridad y los valores democráticos.
Ello no obsta tener que hacerse cargo de los problemas que afectan el orden público e insegurizan la convivencia. En esta dimensión, respecto de cómo abordar las conductas disruptivas de la convivencia social en esta nueva perspectiva, existe un gran desarrollo teórico y muchas experiencias concretas que pueden ser consideradas, entendiendo que se trata de una multiplicidad de situaciones y por ende no cabe una respuesta homogénea (castigo penal); más bien debe haber respuestas diferenciadas que se hagan cargo de la diversidad de problemáticas y conflictos.
Desde luego, para enfrentar el delito común que suele darse en los sectores marginalizados socialmente, de partida se requiere descriminalizar una parte importante de conductas, abordándolas en su mérito; asimismo, son necesarias formas no penales o alternativas de procesamiento y ojalá de resolución de los conflictos asociados a tales delitos, como es el caso de la justicia restaurativa o compositiva; o, cuando ello no es posible, existen diversas alternativas al uso de la prisión. Al mismo tiempo es indispensble, la humanización de las cárceles de modo de no agudizar la deshumanización que pudieren portar los infractores. Son especialmente destacables las políticas seguidas en los países nórdicos, con resultados óptimos. Junto a lo anterior, la justicia restaurativa significa también reparación y apoyo estatal efectivo a las víctimas, de modo de asegurar sus derechos, evitar su desamparo y procesar la ira que se asocia al daño experimentado y que alimenta la lógica punitiva reinante. Asimismo, la criminología latinoamericana y el feminismo nos enseñan el papel del machismo en la generación de estos delitos y de conductas extremadamente violentas, en tanto construcción de identidad masculina y, por ende, la importancia de abordar tal cultura. Una política como esta requiere ir instalando otro lenguaje que pueda dar cuenta de la complejidad de la problemática a abordar, abandonando el discurso de guerra (no más “combate” a un problema social), así como la estigmatizante palabreja de “el delincuente” y “la delincuencia”, refiriéndose más bien a los infractores de ley y a las situaciones socialmente problemáticas que subyacen al conflicto que desata estos delitos; y haciendo ver la necesidad de abandonar políticas de control penal ya superadas y avanzar a formas más modernas, eficientes y humanizantes cuyos valiosos resultados ya son conocidos. Además de entender que ya desde el siglo XIX sabemos que una sociedad sin delito no es posible, sólo se puede aspirar a mantenerlo dentro de márgenes de baja incidencia. Respecto de las drogas ilegales, se ha avanzado en la comprensión de que la demanda y el consumo problemático de estas dice relación con la ansiedad y todas las otras consecuencias que genera el contexto social individualista, competitivo, consumista, hedonista, exitista, autodestructivo, de la vida actual 5
5 De Rementería, Ibán
Hasta un cierto momento la aproximación a esta realidad se centró en ilegalizar e impedir la oferta colocando el acento en el microtráfico y/o en las organizaciones surgidas en las poblaciones marginalizadas de las ciudades. Luego se avanzó buscando incidir en la oferta a partir del control del tráfico organizado preferentemente en sectores poderosos, siguiendo “la ruta del dinero” para interrumpir o dificultar el logro de su móvil, el lucro. Control muy resistido también por segmentos altos de la sociedad vinculados a otras prácticas delictivas, a la especulación financiera internacional, a la elusión y evasión de impuestos de los más ricos por vías internacionales (paraísos fiscales) o negocios ilegales de familias y grupos poderosos y a la cultura de su mundo de los negocios 6 .
6 Ver “Capitalismo”, de la economista y teórica del liberalismo, Jeannette Von Wolfersdorf, de la Fundación Chile, 2022
No obstante, yendo por otra senda para enfrentar la problemática de las drogas, muchos países han desistido de centrarse en el control del tráfico ilegal y han salido de la lógica de la “guerra a las drogas”, buscando más bien incidir en las condiciones sociales que generan la demanda y,especialmente, mediante un acceso al consumo controlado institucionalmente, lo que deja a los traficantes sin incidencia mercantil en este asunto; además de impulsar una política de salud pública que asegure una oferta de atención profesional gratuita para enfrentar la dependencia, en los casos de consumo problemático, y politicas de inclusión social y laboral alternativas al “trabajo” de microtraficante.
Además, el rico debate teórico y la experiencia también nos proveen de un amplio espectro de políticas y medidas para el control de la corrupción que hoy afecta al conjunto de nuestra institucionalidad y que realmente impacta negativamente en nuestra seguridad, algunas de las cuales ya están en curso (por ejemplo, la ley de transparencia); pero no es suficiente, aún estamos en fase más bien incipiente y constituye un ámbito en el cual urge avanzar. Especialmente en el caso de los delitos de cuello blanco y de la relación delictiva entre dinero y política, que tanto daño nos ha hecho, así como respecto de la institucionalidad policial y de las FFAA. En este último plano los acuerdos alcanzados en la Convención Constitucional nos podrían proveer de herramientas muy valiosas para el cambio de la situación.
En el ámbito de la violencia intrafamiliar o contra las disidencias sexuales y de género, ya se cuenta con caminos conocidos que nos indican la imprescindible necesidad de que el Estado asegure la protección, reparación y apoyo de las víctimas y su entorno familiar, así como una política pública orientada a una profunda transformación política y cultural de las definiciones de género y el poder patriarcal que organiza nuestra sociedad. En relación al reguardo del orden público y la disuasión de la comisión de delitos, por definición este corresponde a las policías. Respecto del control en este ámbito, es conocida la orientación operativa de las policías que se ha impulsado en muchos países, en concordancia con el modelo neoliberal, basada en concepciones policiales influidas por diversas teorías militares de guerra; esdecir, de comprender al disidente y al infractor no como ciudadano sino como enemigo interno (ver por ejemplo, las tesis del “síndrome de Sherwood” 7 ), y que en nuestro país llegó a constituir un modelo puro. Concepción que es completamente incompatible con una sociedad democrática.
Además, se ha hecho evidente la vinculación de algunos de sus efectivos con el crimen organizado. Por ende, está claro que urge la modificación de Carabineros tanto por la corrupción imperante y por los delitos en que se han visto involucrados, como por sus propias concepciones institucionales, cuestiones que constituyen parte sustantiva de los problemas de inseguridad en el país. Todo lo cual no sólo las hace no operativas sino además ilegítimas ante la opinión pública, dificultándose profundamente su imprescindible papel en el resguardo del orden público. Pero el problema es más profundo por la naturaleza misma de la institución pues, como dice su Ley Orgánica, Carabineros existe “para dar efectividad al derecho”; es decir, para el reguardo del orden social, establecido en la ley, mediante el uso regulado de la violencia legítima. Y la legitimidad del orden social que deben defender está en crisis. Por ende, la institución debe ser reformulada estructuralmente para adecuarse al contexto de cambios, en que buscamos salir de una “democracia protegida o tutelada” para ir a una profundización democrática del conjunto de la sociedad. Implica abandono de la lógica del enemigo interno (resabio de la doctrina de la seguridad nacional de la dictadura) y, consecuentemente, el término de su carácter de institución militarizada; así como una profesionalización acorde a las nuevas definiciones doctrinarias, ademas del término de su autonomía financiera y en la definición de su actuar operativo y, por lo tanto, el paso a dependencia y control efectivo de la autoridad civil democráticamente elegida, etc. Enfrentar esta tarea sin duda es de primer orden. Sin estos cambios y la generación del discurso correspondiente que visibilice su sentido, es iluso enfrentar las urgentes labores de resguardo del orden público y de prevención de la comisión de delitos.
7 Piqué, David;”El fenómeno okupa / antisistema circunscrito al distrito de Gràcia (Barcelona), como factor de riesgo para la convivencia y potencial foco de percepción de inseguridad. Políticas públicas de seguridad aplicables para evitar aque se convierta en un problema de orden público o delincuencial y consecuentemente de solución únicamente policial”;. El síndrome de Sherwood. Madrid, Noviembre 2019
Existen muchos otros aspectos que deben ser abordados, especialmente en relación al sistema de justicia y que constituyen otras respuestas de las vigentes. Estas y otras ideas pueden contribuir a instalar una conversación social diferente sobre el problema de la in/seguridad en nuestro país, asociado a respuestas viables y acordes al proceso de profundización democrática que exige gran parte del país, lo cual es indispensable para el éxito del proceso.