“Yo no creo demasiado en lo que se dice habitualmente sobre los mitos,
cuando se los presenta como una expresión, una representación de lo incomprensible. Me parece más bien que en el origen hay un ataque de risa…”
Raúl Ruiz
Mientras Mayo de 1968 desataba sus fuegos, Furio Jesi reconstruía la revuelta espartaquista sobrevenida en Berlín de 1919. A partir de ello, escribía: “Usamos la palabra revuelta para designar un movimiento insurreccional diferente de la revolución. La diferencia entre revuelta y revolución –indica Jesi- no debe buscarse en los fines de una y otra (…) Lo que mayormente distingue a la revuelta de la revolución es en cambio una diferente experiencia del tiempo.” (p. 63). Diferencia entre revuelta y revolución que nos sirve para ver la diferencia entre lo que Marchant denominaba “comentario” versus la “adequatio”, la singularidad de una escritura que resta respecto de la totalización de una lengua. Justamente, la moderna noción de “revolución” sería parte de las viejas humanidades elaboradas durante el siglo XVIII y siglo XIX axiomatizadas en las nuevas ciencias gerenciales que toman el relevo de aquellas desde la segunda mitad del siglo XX; la revuelta en cambio, rezuma como su contestación radical al poner en juego una “diferente experiencia del tiempo” donde el tiempo irrumpe al interior del tiempo y no se deja capturar por las formas cronológicas que restituye la revolución.
Según Jesi, una revuelta, entonces, constituye una experiencia singular que se diferencia de la revolución precisamente por la “diferente experiencia del tiempo” toda vez que ésta última implicará una verdadera “suspensión del tiempo histórico”. El tiempo de la revuelta es un tiempo de suspenso donde, según Jesi: “(…) todo lo que se cumple vale por sí mismo (…)”. Así la relación capitalista fundamental centrada en la equivalencia general resulta ser interrumpida por la revuelta puesto que todo lo que se “cumple” no remite sino a la dimensión de lo que “vale por sí mismo” que posibilita la apertura al uso libre y común.
Es clave el problema del uso que la revuelta posibilita: su misma articulación implica darles nuevo uso a determinados espacios: la plaza ocupada, los monumentos profanados, el comercio saqueado, las calles cortadas por barricadas, tomas de edificios u otras expresiones de múltiples formas. Los nuevos usos constituyen nuevas formas de habitar lugares que han sido devastados por la violencia de la episteme gerencial. A esta luz, la revuelta irrumpe como un lugar de habitabilidad. Pero un lugar que, sin embargo, no puede tener lugar al interior de la episteme dominante y, por tanto, la excede y supura. Que la revuelta sea un lugar sin lugar marca justamente su dimensión constitutivamente exílica, u-tópica si se quiere, su condición “fuera de lugar”. Ella no está indicada en los mapas con los que se guía el poder. Más bien, es invisible a ellos: Mohamed Bouazizi, el verdulero tunecino con cuya inmolación detonó una revuelta de escala regional, era completamente ajeno a los “radares del poder”. Pero que sea un lugar sin lugar implica que, ella no consiste tanto de imaginación como de lo “imaginal” a decir de Henry Corbin, esto es, un lugar en que la diferencia entre lo ideal y material deviene indistinguible y donde la experiencia del tiempo resulta enteramente heterogénea.
Fuera de las cartografías y sus cálculos, la revuelta constituye una tierra que no calza con el territorio, una zona que no coincide con ningún espacio ni tiempo calculado por los mapas vigentes. La revuelta es un modo de habitar el mundo en el instante en que éste ha sido devastado. Habitabilidad que se anuda en lo imaginal en la medida que este tertium constituye un lugar. Porque lo imaginal se revela aquí no como una facultad al interior de la jerarquía de facultades humanas, sino un lugar de corte cósmico y antropológico, no-humana y humana, a la vez que tiene la capacidad de hacer de la multitud que protesta un médium sensible en el que vivos y muertos se mezclan y convocan entre sí.
La imagen prevalente en las diferentes intifadas del mundo, donde los funerales de los mártires se convierten en campos de batalla expone de manera cruda el comercio imaginal o, si se quiere, lo indistinguible en lo que deviene lo vivo y lo muerto. Muertos del pasado irrumpen con su potencia utópica y los vivos los reciben para las luchas del presente. El médium sensible –lo imaginal de la revuelta- escombra de súbito, y su multitud resulta monstruosa, alienígena para la episteme dominante, precisamente porque ésta última no se sabe qué es lo que ocurre, quienes son los que protestan y, sobre todo, qué quieren. El saber de la episteme resulta impotente. Este es el dato decisivo: la revuelta revela al saber de la episteme dominante como un simulacro, dispositivo de sugestión que resulta sino desactivado, al menos agrietado. Los que habitualmente saben ya no saben, el trono del saber se exhibe vacío y es la multitud la que irrumpe con un conocimiento fulmíneo, imaginal, sustraída de la relación de soberanía que se articulaba con el sujeto supuesto saber, pero que exhibía a este “saber” como un simulacro. Es precisamente en este punto donde cabe situar el problema de la violencia. Un asunto que los saberes repiten una y otra vez en cada sitio en que una revuelta asoma, incluso cuando llenan sus titulares de vocablos como “anomia”, “malestar”, entre otros.
Volquémonos al famoso texto Para una crítica de la violencia de Walter Benjamin y atendamos desde ahí la “suspensión del tiempo histórico” característico de la revuelta señalado por Jesi quien fuera un lector empedernido de Benjamin: la violencia mítica –aquella que, según Benjamin, responde a la dialéctica de instauración y conservación del derecho se identifica a la violencia epistémica; la violencia pura o divina que solo asume un carácter revocatorio sería precisamente aquella que definiría la intensidad de la revuelta. En este sentido, la revuelta expresa una violencia revocatoria, destituyente si se quiere, en la que, para Jesi, tiene lugar una “diferente experiencia de tiempo” en la medida que interrumpe el continuum que asume las formas epistémicas dominantes.
A esta luz, la denominada “violencia” de la revuelta es “sin sangre” –diría Benjamin- porque no instaura ni conserva el derecho, sino que solo lo revoca. Me parece importante considerar este punto, pues, en general el discurso liberal tiende a volver equivalentes ambos tipos de “violencia” invisibilizando así la violencia de la misma operación que vuelve equivalentes a ambos tipos de violencia. En este sentido, me parece necesario volcarnos sobre Frantz Fanon cuando rescata la figura del colonizado que no se deja mimetizar por la violencia del colono: “La impugnación del mundo colonial por el colonizado no es una confrontación racional de los puntos de vista. No es un discurso sobre lo universal, sino la afirmación desenfrenada de una originalidad formulada como absoluta.” La lucha anticolonial, por tanto, consiste para Fanon en “afirmar” una “originalidad” irreductible, singular y “absoluta”.
Para Fanon –como para Benjamin- no habrá, por tanto, mímesis entre opresor y oprimido, entre colono y colonizado, sino discontinuidad, separación, diferencia cualitativa y radical. Por eso, la violencia del colonizado no puede ser equivalente a la del colono, pues lo que se juega en ella es siempre una singularidad que no coincide jamás con la violencia mítica ofrecida por el colono. Esa “originalidad formulada como absoluta” señalada por Fanon muestra la imposibilidad de la conciliación y, en este sentido, exhibe el carácter “maniqueo” –dirá Fanon- del orden propiamente colonial que precisamente la violencia de los oprimidos vendrá a revocar. Toda la operación de la episteme dominante intentará reestablecer la equivalencia general entre las violencias, pero una y otra vez, la revuelta reivindicará su trabajo “sin sangre” orientado a la detención intempestiva de su maquinaria.
La violencia revolucionaria que Benjamin había identificado bajo el término “pura” o “divina” en la medida que respondía a una medialidad en la que no se ponía en juego “fin” alguno y que se definía por su dimensión revocatoria ha sido trabajada, últimamente, bajo el término “destitución”. Me interesa leer aquí que en la cuestión destituyente no solo el ethos mismo de la revuelta en lo que a la cualidad de su violencia se refiere, sino la puesta en juego de otro momento de lo político en que lo que estaría en juego no sería la “tragedia” que sería el paradigma mismo de la comprensión tradicional de lo político –el paradigma de la hegemonía- cuya forma se orienta a la sutura del sujeto, sino la “comedia” como un momento popular que jamás podría caber al interior de la dimensión “trágica” y que remite a la desactivación de las suturas producidas.
Destituir significaría, por tanto, la interrupción de lo trágico por lo cómico: “La comedia –escribe Carlo Diano- la revolución en la época de los pueblos.” El chiste vulgar, la invectiva, la burla hacia el poder, los disfraces, las capuchas desplegadas por las calles, exponen lo que Agamben denomina la vida habitual, la dimensión más insignificante de la existencia que funciona como si fuera la más significante. Las multitudes ríen, un momento de suspensión radical de las formas instituidas tiene lugar y con ello irrumpen con su “revolución”, a decir de Diano. He aquí la comedia como irrupción destituyente que desoperativiza a los grandes héroes, corroe su pureza, destrona sus intachables máquinas y termina por desustancializar su episteme. La revuelta porta así una violencia cómica que sólo puede ser revocatoria, que reivindica su dimensión “sin sangre” y, sin embargo, gracias a eso puede abrir la imaginación al restituir el uso común de los pueblos y volver a habitar el mundo. Los pueblos quieren reír mientras las oligarquías quieren hacerlos llorar. Si, como ha visto Phillippe Lacoue-Labarthe, la tragedia opera bajo el dispositivo de la sutura, justamente la comedia irrumpe con la desconexión. En ella nada calza consigo mismo, no pervive “sujeto” y no deviene un “detrás” que la policía pudiera identificar. La revuelta es, en este sentido, la irrupción de una vida expresiva y, por eso, remite a un paradigma cómico antes que trágico. Ni una vida sustancializada en una metafísica de lo invariante, ni funcionalizada en un conjunto de operaciones ad hoc. Más bien, excedencia y simple exposición del singular plural inmanente a la multitud.
En este sentido, el equívoco de la episteme dominante ha sido leer la revuelta bajo las nociones trágicas heredadas por el pensamiento político: “estabilidad”, “nómos”, “sujeto”, “Estado”, “vanguardia”, entre otros términos molares de tipo antropológico que, sin embargo, la revuelta pone en suspenso. En otras palabras, su equívoco ha consistido en no leer el momento cómico como un desplazamiento del principio antropológico bajo el cual tradicionalmente se ha entendido la política. Por eso la revuelta es odiada por conservadores y revolucionarios profesionales. Sobre todo, por sus vanguardias.
Se la tacha de infantil, de anómica, caótica, violenta y, sobre todo cuando la intensidad de su proceso decae, aparecen los arrepentidos diciendo que la revuelta no “sirvió para nada” y que será preciso volcarse hacia la política “seria” (“seria”: anti-cómica). Me interesa plantear otra vez la cuestión antropológica: al arrimarse en capuchas, máscaras, desmonumentalización y desoperativización de máquinas, el momento cómico expone el hiato de lo in-humano en el seno de lo humano. Justamente por eso, la comedia es un momento en que no puede operar la mímesis, y el oprimido puede abrir su diferencia para con el opresor: los pueblos pueden vestirse con los ropajes del tirano justamente para burlarse de él. Mímesis fallida la de la comedia, mímesis imposibilitada, por tanto, de suturar en un nuevo enclave hegemónico, una nueva forma del “sujeto”.
Al revocar el principio antropológico, justamente la revuelta “no sirve”. No tiene una misión, un fin que cumplir. Es a-teleológica. No es digna de “obra” alguna y, en este sentido, no puede plantarse en el Olimpo de la política, según su forma tradicional. Ella es más bien un devenir menor, una potencia interruptiva que, sin embargo, expresa nada más que la desesperación de la multitud de habitar el mundo frente a su devastación. A esta luz, no hay más gestualidad que la de la revuelta.
Su violencia –si pudiéramos denominar con ese término amplio y polisémico la dimensión cómica del talante revocatorio- no calza con la violencia mítica de la episteme dominante pues resta de ella, al constituir su total desecho y basura. Su carácter cómico, quizás, exponga una tesis diferente a la que esgrimió Hobbes en el Leviatán: la ciudad no se habría tejido para proteger a los seres humanos de su propia muerte, sino de la impropiedad de su risa. Acaso, para protegerlos de morir de la risa.
La revuelta asalta una lengua hegemónica y a la hegemonía como lengua. No es buena ni mala, pero el asalto a la hegemonía bien puede revertirse en el nuevo asalto de la hegemonía contra la revuelta. Y en ello, desencadenar el despliegue reaccionario o revolucionario. Los procesos de las últimas décadas –considerando a las primaveras árabes como un momento clave- muestran la tensión entre hegemonía y revuelta. La incoincidencia es clave: si la episteme dominante se fragua en una teología política neoliberal que, como ha visto José Luis Villacañas, tiene por objetivo suturar la vida con el capital en la forma del cyborg del “capital humano”, la revuelta expresa justamente el momento de su separación. Por eso impugna la hegemonía.
Esta última queda suspendida, en una estela de incertidumbre que asume dos posibilidades: o bien, termina por caer completamente o bien termina por axiomatizar su andar en un nuevo ensamble hegemónico. Pero la revuelta no es lo contrario a la hegemonía sino su resto, lo que no cabe en ella, el punto en que la hegemonía no coincide consigo misma y revela la insustancialidad de la sutura.
En este sentido, quisiera proponer la posibilidad de liberar la potencia destituyente de la revuelta, es decir, pensar en la sobrevivencia de la potencia cómica al interior de las propias instituciones. Se trata de mostrar la relación de disyunción entre calle e institución, entre revuelta y hegemonía, que se resuelve creativamente al interior de la institución. Justamente aquí el momento cómico de lo político es clave: sólo a partir de él las instituciones pueden prescindir de su investidura sagrada y la multitud puede imaginar su transformación; sólo por la comedia éstas pueden ser profanadas. En otros términos, el momento cómico es el instante en que toda institución exhibe las condiciones a partir de la cual puede ser transformada y, por tanto, desatar la imaginación radical de los pueblos, en hacer uso de la Ley y la institución. La risa de la multitud es precisamente ese uso en común.
Es la multitud de los pueblos la que lleva a las instituciones modernas a su implosión cómica, profanándolas y dejando al desnudo el núcleo mítico que les constituye. El neofascismo es precisamente el momento desesperado de la hegemonía en la que ésta pretende ocultar el núcleo que ha sido expuesto por la revuelta. En Chile, el nuevo Consejo Constitucional pretende suturar el campo político reivindicando justamente lo que la revuelta había destituido: el sujeto supuesto saber. Los expertos y los políticos profesionales (los que saben de la política) vuelven a la escena en gloria y majestad; los “virtuosos” que identificaba Portales en su famosa carta a Cea en 1822 se apropian del proceso a expensas de la “viciosa” “ciudadanía latinoamericana” que solo es digna de obedecer y perpetuarse bajo un “gobierno fuerte, centralizador”.
El Consejo Constitucional vigente nos ofrece obedecer al saber-poder. Incluso más: nos exige creer que el saber sabe y que, por tanto, nosotros no sabemos y debemos acatar lo que los sabihondos determinen. La ilusión del saber es que tendría la capacidad de suturar y ocultar así el núcleo mítico desnudado por la revuelta, bajo la instalación de un nuevo pacto oligárquico que, transversalmente la clase política pretende realizar. Volvió la “política seria” –se dice aquí- que pretende ser sinónimo de política confiable. Sin embargo, la democratización abierta por el momento cómico queda relegada. Por eso, el neofascismo campea, puesto que no ríe, sino odia. La revuelta trajo un momento cómico a la política chilena. Incluso, un “ataque de risa” a decir de Ruiz. Ha sido frente a tal ataque que el neofascismo se ha puesto a la vanguardia de la clase política para ocultar el núcleo cómico, volver a la “seriedad” y axiomatizar al portalianismo histórico.
Junio, 2023.
Originalmente esta columna fue una ponencia presentada en la Conferencia anual "Conmociones. Critical distancing and Construction of the Common" organizada en la Casa Central de la Universidad de Chile.