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La sociedad del hambre. Por Ana Cárdenas Tomažič

La protesta social en Chile ha comenzado una nueva etapa. Los "estallidos del hambre" de los últimos días en el país están mostrando la sociedad del hambre que Chile es. Una sociedad que, pese a tener aún un número total de población pequeño y ser uno de los principales productores y exportadores de alimentos del mundo, no ha sido capaz de asegurar estructuralmente la alimentación de su población.

En una sociedad capitalista, como lo es la chilena en su más puro estilo, la satisfacción del hambre se logra, básicamente, a partir de la participación en el mercado laboral y de los ingresos que se obtienen del trabajo remunerado. En el caso de Chile, la participación laboral no ha parado de aumentar en las últimas décadas, especialmente producto de la creciente participación laboral femenina. En efecto, la sociedad chilena o más precisamente sus gobiernos y el empresariado han tenido una gran capacidad para movilizar a la población a incorporarse al mercado del trabajo independientemente de las condiciones laborales. Más aún, los diversos Informes de Desarrollo Humano publicados por el PNUD entre 1996 y 2015 mostraron sistemáticamente la centralidad que ha adquirido el trabajo remunerado en esta sociedad tanto como fuente de ingresos así como fuente de identidad, sentido y participación social.

Sin embargo, con la sola participación en el mercado laboral no se aseguran automáticamente la realidad material de las personas en Chile ni su alimentación básica. Central son las condiciones de trabajo. Al respecto y después de décadas del "milagro económico chileno", el aún alto porcentaje de empleo informal (40.5%) así como empleos formales cuyas condiciones de trabajo se asemejan a aquellas del mercado laboral informal (bajos ingresos e inestabilidad laboral), dan cuenta de un mercado laboral altamente precarizado, cuyas condiciones laborales sólo permiten vivir mes a mes.

Si esas condiciones de trabajo no han hecho más que domesticar a la fuerza laboral y forzarla a tener que trabajar sin parar, un efecto similar, pero al mismo tiempo agravador lo ha tenido el endeudamiento en Chile. Como bien describió y analizó Tomás Moulián en su libro "El consumo me consume" (1998), la sociedad chilena se convirtió paulatinamente en una sociedad del consumo debido en gran medida a las infinitas posibilidades de endeudamiento y pese a las condiciones precarias de trabajo.

Al día de hoy o mejor dicho, hasta antes del "estallido social" de octubre 2019 y especialmente de la actual "crisis del covid-19", se había producido una masificación del crédito y con ello, del endeudamiento sin precedentes en este país. La gran mayoría de la población (incluidos los hogares más pobres) tenía/tiene algún grado de acceso a créditos de consumo con bancos o casas comerciales (sea vía crédito bancario, líneas bancarias o tarjetas de crédito) y es/era posible comprar casi todos los productos ofrecidos en el mercado, como por ejemplo la alimentación, los medicamentos, la vestimenta, la educación y la vivienda, en infinitas y "cómodas cuotas mensuales" (así la frase más popular del marketing crediticio nacional).

En concreto y según las últimas cifras del Banco Central relativas a la evolución del endeudamiento de los hogares en Chile, la razón de deuda en relación al ingreso mensual (RDI) de los hogares correspondientes a los deciles 1 a 5 de ingreso (hasta $869.286 mensual) creció de 1,3 a 2,2 veces entre los años 2014 y 2017. En el mismo período, la proporción del ingreso que un hogar destina mensualmente al pago de sus obligaciones crediticias incluidas sus intereses (RCI) creció de 23,3% a 27,4%, respectivamente. Dicho endeudamiento corresponde, en su gran mayoría (aproximadamente un 60%), a endeudamiento de consumo. Por el contrario, el endeudamiento en los deciles de ingresos más altos (deciles 9 y 10 de ingreso, desde $1.922.997 mensual) es, en similar proporción, endeudamiento por crédito hipotecario "para adquisición de otras propiedades diferentes a la vivienda principal del hogar", es decir, para el consumo de un bien que en el futuro le pertenecerá a esa persona/familia y del cual podrá profitar económicamente.

La masificación del consumo vía crédito en los hogares de menores ingresos no ha hecho entonces más que inflar temporalmente las posibilidades de consumo de estos hogares más allá de sus bajos ingresos, generando la ficción de que es posible una vida más allá de la satisfacción del hambre. El paulatino acceso a los créditos educacionales (véase este mismo informe del Banco Central), pareciera ser un refuerzo para esta misma ficción acompañado de la ilusión de la movilidad social ascendente.

En Chile se ha ido formando y desarrollando entonces una sociedad del consumo que convive y se traslapa complejamente con una sociedad del hambre. Las contradicciones y tensiones entre ambos modelos de sociedad se vuelven más nítidas en el caso de los hogares de menores ingresos, donde la compra de alimentos, cuando es posible, entra en disputa con la compra de otros recursos, en especial la ropa y otros bienes básicos del hogar y personales.

Sin embargo, la sociedad del hambre tiende una y otra vez a manifestarse como forma de sociedad que aún no ha sido reemplazada por la sociedad de consumo en Chile, sino que más bien la ha moldeado. Es así como las ficciones del consumo han redefinido también las pautas alimenticias, dentro de las cuales el hambre alimenticio convive con el hambre consumista. Tal como el crédito ha inflado los sueldos o mejor dicho, las posibilidades de consumo de bienes, la masificación de la comida rápida en Chile ha inflado las posibilidades de alimentación y saciamiento del hambre, haciendo creer ficticiamente a esta sociedad que ha dejado atrás la sociedad del hambre. Al igual que el crédito, la artificialidad de aquellos "alimentos" no ha hecho más que intoxicar lenta, pero progresivamente el cuerpo de una gran proporción de la población y sus nuevas generaciones.

Las cifras de la Encuesta de Hogares CASEN sobre malnutrición e inseguridad alimentaria expresan de manera clara dichas ficciones y contradicciones. En el caso de las cifras de malnutrición infantil referidas a los estados nutricionales “desnutrido o en riesgo de desnutrición”, desnutrición”,“sobrepeso" y “obeso" indican que entre el año 2009 y el año 2017 aumentó el porcentaje de niñ@s (0-6 años) con sobrepeso de 9,9% a 13,5% y obesos de 1,3% a 1,9%, respectivamente. Si bien en este mismo período se observó una disminución en el porcentaje de niñ@s desnutrid@s en riesgo de desnutrición de 3,4% a 3,2%, en ese mismo período el nivel de desnutrición infantil han experimentado un nuevo aumento en comparación con el año 2015, donde alcanzó un 2,2%. Más aún, el aumento general de la malnutrición en el año 2017 también ocurrió en el grupo etario 7-9 años, observándose en cada grupo etario mencionado un nivel de malnutrición que se ubica alrededor del 20%.

Las cifras relativas a la seguridad alimentaria, es decir, al "acceso físico, social y/o económico a alimentos suficientes, inocuos y nutritivos que permitan a las personas satisfacer sus necesidades y llevar una vida activa y sana" (FAO 1996), tienden a confirmar e incluso precisar dichas tendencias. En concreto, la Escala Internacional de Inseguridad Alimentaria de la FAO aplicada en el marco de la Encuesta de Hogares CASEN 2017 indica que entre los quintiles I (40,6%) y III (24,3%) una significativa proporción de la población "Se preocupó por no tener suficientes alimentos por falta de dinero u otros recursos". Más aún, tomados los quintiles más pobres (I y II) en conjunto, 31,2% de esa población "Tuvo que dejar de desayunar, almorzar, tomar once o cenar", 41,9% "Comió menos de lo que pensaba que debía comer", 27,3% "Se quedó sin alimentos", 24,6% "Sintió hambre y no comió" y 16,3 % "Dejó de comer todo un día". Por último, los niveles de inseguridad alimentaria (moderada-severa o severa) alcanza en los hogares correspondientes a los quintiles I y II el 32,7% y 21,5 %, respectivamente.

La inseguridad alimentaria está claramente estructurada a partir de la falta de ingresos. Esto, pues las respuestas de los hogares más adinerados en el país (quintil V) son diametralmente distintas a las respuestas de los hogares que poseen menores recursos económicos. Es así como en el caso de los hogares que corresponden al quintil V vivencias tales como "Se quedó sin alimentos" (2,4%), "Sintió hambre y no comió" (2,0%) y "Dejó de comer todo un día" (1,2%) son casi inexistentes y su inseguridad alimentaria (moderada-severa o severa) alcanza un 4,7%,

Al mismo tiempo, determinados hogares se encuentran especialmente afectados por la inseguridad alimenticia. Estos tienden a corresponder a los hogares en cuyos miembros enfrentan mayores dificultades para participar en el mercado laboral y que lo hacen bajo condiciones de trabajo especialmente precarias. En efecto, la inseguridad alimenticia es especialmente alta en los hogares pobres (77,5%) así como en los hogares monoparentales de tipo nuclear (24,9%), extendido (22,7%) o compuesto (19,5%) (todos liderados mayoritariamente por mujeres), los hogares con menores de edad (19,4%) y/o personas con discapacidad (22,2%), hogares de origen extranjero (24,7%), hogares pertenecientes a minorías étnicas (22,3%) y hogares en situación de analfabetismo (29,3%).

Por último y por si quedase alguna duda respecto al carácter estructural de la inseguridad alimenticia en el país, dicha encuesta evaluó en qué medida la inseguridad alimenticia es producto de algún tipo de desastre, tales como terremotos o tsunamis, inundaciones, aluviones, sequía, incendios, explosiones, emergencias sanitarias o desastre medioambientales. Al respecto, la inseguridad alimenticia entre quienes han vivido en el último tiempo alguno de estos desastres es sólo levemente mayor (+2,4%) en relación a quienes no los han vivido.

La actual "crisis del Covid-19", como lo ha hecho en relación a muchas otras dimensiones de las desigualdades sociales en el país y el mundo, no ha desencadenado el problema del hambre, sino que lo ha visibilizado y acentuado. Las protestas callejeras han vuelto entonces a emerger nuevamente en las calles y en diferentes barrios de la capital y el país. Esto no por falta de oferta de alimentos sino que por falta de ingresos y ahorros para poder comprarlos. Al respecto, este fin de semana el gobierno ha comenzado lentamente a depositar un ingreso familiar mensual de emergencia de 65 mil pesos por persona a los hogares sin ingresos formales y que estén dentro del 60 por ciento más vulnerable o que vivan con un adulto mayor con pensión básica. Dicho ingreso lo recibirán por un período de tres meses y su monto será decreciente. Al mismo tiempo, el gobierno está empezando a entregar 2,5 millones de cajas de alimentos, las que en su gran mayoría aún no han sido distribuidas. Esta última medida ha despertado diversas críticas tanto por el engorroso y riesgoso modo de distribuirlas así como por el modo de adquirirlas, pues han sido compradas en supermercados correspondientes a uno de los grupos económicos más importantes del país. Mientras tanto, la población más afectada por la inseguridad alimenticia se ha ido auto-organizando a través de comedores populares y ollas comunes, trayendo así a la memoria los momentos de mayor hambre durante la dictadura militar. Al mismo tiempo, las redes de narcotráfico, de manera más rápida que la acción estatal, están proveyendo a sus vecin@s de alimentación.

Si bien el manejo político de la actual "crisis del covid-19" y la inseguridad alimenticia en Chile ha sido desastrosa, esta sociedad productora global de alimentos no ha sido capaz de resolver estructuralmente el problema del hambre. Más concretamente, el hambre de poder de las elites políticas y económicas ha disociado institucional y estructuralmente el hambre como vivencia humana y problema social del modelo de desarrollo que promueven: Mientras se han aumentado exponencialmente las exportaciones de alimentos al mundo, se ha profundizado la inseguridad alimenticia en esta sociedad. Es así como en el año 2010 Chile se convirtió en el primer país del mundo en privatizar su mar, negándole a su población uno de sus principales bienes comunes y fuente alimenticia de alta calidad.

Por lo tanto, en la sociedad chilena contemporánea no sólo no se ha superado el problema del hambre, sino que han sido generados los fundamentos institucionales y estructurales para su reproducción. Un ejemplo reciente de aquello es el siguiente: Mediante el Decreto Supremo Nº 104/2020 del Ministerio del Interior y de Seguridad Pública ha decretado el “estado de excepción constitucional de catástrofe, por calamidad pública” en todo el territorio nacional por un período de 90 días. Sin embargo, al mismo tiempo el Ministerio de Hacienda, mediante la resolución exenta N°133 publicada en el Diario Oficial, ha establecido una lista de actividades que pueden seguir realizándose por ser consideradas “necesarias o indispensables”. Dentro de dicha lista han sido eximidas las empresas exportadoras de agro-alimentos, los productores silvoagropecuarios, la pesca y acuicultura industrial. De esta manera, entre otras la acuicultura industrial de salmones y truchas, la que exporta cerca del 90% de su producción, podrá seguir produciendo alimentos para el mundo, mientras en Chile se expande la inseguridad alimentaria.

Actualmente, parlamentari@s y representantes polític@s están buscando llegar a un nuevo acuerdo nacional (otro más!) para enfrentar la "crisis del covid-19", pese a que las soluciones son evidentes y que podrían haber sido llevadas a cabo hace muchas décadas atrás.

Señor@s, el hambre no espera! Basta ya! Chile es hoy una sociedad sin miedo y con hambre. El estallido del hambre aún no comienza, sino que ya viene.

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