La relación de la universidad pública con el Estado de Chile resulta del todo problemática. Si bien, ella conserva el carácter de “pública” porque pertenece al Estado –es decir a todes los chilenes- lo cierto es que la condición de su propiedad, se define porque, siendo el Estado propietario de la Universidad no puede, sin embargo, otorgarle prioridad en el financiamiento, al precio de violar los principios de la razón neoliberal. A esta luz, el Estado, dueño de la Universidad, ejerce su potestad, pero bajo la forma del abandono, obligando así, a la entidad formalmente “pública” a autofinanciarse y a ser en la práctica “privada”. Así, lo que tenemos es que la universidad pública chilena constituye una gran universidad privada puesto que asume irreflexivamente la lógica del autofinanciamiento vía aranceles estudiantiles, fondos de investigación y aportes varios. Y cuando se trata de la llamada “gratuidad” –figura que, al menos nominalmente asemejaría el otrora carácter gratuito de la institución- opera, sin embargo, la lógica del voucher.
Por eso, de “pública”, la universidad estatal chilena solo retiene su aspecto formal. En la práctica funcionan como las grandes universidades privadas del país, desde el nivel capilar de las relaciones cotidianas hasta el nivel macro de sus formas institucionales. Su atávico autoritarismo heredado de los estatutos de la dictadura (como ocurre en varias universidades públicas aún) se complementa y constituye el apuntalamiento necesario para sus formas de neoliberalización. Tal como el diseño del Estado subsidiario chileno establecido en la Constitución de 1980 se articula en función del círculo virtuoso entre autoridad y libertad, también dicho círculo opera en la configuración de la universidad pública bajo el nuevo registro “americanizado” de la “excelencia”.
Precisamente porque muchas universidades públicas mantienen los estatutos heredados de la dictadura –con modificaciones más o menos- advierten un déficit importante de democratización de sus prácticas respecto de los tres estamentos: ¿por qué en las elecciones para rectoría solo votan profesores y no funcionarios o estudiantes? Resulta curioso que los dos últimos estratos pueden votar en las elecciones generales del país, pero no puedan votar en las particulares que eligen autoridades académicas. Asimismo, ¿cómo entender las diferencias de ingreso entre facultades, departamentos o docentes que, formalmente, conservan la misma jerarquía, productividad e incluso cantidad de estudiantes sino es por la lógica del autofinanciamiento de un Estado que funciona solo in absentia, pero en base a una exclusiva lógica del rendimiento y de la sanción totalmente exento de toda apuesta por financiar íntegramente su propia educación superior? ¿acaso nuestras universidades públicas no pueden acceder a ser enteramente gratuitas?: un Estado neoliberal para universidad públicas neoliberalizadas.
Es común que las universidades públicas orienten su vocación a pensar el país. Pero dicha apuesta, quizás, ha impedido la posibilidad de pensarse a sí mismas. Las universidades públicas no son simples reductos neoliberales. En ellas confluyen tres tipos de articulación institucional cuya combinación termina, sin embargo, hegemonizada por la razón neoliberal prevalente: la universidad “medieval” de la que se conserva la diferencia estamental, la universidad “moderna” que conserva su vocación político-estatal y, por fin, la universidad de la “excelencia” (o “calidad”) que se impone y devora a las otras dos figuras transfigurándolas hipertróficamente en función de intensificar procesos que profundizan la y la lógica del autofinanciamiento y la precarización sostenida de sueldos marcados por la “bono”. El punto es que las universidades públicas no solo parecen haberse conformado con esta situación y han sido incapaces de modificar estructuralmente el escenario, sino que, además, han catalizado procesos de intensificación neoliberal bajo la nueva escena del capitalismo académico y sus lógicas de indexación. De hecho, sus indicadores los miden en “rankings” y sus autoridades siempre celebran el estar en un lugar u otro de dichas abstractas mediciones.
La combinación entre autoridad y libertad posibilita que el sistema completo se articule en función de una cobardía institucionalizada: no se trata de una crítica “personal” al cuerpo académico, sino “política” en el sentido que las mismas prácticas universitarias, sus modos de hablar, sus cinismos cotidianos, sus pequeñas mezquindades y sus denodados esfuerzos (y legítimos) por ascender de jerarquías, configuran un conjunto de máquinas que ahogan cada día más la crítica e impiden abrir el campo de discusión acerca del mismo lugar de la universidad pública. ¿No es momento, acaso, de abrir una Asamblea Constituyente de las universidades públicas que sea capaz de discutir fuertemente el proceso de 40 años de neoliberalización?
De hecho, suele ocurrir que cuando las autoridades hacen referencia a la misión de esta institución el discurso se llene de un conjunto de listas “buenistas” donde el “aporte al desarrollo del país” y otros epítetos compensan el vacío de crítica y la falta de procesos de democratización. La cobardía institucionalizada sería el término técnico para designar el carácter acomodaticio y desafectado del cuerpo académico respecto del devenir universitario, el silenciamiento respecto de materias sobre las que cabría discutir y que, sin embargo, se han impuesto irreflexivamente desde la dictadura.
Tenemos, pues, el hecho de que la universidad no puede ser concebida como un sujeto que, como tal, sea capaz de pensarse a sí mismo. No es ya cogito, sino máquina autonomizada respecto de cualquier esbozo de pensamiento. Por eso, el neofascismo no tiene como apuesta la destrucción de la universidad pública, sino el aniquilamiento de sus cada vez más escasos elementos críticos. Para el neofascismo se trata de ejercer la purga contra el reducto imaginal que aún puede recorrer los muros universitarios y que, de vez en cuando, forja a la crítica. Purgar el carácter democratizador que le atraviesa y fortalecer las formas autoritarias del saber, la gestión y el comando, cuestiones que las universidades públicas chilenas tienen de sobra y que solo un movimiento democratizador podría poner verdaderamente en jaque.