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La universidad: un debate abierto. Por Luis Nitrihual Valdebenito

En este breve ensayo reflexiono sobre algunas cuestiones que considero importantes para pensar la universidad actual. En el contexto de las transformaciones impuestas en Chile por la Ley 21.091 de Educación Superior y 21.094 de Universidades Estatales, y aún más hondamente en las discusiones que de seguro tendremos en el marco del proceso constitucional en ciernes, es necesario comenzar a pensar críticamente la evolución de la universidad y el lugar que esta tendrá en el Chile por venir. No basta con repetir consignas sobre eficiencia, productividad e incluso vinculación y democracia universitaria, es necesario detenerse, aunque sea brevemente, para reflexionar en las implicaciones que ello tiene para el destino de la universidad.

1. Una vieja disputa

John Dewey y Robert Hutchins sostuvieron, hace más de setenta años, una acalorada discusión acerca del propósito y destino de la universidad. Dewey, filósofo pragmatista, sostenía que la universidad debía acercarse lo más posible a las necesidades de la sociedad. Hutchins, por su parte, señalaba que la universidad debía servir a propósitos superiores, como la búsqueda de la verdad. Como buen pragmatista, Dewey tenía un apego irrestricto a la experiencia y una desconfianza con la razón y tradición clásica como fuente para establecer la verdad. De tal modo – a su juicio – la enseñanza superior no puede tener como referencia principios de autoridad cristalizados en jerarquías y conocimientos previamente establecidos por una tradición inmanente.

Propongo una alternativa, aunque creo que no hay una alternativa última: a saber, el lugar primario de la experiencia, del método experimental, y de la conexión integral con la práctica en la determinación del conocimiento, y el papel auxiliar de lo que se denomina Razón e Intelecto en la tradición clásica (Dewey en Olmeda y González, 2012: p. 43).

De este modo, en Dewey queda suspendida la idea de que sea posible aceptar una comunidad en la cual existan principios fijos y previamente establecidos que sirvan de guía para la educación superior. Esta debe servir a los propósitos de su época, buscando responder a lo que sucede en su entorno. Con razón, algunos autores han visto en Dewey uno de los padres de la universidad profesionalizadora que, tal como sucede en muchos lugares hoy, trabaja en la enseñanza de competencias que habilitan a los estudiantes para el futuro mundo laboral. En sus últimas consecuencias, una mirada como esta llega a sostener que la Universidad es una institución anterior a los espacios laborales y que, en esta medida, tiene la obligación de asegurar posibilidades de trabajo a sus egresados. Esto se puede comprobar, por ejemplo, en las llamadas “tasas de empleabilidad” con las cuales se establecen rankings de eficiencia en este ámbito. Un primer problema de esta mirada, en un país como Chile y tantos otros latinoamericanos y del mundo, es que la matriz laboral no permite la empleabilidad del número de profesionales que se ofertan en todas las instituciones de educación superior. A este aspecto habría que adicionar un consecuente problema de expectativas y frustración. En la actualidad, la universidad pareciera no asegurar necesariamente la movilidad social. La masificación de la enseñanza superior en Chile ha hecho posible pasar de 115.958 matriculados en 1984 a 654.929 en 2020 (CNED, 2021), lo cual ha creado una enorme capa de anhelos.

En sociedades en las cuales el prestigio se adquiere al alcanzar un título universitario, la insatisfacción, rabia y descontento alcanza cotas endémicas cuando las promesas de mejora en la vida no son satisfechas y mas bien se pasa a engrosar una lista de precarios ilustrados. Un inmenso banco de ira, como magma a punto de estallar, se esconde en sociedades que han hecho de la formación universitaria una vía para tener un trabajo bien remunerado. No se trata únicamente de profesionales críticos que se encuentran luchando por un mañana mejor, sino de una mezcla de frustración y esperanza, “¡Quiero tener lo que me prometieron cuando entré a estudiar!”; “¿Dónde está la vida mejor?” Hay que esforzarse desde el pensamiento crítico por observar el crisol en el cual se ha fraguado el malestar de la sociedad yendo mas allá de los viejos tópicos que han dominado el pensamiento crítico. Dadas las sucesivas crisis del mercado laboral a nivel global, y particularmente en América Latina, se podría estar arrastrando a las universidades a un callejón sin salida. ¿Si las universidades ya no pueden asegurar el empleo, qué razón tiene su existencia? Una mirada que ponga su énfasis en la Universidad como aseguradora de títulos profesionales, tal como se viene desarrollando en la actualidad, se enfrenta rápidamente a consecuencias devastadoras toda vez que le es imposible, sobre todo en sociedades como las latinoamericanas, asegurar el trabajo a cada uno de sus titulados y, si esto fuera posible, sería del todo indeseable que la universidad fuera una pura preparación profesional. La notoria vinculación entre formación universitaria y mundo del trabajo representa un verdadero problema en la actualidad. Estos dos ámbitos – muy diferentes, por cierto – se han acercado hasta hacerse prácticamente correlativos, es decir, la función fundamental de la educación superior sería formar profesionales competentes, lo cual es altamente complejo debido a la crisis del mercado laboral (Camarena y Velarde, 2010). Esto, por cierto, se verá aún mas agravado con las transformaciones del trabajo, producto de la revolución tecnológica. La Universidad está siendo empujada a una permanente y veloz adaptación a los requerimientos laborales del entorno, lo cual tensiona interiormente a las instituciones.

2. La Universidad (hiper) productiva

Hay otro aspecto sobre el cual se encuentra cabalgando la universidad hoy. Brunner y Flisfisch (1983) apuntaron tres visiones sobre universidad presentes durante los años de la Reforma Universitaria en Chile: la universidad tecnocrática modernista; la universidad academicista y, la universidad reformista. La primera tenía su énfasis en lo que he señalado en el argumento anterior (profesionalismo e instrumentalismo de la universidad). La segunda guarda relación con un énfasis en el desarrollo de la ciencia (la universidad humboltiana) y la tercera se relaciona con las transformaciones de la universidad en el marco de los cambios de la sociedad chilena. Pues bien, lo interesante de la evolución universitaria de los últimos 40 años es que las concepciones academicista y tecnocrática modernista, parecieran haber convergido en una mirada que aúna un pragmatismo profesional, en el primer caso, y un pragmatismo productivista, en el segundo. Ambas visiones comparten el principio de inserción plena de la universidad en los mercados del trabajo y de la acumulación científica, respectivamente. La vieja diferencia entre una institución profesionalizante y una académica ha sido superada gracias a un pragmatismo a toda prueba.

La vuelta al régimen democrático, en 1990, encuentra a Chile, tal vez, materialmente mejor, pero con mayores diferencias entre los grupos sociales y menores posibilidades para los desposeídos. En las instituciones se ha entronizado el carácter autoritario de casi dos décadas de régimen militar. La modernidad tiene grandes deficiencias. Reina el pragmatismo y sigue gobernando el monetarismo (Jadresic, 2002, p. 44)

Dos colegas de mi Universidad, en un riguroso estudio sobre la producción científica en un año en específico, mostraron como los indicadores que se fijan para producir ciencia se encuentran mal planteados, toda vez que no distingue entre producción “original” y “producción seriada” Así, por ejemplo:

El año 2015 existieron 208 publicaciones con más de 500 autores. Este dato es relevante, pues un académico del CRUCH puede ser el autor secundario número 500 en un artículo y este trabajo tendrá el mismo peso que una publicación de autoría única en el cálculo del índice de productividad (Quezada y Vallejos, 2018, p. 7)

El conocimiento, en este ámbito, ha pasado a ser parte de una economía del conocimiento cuya producción se encuentra aún mas centralizada que hace 30 años, pero, paradojalmente, más expuesta. Pero esta exposición en repositorios, devenidos flujos de conocimiento, presenta algunos problemas. En un sentido general, las empresas indizadoras son bancos privatizados y concentrados que han hecho de la producción científica un negocio en el cual los científicos deben pagar por publicar. Incluso hoy, en los proyectos de investigación más competitivos de Chile, es posible pagar tasas de publicaciones en revistas que cobran mil o más dólares por aparecer en sus páginas. Es decir, con dineros públicos se están manteniendo revistas que cobran por acceder a sus contenidos. Negocio redondo. La pandemia del COVID-19 nos ha enseñado que el conocimiento es fundamental para la sobrevivencia de la humanidad y, por esta razón, una política de acceso abierto es el mínimo que debemos garantizar para las nuevas generaciones. Pero no basta, ya veremos por qué.

Un segundo problema en la producción científica hoy es la hiper producción. Somos un mero punto que no logra ser reconocido en la inmensa telaraña de producción que hoy se genera en universidades y centros de investigación de todo el mundo. Dado que en Chile la producción de conocimiento implica asignación de recursos económicos vitales para la manutención de estas instituciones, se han desarrollado dos fenómenos: en primer lugar, una inflación de la producción, hipertrofia de un mercado controlado por empresas indexadoras que entregan, a cambio, una marca de distinción a cada publicación, creando de este modo, un banco productivo categorizado. En segundo lugar, dado que la investigación adquirió aún más importancia de la que ya tenía, la lucha por hacerse doctor y “ser productivo” se transformó en vital para la propia sobrevivencia de los y las académicas al interior de la organización universitaria. Un agresivo sistema de competencia es lo que naturalmente se produjo. Esta, en un sistema abierto es difícil de manejar, pero en comunidades pequeñas, la lucha puede transformarse en algo más que codazos. Se trata, entonces, de producir para sobrevivir. Esta presión ha hecho que los tiempos de desarrollo y maduración de las ideas se hayan comprimido brutalmente. La ideal estrategia de trabajo colectivo y colaborativo se transformó en una búsqueda de redes que permitan incrementar las posibilidades de publicar, asegurar ser citado y mejorar en posicionamiento interno al interior de sus instituciones. Todos ganan en este mercado, pero lo que pierde es la capacidad de crear conocimiento que realmente aporte a las disciplinas. ¿Es posible hacer ciencia en un modelo como el chileno (y tantos otros)? O puesto de otro modo, ¿El precio del trabajo intelectual hoy es la auto explotación, hasta enfermarnos? Es muy probable que estemos repitiendo lo mismo, pero dicho de formas diversas. Hay que agregar que la salud mental, en este contexto de competencia, es una de las más perjudicadas y las cotas de “estrés híper productivo” se han transformado en el clima vital en el cual viven los científicos vinculados a las universidades.

Lo/as rectore/as y autoridades de los centros universitarios no la tienen más fácil que los académicos y académicas. Dado el sistema de distinción y competencia en el cual nos encontramos, y que como vimos afecta al interior de las comunidades, cada cierto tiempo aparecen ranking locales y globales que sitúan a las instituciones en honorables, y no tanto, posiciones, lo cual implica prestigio en la sociedad académica global. Esto ha dado lugar a una agresiva estrategia de posicionamiento. En algunas universidades privadas esto se ha logrado mediante la instalación de verdaderas maquiladoras, en las cuales se contratan a científicos extranjeros y nacionales para “producir”, pero bajo condiciones laborales de inestabilidad estructural. En algunas universidades públicas y estatales esto se ha solucionado mediante la estrategia de contratar en plantas profesionales a académicos que realizan investigación, docencia y extensión. De este modo, exhiben un reducido indicador de jornadas completas y pueden mostrar mayor eficiencia en su gestión. En ambos casos lo que se genera es un precariato universitario cuyas consecuencias, en el primer caso es la ausencia de vida comunitaria y, en el segundo, un malestar por falta de reconocimiento en los logros de su institución.

Me parece, a la luz de lo expuesto hasta ahora, que el tema del reconocimiento es clave en el desarrollo de las universidades. Éxito y reconocimiento son dos variables que no sólo deben ser medidas mediante indicadores de productividad sino reflexionadas críticamente y con detención, pues ponen en juego complejos sistemas de expectativas y auto identificación. Una universidad que cabalgue ciegamente con el pragmatismo profesional y productivo se encuentra condenada a lo inmediato, que un mundo acelerado como el nuestro, es demasiado fugaz para permitir generar procesos de satisfacción de quienes habitan las comunidades universitarias.

3. La universidad como espacio público intermedio

Hannah Arendt, la gran filósofa alemana que problematizo el autoritarismo en las sociedades occidentales, se introdujo en el debate sobre la universidad durante la discusión entre Dewey y Hutchins, descrita en el principio de este breve ensayo. Ante la posición pragmatista y la posición inmanente de la Universidad, situó un plano en el cual la Universidad es un espacio intermedio de formación. En efecto, una de las discusiones más interesantes es si la Universidad es igual a cualquier institución de la sociedad civil, o si, por el contrario, algo la distingue. Esto, por cierto, tiene muchas implicaciones puesto que hoy nos continuamos moviendo en posiciones que tratan de situar la discusión en la vieja distinción entre universidad humboltiana y universidad napoleónica. Pienso que estas posiciones ya han sido sobrepasadas por la Universidad actual, debido, como ya he señalado, a un doble pragmatismo que ha sido empujado por la mercantilización de la producción científica, que constituía, antaño, una función pública de la universidad. En esta medida ya no es posible, salvo en una abstracción ingenua, pensar estos dos tipos de universidad en estado puro. Quienes piensen que la universidad debe obedecer al desarrollo de la ciencia como elemento central, deben partir, en primer lugar, por interrogarse sobre las variables espacio-temporales que condicionan fuertemente la producción de conocimiento. Quienes, por otro lado, sostienen que la universidad debe ser una suerte de espejo del resto de las instituciones de la sociedad civil, deben preguntarse, en primer término, si la naturaleza de esta es igual a otras. Ya en la década del sesenta, Jorge Millas (1963) se preguntaba cuál es el elemento distintivo de la Universidad. Llegaba a la consideración de que su naturaleza era la formación.

Hay que reafirmar la idea de que la Universidad no es igual a otras instituciones de la sociedad, en primer lugar, pues se encuentra jerarquizada por el conocimiento. Se trata, por más que se la quiera pensar de otro modo, de una comunidad que tiene su garantía de existencia en una corporación de maestros y maestras que imparten un conocimiento especializado a un colectivo de individuos que se encuentran mas o menos convencidos de que allí, en ese lugar, hay algo que pueden aprender. En esta medida, la horizontalidad se encuentra más en la superficie del ejercicio docente que en la profundidad de la relación que se establece el hecho docente. Quiero decir con esto que en la práctica pedagógica se establece una relación de trabajo colaborativo con nuestras estudiantes, pero esto no quiere decir, en absoluto, que profesor/maestro, estén en igualdad de posición. Confundir esto tiene implicancias graves toda vez que afecta la naturaleza misma de la transmisión del conocimiento. Incluso en culturas de transmisión oral, la posición del/a que sabe es distinta a quien busca saber. Y esto es así en la Universidad. La manoseada pérdida de autoridad, discusión muy vieja también, por lo demás, consiste en la disolución de esta categoría tan elemental: si ya no existen maestros, capaces de transmitir su experiencia, su conocimiento, entonces las instituciones de enseñanza carecen de sentido.

A la universidad la distingue su capacidad de reflexión crítica y pública, no su capacidad de movilización. Suelo compartir con mis estudiantes las reflexiones de Salvador Allende, quien señalaba que en la universidad no se hace la revolución. Antes bien, a la Universidad se viene a pensar ordenadamente; se viene a adquirir sensibilidad por el cambio social; se viene a desandar lo andado y, como consecuencia, se logra ser un buen y competente profesional. Luego está la calle, donde muchos y muchas transitamos para empujar los cambios que una sociedad, en un momento determinado, necesita.

Pero, también quiero ser muy claro y señalar que en esta etapa de Chile y en las etapas de todos los procesos de transformación social, la revolución no ha pasado fundamentalmente por la universidad. La revolución pasa por densas capas sociales explotadas, por los trabajadores, por el proletariado industrial, por el campesino aliado… (Salvador Allende, 1972, p. 31).

A la Universidad la distingue su capacidad de incomodar, de poner en cuestión lo dado, de discutir lo existente. Sin esta capacidad, no existe como la institución que conocemos. Puede ser un centro de enseñanza profesional, pero no una universidad. Si la universidad es un espacio donde se ejercen las virtudes de la discusión y crítica pública, entonces constituye una antesala en la cual los estudiantes vienen a prepararse para su vida en una sociedad democrática y plural. Es por esta razón que las universidades se organizan en estamentos. Esto es del todo deseable si le conferimos a estas instituciones un papel relevante de la vida en sociedad, un papel mediador entre la vida doméstica y la vida pública, en el caso de los estudiantes. Y un ejercicio de su capacidad política para distinguir y preferir proyectos universitarios, en el caso de los académicos y funcionarios. He aquí uno de los problemas de las universidades chilenas hoy. Mientras las instituciones públicas y estatales mantienen, aunque de formas diversas, sistemas de gobernanza en las cuales, valores como la participación son relativamente importantes, en las instituciones privadas esto se encuentra ausente directamente, o muy limitado en su ejercicio. 4. Participación y desafíos de la universidad chilena hoy

No nos hemos olvidado del tercer hallazgo de Brunner y Flisfisch (1983); la universidad de la reforma. Es claro que esta concepción universitaria quedó cercenada debido a los aciagos sucesos de 1973. La dictadura, evidentemente, frenó las transformaciones que se habían iniciado en 1968 y que buscaban “democratizar” la universidad. Hay que ver este fenómeno con cierta detención para observar sus hondas consecuencias. Jorge Millas, probablemente uno de los intelectuales que más defendió la universidad de intromisiones externas, da cuenta de como la Reforma inició un proceso en el cual el mundo político se introdujo en la vida universitaria, perturbando sus campus y tensionando una organización cuya misión fundamental es formar individuos y mantener un clima de discusión crítica no polarizado. Millas no es necesariamente un anti reformista, sino que hace un esfuerzo, algo ingenuo, de concebir inmanentemente a la universidad, como si esta fuera una expresión ideal de la racionalidad comunicativa. Cuando sobrevino la dictadura militar, Millas continuó con la misma posición. No era aceptable una universidad intervenida y mucho menos política, ahora en sentido inverso. Esto lo lleva a renunciar a cargos y finalmente a su vida como profesor universitario. El agua que ha corrido bajo el puente nos permite observar cuan frágil es la universidad ante los procesos sociopolíticos que ocurren afuera de sus puertas, pero que se introducen con mucha facilidad en su interior. Las preocupaciones que Millas manifestaba en su tiempo son totalmente vigentes hoy. ¿La universidad debe responder inmediatamente a las transformaciones que se producen en su entorno o, por el contrario, debe mantener un grado de autonomía que garantice su estabilidad como institución formadora y donde también se cultiva la ciencia?

Una visión en perspectiva nos permite observar que, si bien los cambios que proponía la concepción reformista se detuvieron luego de la dictadura, esta igualmente politizó la universidad al transformarla en pequeñas reproducciones de un régimen autoritario que ha devenido con el tiempo en una tiranía economicista, cuyas consecuencias hemos expuesto al comienzo de este ensayo. Así entonces, hay que defender la universidad desde varios puntos de vista, para evitar que sucumba ante el rápido fluir de los acontecimientos del contexto.

La participación en la gobernanza de las universidades es un tema delicado de tratar en las comunidades. Desde que se crearon las universidades estatales en 1981, en pleno apogeo de la dictadura, estas se dieron una forma de gobernanza en el cual la denominada “democracia universitaria” se encontraba flanqueada por los límites que impuso el autoritarismo. De esto surgió, una vez recuperada la democracia en 1990, una estrategia de participación extremadamente limitada y que se asentaba únicamente en los denominados “académicos” Dada la evolución en las formas de contratación que hemos descrito concisamente antes, esto fue deviniendo en una participación minoritaria en la vida universitaria. Grandes mayorías del estamento, que cumple funciones académicas, pero que no son reconocidos por los sistemas internos, quedaban fuera de la vida pública y política universitaria. Mediante estrategias de facto algunas instituciones avanzaron en participación, pero siempre muy acorde a los tiempos: en la medida de lo posible. De este modo, quedaron totalmente excluidos de la participación el estamento funcionario y, naturalmente, el estudiantil. Bajo argumentos de permanencia y peso en el desarrollo de las universidades, la exclusión se concretó y terminó produciendo importantes cuotas de malestar. Por supuesto, esto no se produjo mediante la discusión crítica y respetuosa de las comunidades, sino mediante la imposición de un modelo heredado de la dictadura. Era imprescindible, por tanto, salir de esta forma de desarrollo para que fueran las propias comunidades universitarias las que se pensaran a si mismas.

La Ley 21.094 de Universidades Estatales buscó corregir entonces el desbalance que había generado la acción neoliberal. Valores como la democracia, la participación, la igualdad de género, la interculturalidad y otros, ingresaron al vocabulario de la discusión de los claustros universitarios que tuvieron (o tienen) que adaptar sus viejos estatutos. De este modo se abre un escenario inédito pues, aunque con limitaciones, la participación triestamental es un hecho en el remozado Consejo Universitario que propone la Ley, así como en todos aquellos espacios que las propias comunidades universitarias consideren necesario y que queden fijados en sus nuevos estatutos.

Pero aquí hay que advertir algunos peligros. Si bien estos cambios parecieran responder a contextos que reclaman mayor participación en la vida política, no debemos perder de vista que la universidad de hoy es muy distinta a la de los años 70. Esta se encuentra totalmente atravesadas por condiciones económicas fijadas incluso fuera de los estados nacionales. En esta medida, las estrategias de gobernanza deben ser flexibles y dinámicas, garantizando la participación, pero permitiéndole, asimismo, operar en un mundo como el actual, sin renunciar, por supuesto, al ideal de una institución autónoma que piensa su papel en la sociedad local y global.

Otro de los desafíos universitarios hoy es que dada la tensión política que se observa en el contexto, debemos esforzarnos por mantener un clima de autonomía universitaria que garantice la discusión crítica, libre y responsable de todos los miembros de la comunidad universitaria. Para ello es fundamental crear espacios de discusión. Ya hemos comprobado que cuando la polarización ingresa a la universidad en la forma de cierre y clausura de la discusión la que pierde es la propia universidad, la cual queda sometida a los vaivenes de la contingencia. No podemos perder de vista que, si bien nuestros valores hegemonizan el presente, mañana pueden ser otros quienes los aplasten. No se trata de pensar una universidad aséptica y puesta en un olimpo en el cual las ideologías y posiciones políticas no se puedan asomar, sino de tener claro que cuando estas visiones dominan las pasiones, sobreviene ineviblemente el quiebre.

El último problema que me gustaría bosquejar, y que impone inmenso reto a las universidades del Consorcio de Universidades del Estado de Chile (CUECH) es que las necesarias transformaciones que impone la Ley 21.094 sólo quedan fijadas para las universidades estatales. Las universidades privadas, que en Chile han crecido de manera desmedida y sin mayores frenos, no están obligadas a incorporar los valores impuesto por este cuerpo legal. La democracia y participación imponen retos y dificultades, pues en la comunidad política se encuentra la diferencia y la discusión que nos impone el desafío de escuchar y llegar a acuerdos. La política pública repite la práctica de allanar el camino para la rápida gestión privada. En este problema, si bien es necesario tener en consideración la diversa naturaleza de las instituciones de educación superior, no se puede perder de vista que hoy buena parte de estas instituciones reciben aportes fiscales. En esta medida, si quieren cumplir con su función pública debieran practicar cabalmente los valores establecidos por la Ley 21.094.

Bibliografía

Allende, Salvador (1972) “Clase magistral” en Jadresic, Alfredo (2002). La reforma de 1968 en la Universidad de Chile. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, pp. 23-35.

Brunner, José y Flisfich (1983). Los intelectuales y las instituciones de la cultura. Santiago de Chile: Flacso.

Camarena, Beatriz y Velarde, Delisahé (2010). “Educación superior y mundo laboral: vinculación y pertinencia social. ¿Por qué? y ¿para qué?” Estudios Sociales, número especial, pp. 105-125.

García de la Huerta, Marcos (2002). “De la universidad comprometida a la universidad vigilada”. Revista de Filosofía, Vol. 76, pp. 205-212.

Jadresic, Alfredo (2002). La reforma de 1968 en la Universidad de Chile. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

Quezada-Hofflinger, Álvaro y Vallejos-Romero, A. (2018). “Producción científica en Chile: las limitaciones del uso de indicadores de desempeño para evaluar las universidades públicas” Revista Española De Documentación Científica, 41(1), e195. https://doi.org/10.3989/redc.2018.1.1447

Millas, Jorge (1963). “Discurso sobre la universidad y su reforma” Anales de la Universidad de Chile, pp. 249-261.

Olmeda, Gonzalo y Gonzálvez, Vincent (2012). “La universidad como espacio público: un análisis a partir de dos debates en torno al pragmatismo” Bordón 64 (3), pp. 39-52.  
 Luis Nitrihual Valdebenito es Profesor Titular de la Universidad de La Frontera (Temuco-Chile). Email: luis.nitrihual@ufrontera.cl Vicedecano de la Facultad de Educación, Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de La Frontera.

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