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Las derechas chilenas en la encrucijada: unidad ficticia, ideología anquilosada y la falta de un proyecto nacional. Por Fabián Bustamante Olguín

La candidata de Chile Vamos, Evelyn Matthei, ha insistido esta semana en la necesidad de mantener la unidad de las derechas ante las próximas elecciones presidenciales. Sus declaraciones, sin embargo, revelan más que una estrategia: exponen una tensión histórica no resuelta dentro de sectores que, pese a su influencia en la política chilena, siguen atrapados en un ciclo de autocomplacencia ideológica y desconexión con las demandas sociales. La fragmentación que hoy preocupa a Matthei no es un accidente, sino el síntoma de una crisis más profunda: la incapacidad de las derechas chilenas para renovar su proyecto político más allá de los dogmas económicos y las alianzas incómodas con el legado autoritario. Mientras el país enfrenta desafíos como la desigualdad crónica, el crimen organizado y la desconfianza institucional, las coaliciones que gobernaron Chile por décadas siguen apostando por un libreto desgastado, donde el mercado se venera como solución universal y la seguridad se reduce a una consigna emotiva.

El diagnóstico de intelectuales como Hugo Herrera, quien desde 2014 alertó sobre la "crisis del bicentenario" de las derechas, cobra vigencia. En su libro La derecha en la crisis del Bicentenario, Herrera argumentaba que estos sectores habían abandonado la construcción de un proyecto nacional, reemplazándolo por una defensa acrítica del modelo neoliberal heredado de los Chicago Boys y blindado durante la dictadura. Este modelo, basado en la exportación de materias primas, la privatización de servicios públicos y un Estado subsidiario que "asiste pobres" sin redistribuir poder, no solo perpetuó desigualdades, sino que demostró su fragilidad ante crisis como el estallido social de 2019. Sin embargo, como bien señala Matthei, esos núcleos duros —empresariales, gremialistas y comunicacionales— siguen incólumes. Ni siquiera las masivas protestas, que cuestionaron los pilares del Chile postransición, lograron fisurar su convicción de que el problema no es el modelo, sino su implementación "impura".

La paradoja es evidente. Mientras Chile se jacta de estar en la OCDE y celebra cifras macroeconómicas efímeras —como los cinco millones de turistas que visitaron el país en 2023—, su estructura productiva sigue dependiendo de sectores volátiles: el cobre, la celulosa, el litio y los servicios. No hay industria tecnológica, ni apuesta por valor agregado, ni políticas serias para diversificar la matriz económica. Este "éxito" superficial, del que las derechas se ufanan, es en realidad un espejismo: un país que crece para unos pocos, mientras la mayoría subsiste en empleos precarios o informalidad. La delincuencia, tema estrella de Matthei, no es más que la punta del iceberg de un malestar social alimentado por décadas de abandono. ¿Cómo pueden sectores que glorifican el individualismo y desconfían de lo público proponer soluciones creíbles a problemas colectivos como la seguridad?

La respuesta, hasta ahora, ha sido simplista: militarizar las calles, endurecer penas y culpar a los migrantes. Es cierto que el gobierno de Boric ha fallado en comunicar avances y ejecutar políticas integrales contra el crimen organizado. Pero reducir la seguridad a un tema de "mano dura" ignora sus raíces estructurales: la marginalidad urbana, el narcotráfico como economía subterránea y, sobre todo, la brecha obscena entre quienes acceden a educación, salud y vivienda digna, y quienes sobreviven en las periferias. Las derechas, cómodas en su rol de oposición, explotan el miedo ciudadano sin ofrecer alternativas que vayan más allá del populismo penal. Mientras, sus núcleos empresariales —el verdadero poder tras el trono— se resisten a cualquier reforma tributaria que financie políticas sociales de largo plazo.

Este doble discurso —sensibilidad social en público, ortodoxia neoliberal en privado— explica por qué figuras como Matthei, pese a su experiencia, no logran encarnar una renovación auténtica. Su retórica se agota en la crítica al oficialismo, sin cuestionar las alianzas incómodas que sostienen a sus sectores: el Opus Dei, grupos evangélicos antiderechos y conglomerados mediáticos que estigmatizan cualquier cambio. Tampoco ayuda que su liderazgo evoque un pasado que muchos chilenos prefieren olvidar: su vínculo con la dictadura —heredado de su padre, el general Fernando Matthei— la sitúa en el mismo círculo de figuras como Sebastián Piñera, cuya presidencia (2018-2022) profundizó la deslegitimación de la política tradicional.

En este escenario, emergen actores como Johannes Kaiser, líder del Partido Nacional-Libertario, quien capitaliza el desencanto con unas derechas "light" que, en su opinión, traicionaron los principios del libre mercado. Kaiser, con su retórica libertaria extrema y su rechazo visceral a cualquier intervención estatal, representa una radicalización del modelo que la propia Matthei defiende. Su ascenso en encuestas —aún modesto, pero significativo— refleja una tendencia global: las derechas se fragmentan entre un establishment tibio y fuerzas ultra que prometen "limpiar" el sistema. El riesgo para Chile Vamos es claro: si no logran contener esta polarización interna, terminarán diluyéndose entre consignas vacías y candidatos sin arraigo popular.

Y ahí radica el talón de Aquiles de las derechas chilenas: su desconexión con las mayorías. A diferencia de la centroizquierda, que al menos intenta —con altibajos— construir relatos inclusivos, estos sectores siguen anclados en una visión elitista de la política. Su nacionalismo es superficial: ondean banderas en septiembre, pero defienden un modelo económico que entrega recursos estratégicos a multinacionales y desmantela industrias locales. Hablan de seguridad, pero se oponen a reformas que mejorarían las condiciones de vida en poblaciones marginadas, como el salario mínimo o la educación pública gratuita. En el fondo, sus proyectos no son nacionales, sino corporativos: proteger los intereses de quienes financian sus campañas.

La pregunta es inevitable: ¿pueden unas derechas sin proyecto nacional, divididas entre nostalgia autoritaria y fundamentalismo de mercado, volver a gobernar Chile? La respuesta depende de su capacidad para mirarse al espejo. Si insisten en culpar al "populismo" por su declive, en vez de reconocer que el neoliberalismo exacerbó las fracturas que hoy alimentan el miedo y la desconfianza, su destino será la irrelevancia. Pero si, contra todo pronóstico, logran articular una alternativa creíble —que combine seguridad con justicia social, crecimiento con sostenibilidad—, podrían resurgir. Por ahora, sin embargo, su única certeza es que el tiempo juega en su contra. Mientras Boric tropieza y la centroizquierda se reorganiza, las derechas siguen repitiendo un libreto que cada día convence a menos chilenos. En política, como en la vida, quien no se reinventa, desaparece.

Fabián Bustamante Olguín. Académico asistente del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo

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