Una falda corta, floreada oscura o también podía ser el jean desgastado, daba lo mismo. Pero lo que no daba lo mismo era la camisa verde olivo. Esa la llevaba siempre, no podía faltarme; si me faltaba esa camisa no me daba lo mismo. Todos los muchachos y las compañeras ya me conocían por el pelo negro largo, indomable, a veces controlado con poco éxito por una boina calada de estilo guevarista. También me distinguían por mi forma de caminar, arrastrando las suelas de los bototos como buena argentina de pasos canyengues.
¡Y ni hablar si abría la boca para saludar con mi acento rosarino! Un acento que daba forma a un discurso a veces taladrado por algún “tú” prestado en lugar de un “vos”, o un “cachai compa”, contagiado durante las múltiples arengas de las reuniones del Comando Coordinador de aquel Cordón Industrial Mapocho Cordillera, nacido en un rincón de una pequeña callecita de Bellavista. O ¿quién te dice también? un “mari mari lamngen”, porque, aparte de trabajar voluntariamente los fines de semana en ese Cordón Industrial, me ganaba la vida impulsando el Programa de Movilización Cultural del Pueblo Mapuche en Wallmapu, desde la Facultad Latinoamericana de Ciencia Sociales (FLACSO). Recorría diariamente las comunidades fundando centros de alfabetización en mapudungun y español y viajaba en tren o camioneta de ida y vuelta todas las semanas a la sede temucana de aquel apasionante y agitado proyecto que se desarrollaba en las provincias de Cautín y Malleco. Lluvia, botas embarradas y la felicidad de estar revitalizando la lengua original, aunque fuera bajo el acoso del tristemente célebre Comando Hernán Triziano y los descarrilamientos y las explosiones viales provocados por Patria y Libertad [1].
Mi tarea periódica en el Cordón Industrial consistía en implementar lo que entonces llamábamos la disciplina del centralismo democrático en todos los comités de las empresas del Área de Propiedad Social. Es decir, llevar en documentos cortos y precisos, las informaciones y resoluciones de la Coordinadora de los Cordones Industriales, para que su contenido fuera debatido por las y los trabajadores y así recoger las opiniones y sugerencias sobre cada particular. Los escritos de cada núcleo local, a su vez, eran enviados y discutidos en cada nivel central de coordinación.
¿Democracia participativa? ¿Democracia obrera? No exactamente… más bien los Cordones Industriales fueron órganos colectivos de Poder Popular[2]. El primero de ellos fue el de Cerrillos Maipú y se constituyó en Santiago el 19 de junio de 1972, cuando la industria conservera Perlak fue tomada por sus trabajadores para exigir que pasara al Área de Propiedad Social[3] del Estado. Poco tiempo antes había nacido el Comando Coordinador de las Luchas de los Trabajadores de los Cordones Industriales, y poco tiempo después se consolidaron otros órganos similares de poder popular organizado[4].
En septiembre del año 1973 se encontraban establecidos y articulados, más de treinta cordones industriales a lo largo y ancho del país, ocho de ellos en la capital. Todos se establecieron por la voluntad independiente de las y los trabajadores. Su formación se extendió y multiplicó como respuesta al sabotaje y a las huelgas organizadas por los gremios empresariales, cuyo fin era la desestabilización del gobierno de Salvador Allende y la obstaculización de su programa político.
Cada Cordón Industrial consistía en un grupo de compañías o fábricas del Área de Propiedad Social que coordinaban el trabajo de las y los obreros de una misma zona, a través de una economía solidaria, de apoyo mutuo y protección activa. La batalla de la producción fue una de las grandes consignas de los Cordones Industriales con el fin de dar respuesta al paro patronal de octubre de 1972, cuando se hizo evidente el boicot que generó la derecha para acrecentar en forma artificial el desabastecimiento de productos que no alcanzaban para responder a la mayor capacidad de consumo, el incremento de los salarios, el congelamiento de los precios de la canasta básica y otras reformas económicas beneficiosas para la mayoría de la población.
La naturaleza independiente de los Cordones Industriales, órganos de poder obrero, llegó a opacar la fuerza de las directrices de ciertos sindicatos oficiales, de la Central Única de los Trabajadores (CUT), del liderazgo del Parlamento y de los partidos que formaban la coalición de la Unidad Popular.
***
De tanto recordarlo, una y otra vez, durante tantos años, he conseguido revivir algunas imágenes que quiebran las máscaras de mi memoria.
Recién ahora puedo retejer la historia de aquel día, martes 11 de septiembre de 1973, como si fuera una manta. Tenía apenas 25 años. Mis sueños de una sociedad más equitativa y mis anhelos de mayor justicia para las mujeres trabajadoras abrían expectativas inútiles como quien abre las ventanas y deja que el viento y los rayos del sol ventilen y entibien la búsqueda, las esperanzas, el deseo ferviente e irracional de que lo que estaba pasando en Chile aquella madrugada fueran errores de comunicación, noticias falsas, alarmas imaginadas por los embaucadores de siempre. Me senté en la cama, vibró el mimbre de Chimbarongo, la habitación era chica de paredes blancas y muy pocos muebles regalados. Me pareció que todo olía a rancio. Tenía frío, enredé mi manta de chakanas en los pies desnudos. Me temblaban las manos.
Necesitaba separar mentalmente la pulpa del hollejo, y lo hacía con una fuerza que venía creciendo cotidianamente de tanto domar huracanes, de tanto respirar en pequeñas dosis, y muy lentamente, el veneno de la derrota.
Entrelacé mis dedos. Lo recuerdo. Apreté mis manos y las hundí en la lana de aquella manta que me había tejido mi compañera Relmu en Lumaco, las hundí hasta que desaparecieron entre la espuma de las hebras. Y supe que pronto todas nosotras dejaríamos de tejer ilusiones y que nuestras manos aprenderían a gritar o a callarse hasta que los nudillos dolieran. Mis dedos también se transformarían en puños apretados cuando la impotencia se apoderó de todos.
Nuestras manos.
Manos abiertas y dispuestas a la alegría, pero que de un día para otro se transformaron en nudos de rabia, en racimos insalubres de impotencia.
Estuve allí durante meses con las manos firmes y unidas a las de las compañeras, a la de los jóvenes militantes de Calzacuer, de Quimantú, de todas las industrias de la Avenida Santa María. Desde el viejo puente metálico Pío Nono hasta la mina La Disputada, estuve allí con las y los militantes de casi todos los centros combativos del Cordón Industrial Mapocho Cordillera a quienes había visitado semanalmente, y había escuchado. A esas que también había contrariado o con quienes había compartido propuestas políticas.
Mis manos. Recuerdo mis manos, su ligereza y su expresividad de joven entusiasta.
Las manos que muchos años después dejaron de entrelazarse y de reprimirse para reclamar por quienes murieron, por los torturados, por los desaparecidos. ¡Tantas caricias sin destino que dolían en esas manos y que se negaban a aceptar lo que había pasado, lo que estaba pasando!
El martes 11 de septiembre golpeó mi mañana muy temprano, más temprano que nunca, respirando un aire ingrato, una extraña dosis de alquimia que presagiaba el miedo, el mutismo, la apertura paulatina de las puertas del infierno.
Logré sacudir el frío, el temblor, el miedo. Bajé los escalones de dos en dos, desde el dormitorio a la cocina, calenté agua y me hice un té aguado mientras miraba la penumbra del pequeño patio de atrás de mi casa. En el refrigerador había unas paltas maduras y una gelatina del día anterior, pero no había tiempo, no había ganas de vivir, no había ganas de comer, no había nada que hacer allí. Subí rápido a vestirme.
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Desde los últimos días de junio de aquel año aciago, vivíamos diariamente en alerta y comenzamos a deshabitar lo cotidiano, hasta que, sin haberse cumplido siquiera los tres meses de “El Tanquetazo”, amaneció la inolvidable mañana del 11 de septiembre.
No puedo recordar la hora exacta, tal vez las 6am, pero sé que aquella mañana el amanecer fustigaba la transparencia de las persianas de mi dormitorio, en el segundo piso de mi casa. Aquella casa minúscula de madera y estilo contiguo, al fondo de un callejón interno del barrio de Providencia, cerca de la costanera del río Mapocho.
Lo que puedo recordar con certeza es que sostenía el tubo del teléfono con la mano derecha y con la izquierda sintonizaba la vieja radio a transistores que tenía sobre mi mesa de luz. Por la ventana alcancé a ver los techos grises de las casas de enfrente del pasaje y un gorrión saltaba de placa en placa, despacio, en silencio. Claudio, mi compañero de partido y activista del Cordón Mapocho Cordillera, había recibido cierta información. Trataba de comunicarme detalles por teléfono, me retrasmitía órdenes contradictorias, me informaba sobre el uso de consignas y contraseñas políticas mientras la ansiedad y las limitadas posibilidades del lenguaje no presencial explotaban en mi cabeza y deshacían mi entendimiento con la fragilidad de un cristal. Definitivamente, hay circunstancias que no se pueden describir por teléfono. Nunca. Y menos aquel día y en aquel momento.
Colgué con dificultad el auricular negro sobre la horquilla, apagué la radio que me martillaba los oídos y me senté otra vez al borde de la cama con la gravidez de un pobre pájaro que siente sus alas cortadas en pleno vuelo.
No me vestí de verde oliva para salir a la calle. Aquella mañana llevé la camisa en una mochila. Hacía tiempo que venía haciéndolo por precaución, así como envolvía con otros papeles los periódicos de izquierda, para que los vecinos no registraran el carácter político de mis lecturas. Mi pareja hacía lo mismo; sabíamos que vivíamos en un barrio “momio” y nuestra relación con el vecindario era casi nula.
Recuerdo todo como en una película de planos largos, de tiempos muertos, de recorridos por espacios vacíos e impersonales, sin saltos inesperados, como una repetición y otra repetición de la misma idea.
Tenía que contactar a mis compañeros, tenía que reunirme en Bellavista con ellos, ahí en la precaria sede de la Coordinadora Cordón Mapocho Cordillera. Quiero recordar, necesito recordar por qué calles caminé, qué avenidas crucé, que camino tomé, qué veredas estaban vacías, cómo cruzaba las calles… qué calles. Y es imposible, no puedo recordarlo.
La memoria juega con sus máscaras, juega todo el tiempo.
Tenía que llegar rápido a la sede de la Coordinadora. Allí estarían las armas. Esta vez era verdad:, esa era la información que se había trasmitido desde el Comité Central del Partido Socialista. Era el sitio donde yo había llevado a cabo un mísero, más bien ridículo, adiestramiento militar en secreto, trasladada a un inmenso sótano de una boîte con las paredes recubiertas con bolsas de arena. Era también el lugar de la puesta en crisis de todo aquello que le otorgaba sentido a mi realidad.
Nada ocurrió según lo esperado, y ni los dirigentes ni los militantes lograríamos superarlo nunca. Las órdenes políticas consistieron en una sola palabra final: Desmovilización. Solo algunos integrantes aislados de los grupos de francotiradores desobedecieron las disposiciones de los comités centrales de los partidos de la Unidad Popular. Sobre todo, fueron las y los compañeros de los Cordones Industriales y de las JAP (Juntas de Abastecimiento y Precios). El resto de los militantes volvieron a sus casas, verdaderas jaulas a las que las patrullas militares abrían a punta de golpes, patadas y culatas de fusiles que eran capaces de romper todo para llevar a sus habitantes al Estadio Nacional, a otros lugares de encarcelamiento clandestino o simplemente hacerlos desaparecer a tiros en cualquier sitio, en medio del silencio impuesto por la implantación del Estado de Sitio y el Toque de Queda.
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A las 8,30am de aquel fatídico martes 11, estuve en la sede local del Cordón Mapocho Cordillera. Éramos muchas mujeres y todas queríamos cumplir el llamado de la Coordinadora Central de los Cordones de cuidar las fábricas y la administración de las empresas. Un par de hora más tarde recibimos la orden partidaria de concentrarnos en el Ministerio de Relaciones Exteriores, el supuesto bunker político del dirigente Clodomiro Almeyda Medina. Desde las ventanas de aquel edificio vi arder La Moneda.
Recién el año 1991, la Comisión Verdad y Reconciliación, reconoció que:
El conjunto de actos violatorios de derechos humanos por parte de agentes del Estado, se comienzan a producir desde el mismo día 11 de septiembre, con la detención y posterior desaparición o muerte de algunas de las personas que se encontraban en el Palacio de La Moneda, en algunos recintos universitarios o industriales, como ocurrió en la Universidad Técnica del Estado o en las fábricas de los denominados Cordones Industriales. Estas sedes fueron allanadas por efectivos militares, procediéndose a la detención de todas las personas que se encontraban en ellas.
Hubo un nuevo llamado a la desmovilización y volvimos a la sede del Cordón Mapocho Cordillera. Desde allí nos ordenaron volver a nuestras casas. Muchas compañeras no lo hicieron y al día siguiente, fueron detenidas en otras fábricas del sector, donde se dirigieron para tratar de coordinar la resistencia.
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Los sobrevivientes no soportan el agobio de su privilegio. Se trata de la supuesta prerrogativa de haber sobrevivido años y décadas con la necesidad imperiosa de dar testimonio de aquello que muy pocos están dispuestos a recordar.
El sobreviviente es la persona más sola del mundo.
Los hechos que me convirtieron en una sobreviviente sucedieron hace mucho tiempo. ¡Cincuenta años!... Hay acontecimientos que parecen perderse en la memoria, que están enmascarados, como si nunca hubieran ocurrido, como si se tratara de algo que soñamos, algo que oímos en algún lugar o que les sucedió a otros. Pero todo vuelve alguna vez, todo regresa como si estuviera ocurriendo en el presente y más tarde se marcha hasta volverse más distante y extraño, como si hubiera acontecido en un sueño.
Sin embargo, todo es único y todo cabe en una única existencia.
Hay noches en las que pienso que cincuenta años es mucho, otras, me despierto pensando que cincuenta años no es nada. Inmediatamente recapacito y recuerdo aquello de Primo Levi: Nosotros, los que sobrevivimos en los campos no somos testigos verdaderos. Quienes tocaron fondo, los auténticos, no regresaron o regresaron sin palabras.
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Pese a mi particular talento para quedarme corta de tiempo, aquel martes 11 de septiembre el tiempo parecía no transcurrir. Primero fui la sede local del Comando del Cordón Industrial, después al balcón del Ministerio de Economía, frente a La Moneda. Volví a Calzacuer y Quimantú donde las compañeras y los compañeros disparaban desde la terraza de los edificios. Luego regresé a mi casa, llegó un compañero brasilero muy buscado, intenté que huyera desde el jardín trasero, utilizando una escalera doméstica y corriendo por los techos hacia una Embajada colindante, pero fue inútil. Otro de mis más queridas compañeras llegó a la puerta de mi casa con un ramo de gladiolos multicolores. ¿De dónde los habrá sacado en ese momento? Adentro, entre medio de las flores llevaba un viejo fusil desarmado. No puedo recordar qué hice con ese artefacto. Tampoco m acuerdo lo que habré hecho con las flores.
No tuve el tiempo de quemar muchos papeles. El desorden y la basura me ahogaban en el pequeño galpón trasero de mi casita del pasaje de Providencia. Enterré en el único cantero del patio, bajo una mata de crisantemo, mi pistola BERSA Modelo año ‘60, de fabricación argentina, que cruzó la cordillera por tierra en el bolso de mano de la madre de un compañero de militancia. Creo que era un calibre 22, no recuerdo, pero puede que apenas hubiera servido para asustar a una perdiz en vuelo.
Ahí estaba yo, la misma que siempre había combatido la estrategia de la lucha armada, la que en la patria donde nací había criticado con todas mis fuerzas a los trasnochados Montoneros o a los militantes del ERP. Yo. Esa que argumentaba los desaciertos, o más bien los suicidios, las absurdas tácticas de esos combatientes de elite intelectual aislados del pueblo argentino. Era l misma que en Chile, en cambio, estaba convencida de que todo era diferente. Los Cordones Industriales eran órganos colectivos de Poder Popular y si había que defenderlos era el pueblo el que lo haría;, eran todas esas muchachas y jóvenes trabajadores quienes estaban destinados a hacerlo. Y yo quería acompañarlos.
Llamé por teléfono a una compañera que llevaba siete meses de embarazo y yo sabía que la noche anterior le había tocado guardia en una de las tantas empresas del Área de Propiedad Social. Me contó que estaba bien, los dos compañeros que la acompañaban le habían pedido que se fuera a su casa en la madrugada, solo para protegerla. Tiempo después supimos que ellos desaparecieron para siempre aquel amanecer.
Pese a todo lo acontecido, internamente sentía que aquel era un día inmóvil, el día más inmóvil de mi vida. Hasta que un vecino vino a invitarnos a mi pareja y a mí a una fiesta por el término de la dictadura marxista. Pensé que era una prueba crucial ante posibles denuncias ¡Y tenía escondido en mi casa un compañero de peso, un instructor militar extranjero! Mi marido no se animó. Tuve que ir sola a un auténtico banquete, brindar y tomar champagne francés por la supuesta libertad de Chile, el exterminio de las hordas terroristas y el quiebre definitivo de las cadenas del comunismo.
Me acuerdo de que, en un extremo del colgador de mi ropero, un viejo armario de pocas prendas, vi el único vestido que consideré apropiado. Era de un fondo lila claro con flores pequeñas de color violeta oscuro, de una tela suave y delgada. Todavía me parece ver mi imagen en un ostentoso espejo de marco dorado que reflejaba la llegada de los invitados a la casa del vecino. Mujeres y hombres deslizaban sus pies bien calzados sobre la alfombra persa del salón de entrada, figuras imponentes, caras desconocidas, voces voluptuosas que vivaban al General entre aplausos dedicados a los uniformados de Chile. Con una copa en mis manos crispadas, mis manos todavía entrelazadas, me miraba y buscaba en aquel espejo algo que consiguiera encontrarme conmigo misma. Escuchaba frases que apenas lograba interpretar, trataba de sonreír y agradecer sin conseguir interpretar el sentido de cada palabra, el júbilo, los mensajes de triunfo. Necesitaba salir de mi ensimismamiento, necesitaba fingir, acercarme a los platos, comentar alguna banalidad lejos del contenido fanático de las voces de la concurrencia. No había comido nada durante todo el día y lo más simple era participar con disimulo del festín sin atragantarme, comentar frivolidades y protegerme. Lo que más recuerdo es que respiraba como con taquicardia, que la delgada tela de mi vestido lila palpitaba como reclamándome, exigiéndome la camisa verde oliva y en cierto momento me asusté, me pareció que todos me miraban y me vi envuelta en el calor de mi manta de chakanas.
A la mañana siguiente y después de los vómitos de esa noche nefasta, logré llevar al mencionado compañero brasilero, cubierto con ropa para lavar, en el baúl de mi Citroneta, a la embajada de Panamá. Una de las pocas delegaciones que recibía perseguidos por el ventanuco de uno de los baños del edificio.
Claudio volvió a llamarme por teléfono la noche de los vómitos. El contenido de sus llamadas era fehaciente, en medio de tantos rumores y sinsentidos, y solo se trataba de una comunicación telefónica (lo único que había). Un par de días después los vi en persona. En lugar de su barba oscura, había unas indisimuladas manchas blancas que, más que antes, lo delataban como militante barbudo. Por él supe de la muerte del presidente. Un vecino suyo que era bombero voluntario y apagó los fuegos de La Moneda, había visto con sus propios ojos el cadáver de Salvador Allende, algo de lo que todavía nadie estaba convencido. Ya no había nada que hacer, ya no había donde ir.
Durante las semanas siguientes trabajé en mi oficina de la FLACSO, bajo la bandera celeste de la ONU y a cargo de la recepción de los dañados, desplazados, perseguidos, de quienes sufrieron simulacro de fusilamientos y las y los que pedían desesperadamente un refugio o asilo inconseguible.
El 12 de octubre de 1973, a la 11,30am, conseguí partir en un avión que me llevó fuera de Chile. Sabía el día, la hora y el número de la ventanilla en la que tenía que presentar mi documentación, en el aeropuerto de Pudahuel.
Solo en cuanto el avión despegó, pude desbaratar la fatiga, desanudar los dedos, desenlazar las manos, destrabarlas, soltarlas. Soltar las manos y las lágrimas. Y entonces me tapé la boca para no gritar.
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Hasta las ocho horas de la mañana del martes 11 de septiembre, el presidente de la República tuvo confianza en la lealtad del general Augusto Pinochet y esperó, de un minuto a otro, su intervención en defensa del gobierno.
Para las y los militantes de los Cordones Industriales, aquella mañana fue un día de toma de decisiones más personales que políticas. Lo que estaba en juego no era solo el destino del país, el cambio social, el futuro del socialismo en Chile;, lo que ese día se arriesgaba era la sobrevivencia, la vida sin abstracciones, la propia vida.
Desde muy temprano las operaciones militares comenzaron con la intervención de la Armada en el puerto de Valparaíso, y continuaron con los desplazamientos de tropas en la capital. Se trató de una guerra relámpago de pocos días, una guerra interna llevada a cabo en vistas del poder total. Comprendió el uso de aviones de caza y tanques, y empujó al presidente Allende al suicidio en el palacio presidencial antes de las dos de la tarde, poco después de su último mensaje: el discurso sobre las grandes alamedas, un testamento político legado a las generaciones futuras.
Los soldados, carabineros, suboficiales y gobernadores que rechazaron lo que consideraban una traición, fueron fusilados. La estrategia militar desencadenada en la capital siguió un plan simple pero eficaz: incursión directa a La Moneda para destruir simbólicamente el poder central y, desde allí, dirigirse hacia la periferia con la prioridad de tomar el control de los Cordones Industriales. En sus Memorias, el señor Pinochet manifestó su sorpresa ante la débil resistencia encontrada:
Luego se inició una dura labor de limpieza. En esos momentos no recibimos en los Cordones Industriales ninguna de las reacciones que temíamos.
Sin embargo, fueron miles de mujeres y hombres los que esperamos las armas en las respectivas sedes locales de los respectivos cordones y sus industrias. Múltiples testimonios anónimos expresan el sentimiento de aquellos que aguardaban el armamento con qué luchar:
Nuestros dirigentes del Cordón Vicuña Mackenna admitían que en todas las industrias los obreros le pedían en vano las armas. Pasamos toda la noche esperando armas que no llegaron nunca. Sentíamos balaceras por el Cordón San Joaquín, donde había varias empresas tomadas. Ahí tenían algo de armamento por lo menos en una de ellas, la empresa textil Sumar. Nuestro sueño era que en cualquier momento nos podían llegar las armas y también podríamos hacer lo mismo. Pero no pasó nada.
Al anochecer, en el Cordón Mapocho Cordillera ya habían ocurrido algunos enfrentamientos con escuadrones de soldados desde la Avenida Santa María. Hubo dos pequeños grupos de 20 y 30 mujeres y hombres que siguieron dispuestos a resistir desde las terrazas de Calzacuer y Quimantú. Los heridos, los muertos, la recuperación de algunas armas obsoletas abandonadas por otros militantes se hicieron insostenibles. A medianoche el desbande general ya no tuvo vuelta atrás.
Teníamos un sentimiento de impotencia total. Era inconcebible. ¿Qué estaban haciendo los dirigentes de la UP? Era más fuerte que yo…en algún momento me puse a gritar: ¡nuestros dirigentes nos han traicionado.
No hubo respuesta desde el sistema de defensa de las Coordinadoras locales de los Cordones Industriales, ni tampoco por parte de la estructura de los partidos políticos.
“No llegaron ninguno de los que respondían a nuestro mando, los trabajadores nos quedamos huérfanos, sin dirección y sin armamento”.
Una compañera recuerda:
“Cuando no aparecieron ni las fuerzas militares amigas, ni las armas, y quedó claro que Allende estaba muerto y la batalla militar perdida, nosotras, las trabajadoras fuimos enviadas a nuestras casas, y nos tragamos el llanto y las penas”.
Hubo industrias como la ex–Yarur, Textil Progreso, Elecmetal y Cristalerías Chile, entre otras, pertenecientes al Cordón Industrial Vicuña Mackenna, donde los dirigentes y trabajadores se acuartelaron durante más tiempo para vigilar las fábricas contra robos o daños., Aasumieron la tarea de cuidar las empresas del Área de Propiedad Social. Fue el último desafío:
“Todo terminó cuando las tropas se acercaron a las fábricas. Muchos de los mejores líderes saltaron el muro del recinto y desaparecieron para siempre en la resistencia clandestina”.
Una revisión de las sentencias dictadas por los tribunales militares después del golpe de estado registra siete consejos de guerra que involucraron a 55 personas relacionadas con los Cordones Industriales, entre mujeres y hombres. Los demás resistentes sucumbieron sin juicio.
El día del golpe ya había muertos en las calles, los traían de otro lado, los tiraban en cualquier parte…No sé, pero ¡no podíamos hacer nada! Creo que fue lo más duro de aquellos tiempos.
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Olvidar y recordar son las dos caras de la sobrevivencia. No es fácil vivir en esa inasible línea divisoria, en esa frontera lábil de cada vida. He tratado de olvidar para cerrar heridas y también intenté aferrarme a ciertos recuerdos para enfrentar los dolores del pasado. Más bien para resistir, para aprender.
Los cambios tecnológicos se aceleran, los años pasan, el tiempo de vida se acorta, las noches también se abrevian y se suman adioses y fracasos. Ya no me visto de color verde oliva ni mi pelo es salvaje, ni uso boina al estilo del Che. A veces pienso que todo lo vivido ha conseguido encender en mí, temples y arrojos. Otras veces creo que tan solo han desabrochado descontentos. En la hoja reseca, en la hoja que muere, está todavía el sol que la calentó, la lluvia que sació su sed y los terrones de tierra que la nutrieron. Eterna imperturbabilidad, eternidad en todas las cosas, decía Claudio Magris.
El mundo actual no está para que brillen guirnaldas ni laureles., Ttampoco hay espacio para alguna ebriedad por las victorias. Y cada día son menos los ardores que fluyen desde las mayorías insatisfechas e indignadas.
En los últimos tiempos, muchas veces no consigo ver el modo exacto de mi estar en el mundo, como si no hubiera tiempo para huir ni pujanza para resistir, como si llevara algo por dentro, una especie de disconformidad conmigo misma, que trato de disimular con una inútil codicia de estilo. Esos momentos se parecen a un acceso de locura o, más bien, a un catálogo de las huellas de insectos pequeños, compiladas con obsesiva meticulosidad, y que se oscurecen con cierta intermitencia antes mis ojos.
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[1] El Programa de movilización cultural del Pueblo Mapuche se trataba de un proceso masivo de formación para la organización comunitaria y la revitalización lingüística del Wallmapu, a través de la bi-alfabetización de adultos (en mapudungun y castellano). En él participaron la Confederación Nacional de Asociaciones Mapuche, el Instituto de Desarrollo Indígena, El Programa de Educación de los Trabajadores (Ministerio de Educación), la Dirección Zonal de Agricultura, el Consejo Provincial Campesino de Cautín, la Federación Sindical Campesina “Luis Emilio Recabarren” y la Federación “Unidad Poder Obrero-Campesino”. Todos ellos bajo el asesoramiento técnico de la FLACSO. Esta experiencia marcó el inicio del método BI-ALFA, que posteriormente se aplicó con diferentes idiomas en diversos países de América Latina (Proyecto Regional Bi-ALFA-Naciones Unidas).
[2] Objetivos políticos de los Cordones Industriales: 1 - Defensa y ampliación de las conquistas del gobierno y de la clase trabajadora. 2 - Representar en forma directa y democrática a los obreros y empleados de cada Cordón. 3 - Constituirse en organismos de defensa del actual gobierno de la Unidad Popular en la misma medida que éste representara los intereses de los trabajadores. 4 - Luchar en forma enérgica por una mayor participación de los obreros y empleados en las decisiones inherentes a sus intereses, e incrementar el poder de los sindicatos y de las organizaciones de la clase trabajadora. 5 - Cooperar en forma decisiva en la preparación de los organismos de defensa del sector de tal manera que se garantizara el control territorial y político por parte de la clase trabajadora”.
[3] En tiempos de la Unidad Popular los trabajos voluntarios eran una constante en diversas empresas del país. Los obreros se sentían empoderados, constituían el fundamento del cambio social y así crecía el proyecto gubernamental del Área de Propiedad Social (APS) y Mixta (APM). Allí estaba la clave del desarrollo de relaciones sociales de producción no capitalistas. Sin embargo, los estudios respecto a este período se han centrado en su mayoría en dinámicas institucionales y partidistas, pero la acción, la voluntad, el discurso y la conciencia de los trabajadores de aquel momento, no han sido analizadas ni sistemática ni suficientemente hasta el presente.
[4] Los cordones industriales Vicuña Mackenna, O’Higgins, Macul, Estación Central, Santa Rosa-Gran Avenida, Conchalí-Área Norte y Huachipato (en Concepción) fueron fundados en octubre de 1972. El cordón Mapocho Cordillera se constituyó recién en marzo de 1973.