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Las paradojas de las muertes en cuarentena. Por Juan Pablo Espinosa Arce

“Sería igualmente erróneo decir que hemos redescubierto la trágica muerte, la finitud, etc. La tendencia desde hace más de medio siglo, bien descrita por Philippe Ariès, ha sido ocultar la muerte tanto como sea posible; bueno, la muerte nunca ha sido tan discreta como en las últimas semanas. Las personas mueren solas en el hospital o en las habitaciones de los hogares de ancianos, son enterradas de inmediato (¿o incineradas? La cremación está más en el espíritu de los tiempos), sin invitar a nadie, en secreto. Muertas sin ninguna evidencia, las víctimas se reducen a una unidad en las estadísticas de muertes diarias, y la ansiedad que se extiende entre la población a medida que aumenta el total tiene algo extrañamente abstracto” (Es un poco peor, Michel Houellebecq 4 de mayo 2020)

Esta publicación del escritor francés Michel Houellebecq me ha dejado pensando. Resulta dramático comprobar cómo ha pesar de la tentativa de hacer comprender que la finitud y la fragilidad han sido las palabras que más hemos usado en estos días, la experiencia más humana de todas, la muerte, resulta altamente problemática. Y es más problemática en tiempos de pandemia y cuarentena. He pensado en lo trágico que es morir en tiempos de coronavirus.

Aparece una muerte solitaria, anónima, “sin ninguna evidencia” al decir de Houllebecq, incluso sin un duelo público, sin la compañía de familiares (más allá del pequeño núcleo permitido) o de amigos, incluso de aquellos a los que no se ha visto en mucho tiempo. Personalmente me ha tocado ver partir a dos cercanos en este tiempo, aunque ellas no fueron producto del COVID. A los deudos no los pudimos acompañar. Todo fue a distancia, “despersonalizadamente”, “anóninamente”. Ante esto, y luego de la lectura del trabajo de Michel Houllebecq (del cual recomiendo su lectura) y de algunos aportes en mis clases y en la conversación cotidiana, he querido pensar cómo nuestra manera de ver, pensar, comprender o celebrar la muerte en este tiempo ha cambiado totalmente. Y lo ha hecho a nivel de la simbolización que tenemos sobre la misma.

Digo simbolización a partir del libro (altamente recomendado) de Robert Redeker titulado El eclipse de la muerte (Fondo de Cultura Económica 2018). En este libro el autor comienza desde el presupuesto de que la muerte se mueve en el “océano infinito al que nosotros llamamos lenguaje”. Ante el misterio siempre acuciante de la partida física y de la angustia que ella provoca, el ser humano crea símbolos, lenguajes, figuras, metáforas o expresiones que le ayudan a superar el sin-sentido y el vacío. Dice Redeker: “la angustia se cubre de máscaras y símbolos: se simboliza la muerte para darse la ilusión de poseer un saber acerca de ella, de repatriar la muerte en el hogar del lenguaje, ahí donde el hombre habita (…) los símbolos de la muerte, substitutos del saber imposible, son los bálsamos para este horror que nos hiela. Los símbolos de la muerte son las mortajas que ocultan la muerte”. Los símbolos de la muerte son todas aquellas manifestaciones que creamos en torno a esta experiencia humana. Dentro de ellos entran: las celebraciones litúrgicas (las religiones y la espiritualidad), los pésames, las “coronas de caridad”, las ofrendas florales, los cantos, los colores (el negro como signo de luto), el mismo luto, el acompañar al muerto y a los deudos en las funerarias o en el lugar del “velorio” (del velar, estar despiertos, en expectativas), los discursos y el mismo entierro. Todo ello hace de la muerte algo más “humano” y llevadero en cuanto las palabras, los gestos y las formas son espacio de cercanía y de ayuda para sobrellevar la angustia.

¿Pero y hoy? ¿Cómo pensar la muerte en tiempos donde los muertos son solo cifras? Cada día, en los reportes del MINSAL, se nos dice: tantos muertos. Son “tantos”, pero no conocemos sus historias, sus rostros, su muerte. Todo ha quedado en el anonimato y en la profunda de-simbolización y por tanto en la más dolorosa despersonalización. Michel Houllebecq habla de “unidades estadísticas”. Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis en Maldad líquida: vivir sin alternativas (2019) se preguntan: “¿cuántas más muertes y tragedias necesitamos para desentumecer nuestros sentidos? ¿cuál ha de ser el recuento de fallecidos para que activemos nuestra sensibilidad? Según un dicho popular que tenemos por aquí, la muerte de una persona es una tragedia, pero la de millones de personas no es más que una estadística. La lucha entre nuestra ceguera moral y nuestra capacidad de ver a otros individuos como seres éticos (y no como unidades estadísticas o como mano de obra) es también una pugna entre nuestras propias facultades de compasión e indiferencia”. Morir en tiempos de coronavirus es una tragedia doble que hace que pensemos en lo paradójico de la misma muerte y que resignifiquemos la comprensión que surge en torno a ella.

Hace pocos días nos enterábamos por la presa del fallecimiento de Luis Sergio Sepúlveda Fuentes, un hombre de 40 años que murió por causas asociadas al COVID 19 en Santiago. Luis Sergio permaneció cerca de 25 horas en su casa sin que los peritos retirasen el cadáver, todo ello ante la angustia de su familia. Luis Sergio es uno de los tantos rostros que simbolizan la muerte en medio de la pandemia, al cual se suman los miles de muertos en los hospitales, en las casas, en las calles. La muerte en la pandemia tiene el signo de las bolsas mortuorias, de las fosas comunes, de las cremaciones. La muerte (por COVID o por otras causas) de la pandemia no tiene funerales ni oraciones públicas, es anónima y dolorosa, solitaria y de-simbolizada. Es una cifra como dicen los autores que hemos citado en estas líneas. Todo ello provocado por una unidad biológicamente “invisible” como es el virus, la cual ha provocado que social, pública y políticamente la muerte se tase en cifras y no en rostros, historias o narrativas.

Pienso que este tiempo que atravesamos nos desafía a resignificar lo que entendemos por el morir y por la muerte. Si ellas ya eran experiencias profundamente paradójicas previo a la pandemia ahora lo son el doble. ¿Cómo consolar a los deudos que en miles de casos no pueden besar, vestir, acariciar a sus muertos? ¿Cómo pensar nuevas formas de celebración litúrgicas en la muerte en tiempos donde la mismas están restringidas? ¿qué rostros asumirá la antropología de la muerte del presente tiempo? ¿serán los muertos y las víctimas de la pandemia la medida de nuestra humanidad futura? Preguntas para seguir pensando y conversando, ya que ellas nos interpelan a cada uno de nosotros.

Juan Pablo Espinosa Arce
Académico Facultad de Teología PUC

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