Desde los inicios de la denominada “transición a la democracia”, la sociedad chilena fue sometida a un planificado proceso de desideologización y despolitización. Se instaló una suerte de dispositivo que, de la mano de una cultura del consumo desmadrada, impulsó una subjetividad colectiva en donde el miedo anestesiaba lo político, lo tachaba, lo expulsaba de la escena cotidiana y nos arrinconaba en la pasarela plástica del mall y en la pulsión devota a las tarjetas de crédito, a los viajes al Caribe, a los programas televisivos idiotizantes y al endeudamiento salvaje.
Lo anterior, evidente, tenía un porqué, y éste puede desagregarse en dos: Por un lado la urgencia de regenerar el pacto neoliberal ahora en versión transitiva y sin exterminio —es decir algo así como una condicionante biopolítica de la reafirmación de un homo neoliberal que ejercía su rol de mercader de manera voluntaria y sin necesidad de campos de concentración— para lo que era necesario construir un ecosistema de zombis inconscientes y únicamente destinados a ratificar su delirio librecambista.
Por otro, el miedo a Pinochet que en su estratégica ruta de entrega del poder, supo mantenerlo por casi 10 años más y coronarse como senador vitalicio y aún, en ese entonces, con la tropa absolutamente cuadrada y gozando de un apoyo social y electoral de proporciones (técnicamente el 44% que saca el “Sí” el 88 es una mitad relativa de la sociedad chilena).
En suma, se desplegó nuevamente la lógica del consenso en torno a la parábola del crecimiento económico y a la mejora de las condiciones de vida… del “acceso a bienes de consumo” (como le gusta vaticinar permanentemente al oráculo Carlos Peña); consenso tácito nutrido por la convicción de una clase política que jamás quiso sacudirse de una de las más penetrantes herencias de la dictadura, como fue la regeneración, ahora en tecla transicional, de la racionalidad neoliberal y, así, la sedimentación de una forma de ser para la cual fuimos entrenados desde mediados de los 70 y que ahora en los 90, ya había dado frutos mostrando la musculatura consumista y fenicia que caracterizó los años mozos de los gobiernos de la Concertación.
Sin embargo, todo comienza a entrar en cuestión el 2001, en donde llega un primer aviso con el “Mochilazo”, movilización estudiantil secundaria —cuando no— que sacudió a Chile de una larga siesta de campo en la cual descansamos cómoda y febrilmente en el regazo del mercado. Después, nuevamente desde el desenfado de las/os liceanas/os, el 2006 vino la célebre “Revolución pingüina” que, de alguna forma, se desplegó ratificando que en Chile la lógica bursátil y corrupta que gangrenaba al sistema educativo había sido descubierta y puesta en escena para entrarle con todo a una crítica brutal que iba a dar paso a algo aún mayor que estaba por llegar.
Y entonces el 2011: Boric, Jackson, Vallejo y una larga lista de líderes tanto secundarios como universitarios que se volcaron sin complejos a las calles desnudando la brutalidad del formato como, por ejemplo, que solo el 25% del sistema educativo era financiado por el Estado y el 75% restante lo aportaban las familias de los estudiantes; un sistema híbrido donde el Estado mismo era un holograma; sistema anfibio y sin reglas que permitía que el lucro y el enriquecimiento morboso de los llamados “sostenedores” hiciera de la educación chilena uno de los templos del neoliberalismo.
Y yastá, octubre de 2019: el Estallido, el Alzamiento, la Rebelión. La emergencia de la conciencia; el espontáneo piélago de reivindicaciones históricas que se pararon poniéndole cara a una cultura del miedo, a una estructura hobbesiana; fundada y matizada radicalmente en la lógica siempre abyecta de los abusos a toda escala; movimiento puramente social que no supo de óbices para desaguar la rabia contenida y la querella por décadas de instrucción mercantil, que no había hecho otra cosa más que pauperizar a los sectores medios y bajos inoculando así, como si fuera natural, lo que Eduardo Sabrovsky denominó el “genoma neoliberal”.
Y parecía que quedaba atrás la herencia de Pinochet y toda su órbita chicago-gremialista; que finalmente se lograría abandonar la isla desierta que nos obligaron a habitar en donde solo había, como señala Katya Araujo, individuos archipiélagos, sin conexión, entronados en la poltrona de su más sideral desafiliación. Parecía, también, que era el tiempo de los cronopios, es decir y como escribía Cortázar, de los “dibujos fuera del margen… poema sin rima”. Y eso fue Octubre, un no rimar; un poema lateral que desentonaba con el coro de burócratas administradores de una economía que había saboteado y dinamitado cualquier intento de sociedad, de solidaridad, de reconocimiento de lo alterno como constitutivo de la propia existencia.
Entonces la Asamblea Constituyente; la incorporación de voces históricamente plagiadas, excluidas y borradas del mapa de las decisiones importantes. Y tuvimos mapuches, cuotas de género, ambientalistas, minorías sexuales, representantes de poblaciones y organizaciones sociales, es decir, todo un perfecto atentado a la tradición hacendal y oligárquica que veía cómo su dominio histórico parecía evaporarse en medio del retobe popular. Octubre los puso ahí.
Ganó Gabriel Boric
Pero la historia fue y la conocemos; el gran alzamiento fue encapsulado, entubado en un proceso de desarticulación que devolvió el poder a los mismos; esos que se crearon un “Consejo constituyente” a la medida de los expertos que no eran sino tributarios de la tradición subordinante. Y dispararon su texto y construyeron sus bordes; y el neofascismo colmó el Consejo, apuntalando sus convicciones golpistas y regresivas, enrostrando, a la vez, que lo que emerja de sus entrañas reproductivas no será otra cosa que una constitución restituyente, aún más dura de la que tenemos, esto es, todavía más autoritaria y conservadora con una dosis aumentada de neoliberalismo.
Finalmente llegaron los 50 años, su conmemoración, y hubo tristeza por todo lo que no se hizo y lo que finalmente terminó como cruel rizoma. Y aquí son varias las interpretaciones que desde el día 12 de septiembre pueden resonar. Por ejemplo: que el gobierno en su búsqueda frenética de consenso con la derecha por una suerte de memoria colectiva —que se activara en un documento firmado transversalmente— fracasó; que no se hizo sino alumbrar el abismo paquidérmico que existe en una sociedad en el que la palabra reconciliación es solo verbo y fetiche derivado del imaginario transicional; que se mostró la grieta por donde se filtra sistemáticamente la dinámica de lo impune; que por más actos que se hicieran o monolitos que se levantaran no se pudo reivindicar una subjetividad social que reconociera en la figura de Allende el sacrificio de un demócrata radical; que el socialismo como versión de colectivo en su raigambre chilensis nunca fue entendido y, más bien, únicamente despachado a las bodegas de una historia falaz en donde impúdicamente se le asocia a la órbita soviética, en fin.
Pero (tal vez) el horror más estremecedor de todos, es que triunfó la parroquia golpista que después de más de 30 años se sintió con el derecho y, lo que es peor, con la libertad de soltar toda la perorata de defensa al Golpe mismo, a Pinochet y a cuanto dispositivo asociado con la tragedia imaginaron; lo más triste es que se instaló el revisionismo, el negacionismo, y la posibilidad siempre cierta de que “bajo ciertas condiciones” todo el espanto podría volver a repetirse. Se coordinó y revisitó sin complejos el canon de la traición e, incluso, asesinos pidieron “conmiseración”.
Lo que viene es un tiempo áspero, duro, árido; uno sin relato, sin imaginario, sin palabras a las cuales aferrarse colectivamente. Lo que nos queda, lo que siempre nos quedará como resto, es la resistencia invariable de quienes creemos en un país que, aunque amputado, todavía siente clandestinamente el pulso de un pueblo que puede volver consciente y querellante a impactar la historia.
Por lo pronto: escritura e insubordinación.