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Lobby o la democracia del afuera. Por Javier Agüero Águila

Si hubiera algo así como una “naturaleza” de la democracia, ésta no vendría de un adentro, sino de un afuera.

En este sentido al decir “naturaleza”, en ningún caso estamos refiriendo a un esencialismo inmutable desde el cual toda dinámica y objetualización de las “prácticas democráticas” son precedidas por una zona difusa, sin forma o pre-empírica que la democracia misma jamás podría sacudirse; no se trataría de justificar una suerte de espesor metafísico como corteza impenetrable de un sistema que en su tinglado procedimental ha alcanzado a gran parte el mundo occidental capitalista, no.

Más bien, a lo que se apunta, es a concebir a la democracia más allá de su zona de confort declarativa e internista-estatutaria, en el entendido de que este sistema de gobierno no se agota en la pura inflación de un lenguaje gerenciado por la variada membresía parroquial de las clases políticas y empresariales; aquellas que defienden su hemisferio de intereses, la órbita de sus transas y el perímetro de sus influencias. Siempre pontificando el irrestricto respeto por los prolegómenos emancipadores a favor de un demos al que, en un mismo movimiento, invisibiliza e instrumentaliza como puro insumo lexical para densificar su anillo de poder; demos arrojado a la periferia cuando de contubernios entre poderosos/as se trata; demos únicamente espectador de la ominosa promiscuidad constitutiva de la “cotidianeidad” de la política.

Entonces, al decir de Michel Foucault —aunque en rigor se estaba refiriendo a la literatura pero la extensión, en este caso, es pertinente— la democracia “no pertenece al orden de la interiorización más que para una mirada superficial; se trata mucho más de un tránsito al ‘afuera’” (La pensée du dehors, 1966).

En esta línea, es que la democracia (en sus orígenes una declaración, un decir, un entramado de principios a viva voz) se configura articulando toda una red de dispositivos —entendidos estos últimos, también por Foucault y muy en general, como un conjunto de prácticas, infraestructura, discursos, etc.— que, en el tráfago incesante de su gestión y producción de orden, generan ese afuera que no es un cronopio, un exergo o simplemente un espacio lateral, por el contrario: es “la” democracia misma. El resto, los procedimientos, “lo legal” o lo estrictamente normativo, son nada más que la fachada y la estética que recubre el fontanal de ejercicios fácticos que operan como la única condición de existencia del régimen democrático.

Y ahora lo más pedestre, pero también lo más estructural: el lobby, la casa de Zalaquett, el margen arbitrario y el concubinato de los poderes: el repliegue de las instituciones típicas en donde la democracia debería resolver y encontrar su dynamis, su fuerza y su validez. En definitiva, el afuera que es donde lo democrático propiamente tal se pervierte, sub-vierte, saboteando a la política como un asunto público y de espacios comunes de deliberación popular para instalarla en la fosa de las influencias, las permutas, las operaciones de cálculo, la usura del bien común y la pontificación del mercadeo y de los influencers empresario/políticos que en su afán por monitorear a un sociedad completa desde la pieza oscura, hacen del afuera un adentro ilegítimo y sin más validez que la que otorga la “camaradería”, cada vez más intensa en la medida que avanzan los descorches de vinos finos y los quesos franceses.

El lobby, por más leyes que se hayan redactado para regularlo, es tan viejo y mercenario como la política misma. No hay política sin lobby y viceversa. El punto, es que ese afuera, y aquí la paradoja, es hermético, es cardinal, muchas veces clausurante y al final (lo que entre risas y copas llenas) termina por cartografiar el mapa relacional de los “incumbentes”.

Esta es la satírica, desesperante y abyecta historia de un país acechado por los demócratas de la sala de espera.

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