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Los candidatos de derecha no quieren seguridad: quieren obediencia. Por Maritza Ortega Palavecinos

Prometen orden a costa de humanidad. Llaman libertad al control y justicia al castigo.

Lo que está en juego no es el miedo: son los derechos.

La derecha radical chilena, representada por José Antonio Kast, Johannes Kaiser y Evelyn Matthei, ha construido su relato político sobre una idea recurrente: la aparente seguridad. Pero detrás de esa promesa de orden y control se esconde un proyecto que pretende redefinir el contrato social, debilitando la solidaridad, restringiendo derechos y profundizando la desigualdad.

No se trata de simples diferencias ideológicas. Se trata de un modelo de sociedad. Un modelo que naturaliza el miedo, desconfía de la diversidad y convierte la disciplina en virtud cívica. No quieren migrantes, ni aborto, ni pastilla del día después. No quieren pobres visibles, ni ministerios que protejan derechos, ni feminismo, ni disidencias. No quieren diversidad, porque la diversidad cuestiona el poder.

Como advirtió Hannah Arendt, los autoritarismos no se instalan de un día para otro: se normalizan paso a paso, bajo la promesa de seguridad y el agotamiento del pensamiento crítico. El discurso de la derecha radical chilena avanza precisamente por esa vía: desplaza los problemas estructurales - la desigualdad, la precariedad laboral, la exclusión territorial - hacia causas morales o identitarias, construyendo un enemigo interno que justifique el control.

Émile Durkheim sostuvo que las sociedades modernas se sostienen sobre un contrato moral de solidaridad. Cuando ese vínculo se rompe, emerge la anomia: el miedo, la desconfianza y la fragmentación. La derecha radical propone justamente ese escenario: reemplazar la solidaridad por el castigo, el cuidado por la represión y el vínculo por la vigilancia.

Ejemplo de ello es la propuesta de bajar la edad de imputabilidad penal a los 12 años, mientras se busca restringir la anticoncepción de emergencia para adolescentes. Una niña de 14 años no tendría la madurez para decidir sobre su cuerpo, pero un niño de 12 sí la tendría para ser encarcelado. No se trata de proteger la infancia, sino de disciplinarla.

En su retórica de seguridad, no hay espacio para hablar del Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia, de la crisis en las residencias ni de la salud mental infantil. Porque su foco no está en prevenir, sino en controlar.

El sociólogo Pierre Bourdieu advirtió que “el neoliberalismo destruye las estructuras colectivas que podrían oponerse a la lógica del mercado”. La derecha radical lleva esta lógica al extremo: deslegitima el Estado, desprecia lo público, glorifica lo privado y castiga lo colectivo. Lo público iguala, y la igualdad incomoda a los poderosos.

El lenguaje que utiliza no es inocente. Hablar de “parásitos del Estado” o de “ciudadanos de bien” reproduce la idea de que hay vidas más valiosas que otras. Cuando Kast propone eliminar ministerios o reducir instituciones de derechos humanos, no está hablando de eficiencia administrativa: está hablando de desprotección política. Cuando Diego Paulsen, asesor de Evelyn Matthei, califica al gobierno como “torrante”, lo que expresa no es solo desdén, sino clasismo estructural. Si así se refieren a quienes tienen educación y poder, ¿cómo tratarán a quienes no lo tienen?

En esta construcción simbólica del miedo, Byung-Chul Han describe nuestra época como una “sociedad del cansancio y del miedo”, donde el miedo se transforma en motor político. Zygmunt Bauman lo llama “seguridad líquida”: una promesa inalcanzable que mantiene a la población obediente. Michel Foucault señaló que “donde hay control, hay poder que se disfraza de protección”. Y Loïc Wacquant demostró que cuando el Estado abandona sus funciones sociales, refuerza las penales, reemplazando la política social por la cárcel.

Como resumió Noam Chomsky: “El sistema triunfa cuando logra que la gente discuta entre sí, en lugar de discutir contra quienes concentran el poder.”

Así, la seguridad deja de ser un derecho para convertirse en un privilegio: una mercancía simbólica que se promete a quienes ya están protegidos y se niega a quienes más la necesitan. El Estado social se debilita, el Estado penal se fortalece. La pobreza deja de ser una urgencia colectiva y se transforma en culpa individual. "El pobre es pobre porque es flojo".

La estrategia es clara: fragmentar el cuerpo social. Pobres contra migrantes, mujeres contra mujeres, jóvenes contra personas mayores, trabajadores públicos contra privados. Dividir para que nadie mire hacia arriba, donde realmente se concentra el poder.

Mientras tanto, la derecha radical instala la idea de que Chile necesita un “Bukele eficiente”, un “Trump sin culpa” o un “Milei con corbata”. Pero ya sabemos lo que viene con esos nombres: el desmantelamiento del Estado social, la persecución de la disidencia, la censura moral y la violencia política disfrazada de orden.

La verdadera seguridad no se impone: se construye colectivamente. No nace de la vigilancia, sino del vínculo; no se logra con muros ni cárceles, sino con educación pública, salud universal, vivienda digna, empleo estable y derechos garantizados. La seguridad real se teje desde la comunidad y el cuidado, no desde el miedo ni la obediencia.

No se trata de nombres ni de colores políticos, sino de coherencia ética. De elegir proyectos que comprendan que el Estado debe cuidar, no castigar; que la justicia se construye con dignidad, no con temor; y que sin derechos no hay seguridad posible.

En tiempos donde el miedo se usa como moneda política, defender los derechos humanos se convierte en un acto de valentía. La derecha radical intenta convencernos de que la seguridad exige obediencia, pero la historia enseña lo contrario: solo hay seguridad donde existe justicia, y solo hay orden cuando hay dignidad.

Lo que está en juego no es una elección ni una preferencia partidista: es el sentido mismo de comunidad. Porque cada derecho que se pierde, cada voz que se silencia y cada vida que se vuelve invisible, nos aleja un paso más del país que podríamos ser.

Por eso vale la pena seguir insistiendo, aunque incomode, aunque canse, aunque duela: la seguridad no se impone con miedo, se construye con humanidad.

Maritza Ortega Palavecinos

Trabajadora Social

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