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Los límites de las teorías económicas. Por Víctor Pey C.

Me refiero al postulado, generalmente aceptado como paradigma incontrovertible a seguir, de que el crecimiento económico es beneficioso para toda sociedad humana, para cualquier país. ¿Hasta cuándo?

Ninguna escuela o teoría económica convencional ha señalado el momento o las circunstancias en las que el crecimiento económico debiera detenerse. Menos, aún, se han fijado fechas o plazos para que ello deba o pueda ocurrir en el mundo desarrollado, sobre cuyas dinámicas económicas específicas se basan las teorías económicas en boga.

La autoridad económica de EE. UU. se apoyó en la década de los sesenta en el siglo pasado en la creencia de que la tasa de inflación era función de la del desempleo, representadas ambas en la llamada “curva de Phillips”, propuesta por el Prof. A. W. Phillips, en los años cincuenta, en Inglaterra. Pero resultó que las políticas monetarista y fiscal del gobierno de Nixon llevaron a una gran elevación del desempleo, sin modificar o reducir la inflación, pulverizando, con esta experiencia, la validez de la “Curva de Phillips” en lo que a la economía norteamericana se refiere. No obstante esto, todavía muchos economistas siguen refiriéndose a esa supuesta “ley” como si se tratase de un principio obvio, en todo caso bueno para invocarse cuando se trata de imponer políticas económicas restrictivas.

Vinieron después los monetaristas, como Milton Friedman y Robert Lucas preconizando que para sacar a la economía de la recesión no debía seguirse una política monetaria activa, por los riesgos que ella tiene de aumentar la variabilidad de la producción y la inflación, en lugar de reducirla. Ellos recomendaron la aplicación de la “regla del crecimiento constante del dinero”, obligando a la oferta monetaria a crecer a una tasa constante pero lo suficientemente baja para evitar la inflación. Eso fue lo que intentó hacer el Fed en la Administración de EE.UU. en octubre de 1979, política seguida durante tres años, no logrando su objetivo. Y a finales de los ochenta ninguno de los bancos centrales del mundo cumplió el programa propuesto y dejaron de considerar como útil la “regla del crecimiento del dinero”.

A partir de los años setenta, Robert Lucas y Thomas Sargent empezaron a desarrollar una teoría de la macroeconomía basada en las llamadas “expectativas racionales”, combinando la demanda agregada desarrollada por Keynes y la oferta agregada, desarrollada por otros economistas, entre ellos los de la escuela de las “expectativas racionales”.

La introducción de las “expectativas racionales” como variables independientes suscita, a lo menos, dos razones que imposibilitan la funcionabilidad operativa a largo plazo de la teoría macroeconómica basada en ellas: en primer lugar está la imposibilidad de considerar todas las variables que debieran incluirse en las ecuaciones que pudieran predecir la conducta humana, en lo que ella infiere en el resultado de la economía; y, en segundo lugar, está el que aunque pudiéramos considerarlas todas y resolver las ecuaciones resultantes, ocurriría que la introducción de una sola predicción perturbaría todo el sistema.

La ciencia, en su estado actual, no puede predecir la conducta humana y sólo podemos acudir a las leyes de los grandes números para valernos de fórmulas que puedan ser operativas, aproximadas, entre límites acotados.

La crítica de fondo a efectuar a estos intentos de explicar los fenómenos que se producen en una sociedad estriba en que si uno trata de deducir la “conducta” que seguirá la economía, a partir de las leyes de la ciencia, se verá sumido en la paradoja lógica de unos sistemas referidos a sí mismos.

Se trata de la miseria en la que se encuentra la ciencia económica, en el estado actual del conocimiento humano. No sabemos qué es el hombre, sujeto protagónico en la economía; sólo en la medida en que lo conozcamos podremos avanzar con más seguridad y rigor en la búsqueda de la causa o razón que gobierna las relaciones entre los hombres.

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